–Zane, ¿está bien Iona?
El estómago de esta se contrajo al ver a la madre de Zane dirigirse hacia ellos.
–Sí –dijo él con aspereza–. Pero nos vamos. Ya hemos tenido bastante por un día.
Iona percibió el estremecimiento de María ante el malhumorado comentario, y pensó que Zane no debería hablar así a su madre.
–Lo siento mucho –dijo en tono amable María, dirigiéndose a Iona–. A menudo me confunden como hermana de Zane. Pero es la primera vez que me confunden como su amante.
–Por favor, soy yo quien debe disculparse –dijo Iona, mortificada.
–Si Zane hubiera tenido el sentido común de presentarnos cuando habéis llegado, nos habríamos evitado este malentendido –dijo María, dirigiendo una mirada impaciente a su hijo.
–Sabes que ni siquiera quería venir –dijo Zane a modo de respuesta. Iona escuchó el intercambio en silencio.
–Zane, ¿no crees que es hora de que superes tu rabia? –preguntó su madre, acariciándole la mejilla.
Zane echó al cabeza hacia atrás para evitar el contacto.
–Tenemos que irnos –dijo. E Iona vio la mirada de María velarse de tristeza.
–Zane, por favor…
–Te llamaré a lo largo de la semana –la cortó Zane. Y le dio un precipitado beso en la mejilla.
Su madre asintió en silencio e Iona sintió lástima por su evidente desilusión.
–Adiós, Iona –dijo María–. Espero volver a verte.
Iona la observó volver hacia la casa.
–Parece una persona maravillosa. Debió ser genial crecer con ella –musitó sin pensárselo–. No deberías haberte enfadado con ella. Ha sido mi culpa.
–Ya lo sé –masculló Zane, a la vez que la conducía hacia el deportivo–. Vayámonos de una vez.
Iona vio en la penumbra que también él parecía triste. Cuando Zane puso el motor en marcha, no pudo evitar hacerle una pregunta:
–¿Por qué no me has presentado al llegar?
–Por nada en especial. Ni siquiera la había visto hasta que se me ha acercado en la pista de baile.
Iona sabía que mentía, pero no lo dijo. Se acomodó en el asiento y estudió el perfil de Zane. Era sin duda el hombre más guapo del mundo. Y todo en él la fascinaba. Más aún después de haber conocido a su familia y, especialmente, a su madre. Era inevitable preguntarse cómo habría sido su infancia. Si se sentía muy cerca de su madre, tal y como Iona había intuido al verlos bailar, ¿de dónde emanaba la tensión? ¿Estaría relacionada con su padre, el pinche gringo al que Juana se había referido con tanto desdén?
Iona no pudo resistirse a satisfacer parte de su curiosidad.
–¿Por qué llamas a tu madre por su nombre?
Zane tardó tanto en contestar que Iona estuvo a punto de volver a hacer la pregunta. Pero entonces él se encogió de hombros y dijo:
–De pequeño la llamaba mamá, pero con los años, resultó más fácil llamarla por su nombre.
–¿Por qué? –insistió Iona, aún más intrigada.
Zane miró de reojo a Iona.
–No estoy seguro de querer contártelo –dijo.
–¿Por qué no?
–Porque me hace quedar como un idiota –dijo él. Y eso había sido de adolescente. Egoísta, volátil e inmaduro. Pero había otra razón que no estaba dispuesto a compartir.
–¿Y eso?
Zane resopló con lo que sonó como una risa relajada.
–Está bien, si te empeñas… En el instituto, era mucho más joven que las demás madres y tan… exuberante –tamborileó los pulgares en el volante, tensándose al recordar los silbidos y susurros que despertaba a su paso siempre que iba a verlo al instituto–. Llamaba mucho la atención. Solía enfadarme y meterme en líos, pero no podía contárselo porque no quería que supiera lo que decían de ella.
Apretó el acelerador mientras recordaba las constantes peleas, los nudillos heridos, los ojos morados y los labios partidos, además de las continuas visitas al director, en cuyo despacho lo obligaban pasar horas mientras se negaba tanto a defenderse como a disculparse por su comportamiento. La rabia se le había acumulado durante años por las injusticias que su madre sufría solo por ser joven y hermosa, y por haber tenido que llevar una vida que no había elegido. Pero a un nivel más profundo, había alimentado otra rabia, mucho más oscura y dañina, que nunca había llegado a controlar y de la que no quería hablar.
–Si hubiera sido menos orgulloso o estúpido, habría ignorado los comentarios –añadió.
–Solo pretendías protegerla de la única manera que sabías. A mí me parece muy caballeroso por tu parte –dijo Iona con voz aletargada.
Zane se encogió de hombros, incómodo con el placer que le causaba su actitud comprensiva.
–Desde entonces empecé a llamarla por su nombre para que mis compañeros creyeran que era mi hermana mayor en lugar de mi madre. Ahora sabes por qué llamo a mi madre María. Con los años, se me hizo raro volver a llamarla mamá.
Notó que Iona lo miraba a los ojos aunque no pudiera ver su expresión en la penumbra.
–También debió ser duro para ti que tu madre os dejara –comentó.
–La verdad es que sí. Pero lo superamos –dijo ella, con una tristeza que conmovió a Zane. Luego se acomodó en el asiento y bostezó–. Lo peor es que a los diez años eres tan egocéntrico que asumes que la culpa es tuya.
Zane quitó la mano del cambio y le presionó la rodilla afectuosamente.
–Pero ahora sabes que no es así, ¿verdad?
¿Sería esa la razón de que hubiera sido una presa tan fácil para Demarest? No ser deseado era horroroso, y tenía devastadoras consecuencias para la autoestima. Él lo sabía bien. Pensó que debía decir algo reconfortante. Pero aspiró el perfume dulce y sensual de Iona y sintió una presión instantánea en la entrepierna.
Zane la miró cuando tomó la autopista. Ovillada en el asiento, se había quedado dormida. A medida que avanzaban por la carretera de la costa, Zane se dio cuenta de que algo había cambiado entre ellos aquella noche. Con su vulnerabilidad y sus pequeñas inseguridades, Iona le recordaba, en cierta medida, a sí mismo. Lo malo era que eso le despertaba un sentimiento protector, y ese sentimiento siempre le había llevado al desastre.
Se acomodó en el asiento para aliviar la molestia en la espalda que le había quedado de las heridas que causaron su salida de la policía de Los Ángeles, cinco años antes. Puso la radio para que la música acallara los recuerdos de aquel doloroso periodo.
Estaba preocupándose en exceso. Aunque se sintiera protector, Iona era una mujer adulta, tal y como acababa de demostrar. Zane esbozó una sonrisa al recordar su rostro encendido cuando se había acercado a la pista de baile.
Apretó el acelerador hasta el fondo, ansioso por llegar a casa y demostrarse a sí mismo que lo que había entre ellos seguía siendo puramente superficial. Y lo demostraría porque no iba a acosarla como si fuera un animal en celo.
–Hola, preciosa. Ya hemos llegado. ¿Quieres que te lleve en brazos?
Iona movió la cabeza y aspiró el aire salado del mar.
–Mmm.
–Agárrate.
Iona abrió los ojos y se encontró en brazos de Zane. De fondo se oía el rumor de las olas.
–¿Dónde estamos?
–En mi casa.
–Pero yo… –empezó Iona, sin fuerzas para protestar.
–Pero nada. Estabas agotada y mi casa estaba más cerca.
Zane abrió la puerta y cruzó la casa a oscuras.
–Relájate –dijo, besándole la frente–. Hay cinco dormitorios, así que esta noche no voy a molestarte.
–Ah, vale –dijo Iona, desilusionada.
Pasaron por delante de una cocina y entraron en un salón de techos altos y una pared de cristal que se abría a una gran terraza.
–¿Vives al lado del mar? –preguntó ella.
–Sí, la playa está ahí mismo.
La sala era enorme y en ella dominaba un silencio total. Hasta que el ruido de unas garras arañando la puerta fue seguido de una bola de pelo que se lanzó hacia ellos.
–Hola C. D. –dijo Zane, dejando a Iona de pie–. Esta es Iona. Va a dormir aquí esta noche.
La perra movió la cola con tanto entusiasmo que le vibró todo el cuerpo.
–Encantada, Chocolate Derretido –dijo, agachándose para acariciarla. La perra se echó sobre la espalda, ofreciéndole la tripa.
–¡Menudo perro guardián! –exclamó Zane.
–¡No le hagas caso! –dijo Iona sin dejar de acariciarla–. Eres una perra muy simpática.
La perra contestó con un gemido de felicidad.
–Se acabó –dijo Zane, chasqueando los dedos. Y la perra se puso en pie–. A la cama, Choco.
Iona le dio una última palmada antes de que la perra volviera a su cama, en un rincón del salón.
–¿Esa es la perra que lo come todo? A mí me ha parecido muy buena.
Zane le tomó la mano y la llevó hacia una escalera de caracol.
–Veremos qué piensas cuando salte sobre tu cama en cuanto amanezca.
Iona lo siguió, intentando disimular la desilusión y decidida a no pedirle que durmiera con ella. Pero su resolución flaqueó en cuanto Zane abrió la puerta a una espaciosa habitación con una gigantesca cama y vistas al mar.
–Hay un cepillo de dientes sin estrenar en el baño –dijo, señalando una puerta al fondo–. Y toallas.
Iona miró la cama vacía.
–¿Necesitas algo más? –preguntó Zane.
Iona tuvo que morderse la lengua para no decirle: «Sí, a ti».
–No, gracias –se oyó decir–. Hasta mañana.
–Suelo llevar a C. D. a dar un paseo, así que si no me encuentras cuando te levantes, estaré en la playa –dijo él, fijando la mirada en sus labios.
Iona se quedó paralizada delante de él. Zane alzó la mano y le acarició la mejilla. Ella inclinó la cabeza, apoyándose en su palma, y Zane, deslizando la mano hacia su nuca, susurró:
–Solo una cosa más –dijo.
E Iona entreabrió los labios automáticamente cuando la besó. Pero pronto, Zane alzó la cabeza, dejándola en suspenso.
–Que duermas bien, Iona –dijo con las pupilas dilatadas–. Mañana pienso mantenerte muy ocupada –concluyó. Y se fue con paso decidido.
–Supongo que estás bromeando, ¿no? –susurró ella, siguiéndolo con la mirada. ¿De verdad creía que iba ser capaz de dormir?
* * *
Zane cerró la puerta y resopló a la vez que miraba al cielo y esperaba a que se le desacelerara el pulso.
Se quitó la camisa y fue al cuarto de baño. Abrió la ducha y giró la temperatura a fría. Se quitó los zapatos y los pantalones y se metió bajo el chorro, apretando los dientes cuando el agua helada le mojó la espalda y luego el sexo endurecido. Apoyó las manos en la pared mientras esperaba a que la agonía fuera mitigándose.
A partir del día siguiente no pensaba seguir reprimiéndose. No estaba dispuesto a seguir pisando el freno. La cuestión era que Iona lo deseaba y él a ella. Punto final.
Iona abrió los ojos y los entornó de nuevo para protegerse del brillo del sol que inundaba la habitación. Bostezando, se incorporó y tardó unos segundos en orientarse.
La pared de cristal enmarcaba una espectacular vista de rocas, arena y mar, y los recuerdos del día anterior se fueron presentando poco a poco.
Resoplando suavemente, Iona salió de la cama y fue al cuarto de baño donde, mientras se duchaba, sonrió con la perspectiva de todo el sexo que los esperaba para compensar la abstinencia de aquella noche.
Cuando bajó y no encontró a Zane por ninguna parte, supuso que había llevado a C. D. a dar un paseo y fue en su busca.
El corazón le latió en la garganta cuando vio a una alta figura en la orilla con una bola saltarina a su lado. Se detuvo para saludar con la mano y respiró profundamente para calmarse mientras se acercaban.
Zane tenía el cabello alborotado y los pantalones salpicados de agua; C. D. la saludó plantándole las dos patas llenas de arena en el estómago, con tal fuerza que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.
–Abajo, C. D. –ordenó Zane. Y la perra obedeció al instante–. Todavía estoy enseñándole buenas maneras –dijo Zane, a la vez que recogía de la arena un palo.
–No pasa nada –dijo Iona, riendo y sacudiéndose. ¿Era su imaginación o Zane sonaba crispado?
Este lanzó el palo hacia la orilla.
–A por ella, Choco.
C. D. ladró entusiasmada antes de salir corriendo hacia el agua.
–¡Qué valiente! –dijo Iona, riendo–. Debe de estar helada.
Observaron a la perra ladrar como loca mientras el palo se iba alejando fuera de su alcance.
–¿Has dormido bien? –preguntó Zane.
–Como un bebé –Zane bajó la mirada a sus labios y ella se ruborizó–. Espero que Choco no te haya despertado demasiado temprano.
–Antes de lo que hubiera querido –dijo él esbozando una sonrisa–. ¿Tienes hambre? Podemos hacer tortitas.
A Iona se le contrajo el estómago, aunque supo que no era por hambre de tortitas.
El perro volvió a la carrera y los caló al sacudirse el agua. Iona dio un salto hacia atrás y Zane, tras volver a tirar el palo que C. D. había dejado a sus pies, murmuró:
–A desayunar.
Pero ninguno de los dos se movió e Iona, al mirar a Zane, sintió un cosquilleó en los labios. Él se volvió y, al descubrirla mirándolo, el azul de sus ojos se intensificó.
–A no ser que quieras otra cosa –musitó, tan bajo que Iona apenas pudo oírlo por encima del rumor de las olas.
Entonces él le posó una mano en la mejilla y ella sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
–La verdad es que se me ocurre algo que no estaría mal…
Antes de que Iona acabara, él se inclinó y la besó apasionadamente, a la vez que la estrechaba contra sí. Ella se relajó en sus brazos y su cuerpo ardió en un deseo instantáneo.
Zane alzó la cabeza y con las pupilas dilatas susurró:
–¿Estás segura?
–Sí –dijo ella, sabiendo que era absurdo resistirse.
Él deslizó las manos a sus caderas y la apretó contra sí, dejándole sentir su erección. Ella notó sus entrañas derretirse y quemarla instantáneamente. Pero entonces Zane se separó de ella con gesto tenso.
–Eres consciente de que esto no va a ninguna parte, ¿verdad Iona?
Ella apoyó las manos en su pecho, sorprendida por el tono preocupado de Zane.
–Claro que lo sé.
Iona sintió una presión en el pecho que le hizo sentirse menos osada. ¿Se habría cansado Zane de ella? ¿Por eso habían dormido en cuartos separados?
La perra volvió y se tumbó, agotada por el ejercicio. Zane se agachó para acariciarla. El corazón de Iona se aceleró cuando finalmente se puso en pie y la miró.
–Si ya no estás interesado, Zane, basta con que lo digas –dijo. Y dio media vuelta.
Pero Zane la sujetó por el brazo.
–No tiene nada que ver con eso –dijo, pasándose la mano por el cabello con impaciencia–, sino con que no quiero que te sientas presionada o que te confundas con lo que estás pasando.
Zane la miraba fijamente, sin dejar de acariciar el cuello a la perra. Parecía más frustrado que contrito, pero su explicación consiguió calmarle el pulso a Iona.
–Lo entiendo perfectamente y no tengo ningún problema.
–El problema es que ayer no debía haberte besado, porque he pasado toda la noche con tal erección que me he puesto de mal humor.
Iona rio, liberada de su inseguridad por la admisión de Zane.
–Toda la noche, ¿eh? ¡Qué impresionante!
–Más doloroso que impresionante –dijo él, esbozando una sonrisa–. Sobre todo cuando un perro que pesa una tonelada se tira sobre ti al amanecer.
Iona se tapó la boca con la mano para contener la risa.
–Así que te hace gracia, ¿eh? –dijo él. E inclinándose hacia adelante, la tomó por la cintura y se la cargó al hombro.
–¡Bájame! –gritó Iona entre risas, pataleando.
–Ni hablar. Tenemos un asunto pendiente –dijo él, caminando hacia la casa.
–¿Y de quién es la culpa? –protestó ella, cuando ya llegaban al porche.
La perra saltaba y ladraba a su lado, participando del juego.
Zane entró, cerró la cristalera a su espalda para dejar a C. D. fuera y plantó a Iona en el suelo. Ella hizo ademán de huir, pero él la atrapó contra la pared, posando las manos a ambos lados de su cabeza antes de besarla y acallar su gritito de sorpresa. Sus lenguas se entrelazaron en una danza apasionada. Zane le quitó la cazadora y le sujetó las manos a la espalda, atrayéndola hacia sí.
Ella dejó caer la cabeza atrás y jadeó al sentir los labios de Zane en el cuello.
–¡Sabes deliciosamente, Iona! –musitó él, acariciándola con su cálido aliento.
Ella tomó aire y al abrir los ojos se encontró con los de él clavados en ella.
–Quiero agradarte –susurró.
–Me alegro –dijo él con un tono de seguridad en sí mismo que hizo reír a Iona–, porque me tienes que compensar por la noche que he pasado.
–La culpa es tuya. Tú me besaste –dijo ella con fingida indignación.
–Pero tú no lo impediste –dijo él, subiéndole las manos por el costado hasta alcanzar la base de sus senos.
–Si es así –dijo ella, rodeándole el cuello con los brazos–, estoy dispuesta a considerar una compensación, pero solo porque soy muy generosa –añadió.
Zane la tomó por la mano y salió al pasillo. Al pasar por la cocina, tomó la botella de caramelo que había sacado para las tortitas y continuó hacia la escalera.
Tenía que evitar presionarla o pedir demasiado. Estaba decidido a mantener aquella relación a un nivel divertido y superficial, y un juguete le serviría para recordarlo.
Abriendo la puerta trasera, dejó entrar a Choco y esta le dio las gracias con un ladrido, a la vez que se metía en su cama.
–¿Para qué quieres el caramelo? –preguntó Iona mientras subían la escalera.
–Espera y verás –dijo él, notando que las manos le temblaban en cuanto entraron en su dormitorio.
Cerró la puerta y corrió el pestillo para evitar que C. D. entrara, dejó el caramelo en la mesilla y fue hasta el ventanal para bajar el estor.
Iona estaba en medio de la habitación, respirando agitadamente. Aunque bajo la tenue luz sus facciones quedaban difusas, Zane no tuvo problemas en interpretar su gesto ansioso y expectante.
Sentándose en la cama y abriendo las piernas, atrajo a Iona hacia sí. Ella apoyó las manos en sus hombros y tomó la iniciativa, inclinándose para besarlo.
Su boca le supo dulce y exótica, una mezcla de azúcar y especias. Zane le pasó la lengua por los labios y, deslizando la mano por debajo del vestido, le asió las firmes nalgas. Luego siguió el trazo de encaje de la cintura de sus bragas y deslizó los dedos por debajo hasta alcanzar el punto caliente y húmedo, más potente que cualquier afrodisiaco.
–¿Quieres que nos desnudemos? –preguntó él, decidido a que ella marcara el paso aunque una dolorosa erección le presionara la ingle.
–Claro –dijo ella con aquel sensual acento que lo enloquecía.
Zane le bajó la cremallera del vestido. Ella bajó los brazos y sacudió suavemente los hombros para dejarlo caer al suelo; pero cuando Zane fue a desabrocharle el sujetador, dijo:
–Te toca a ti.
–Tienes razón –dijo Zane. Y se quitó la sudadera precipitadamente.
Cuando se llevó la mano a la bragueta, Iona lo detuvo y preguntó:
–¿Te importa si lo hago yo?
Zane rio tenso.
–Encantado.
Iona tiró de la cremallera para abajo y Zane la oyó exclamar cuando su masiva erección se liberó. Él volvió a reír y ella, ruborizándose, lo tomó en su mano.
Zane contuvo el aliento, concentrándose en el suave contacto y en la pausada exploración de Iona.
–¿Quién dice que el tamaño no importa? –dijo ella, riendo. Y Zane temió perder el conocimiento cuando la última gota de sangre de su cerebro se concentró en su sexo.
«Concéntrate, o no vas a poder ni empezar».
Sujetó a Iona por los hombros para detenerla. Tenía que retomar el control o Iona notaría hasta qué punto lo afectaba. Ella bajó la mano y lo miró a los ojos.
–¿Estás bien? –preguntó con la dulzura que la caracterizaba.
–Me toca a mí –dijo él con voz ronca.
Y haciendo que se volviera, le quitó el sujetador y le cubrió los senos desde detrás. Sus pezones se proyectaron contra sus manos a la vez que él acomodaba su sexo entre sus nalgas. Ella se arqueó contra sus manos y él deslizó una de ellas hacia su estómago y, por debajo de las bragas, alcanzó los carnosos labios de su sexo y el centro de su sensibilidad.
¿Cómo podía desearla con tanta intensidad una vez más? Tanto, que se sentía torpe e inexperto, como si fuera su primera vez.
Iona buscó con las manos sus muslos para asirse a ellos y mantener el equilibrio, a la vez que acompañaba con suaves gemidos las caricias de Zane, que la iban acercando al orgasmo mientras él tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para no adelantarse. Zane ocultó el rostro en el cabello de Iona y le rodeó la cintura con un brazo mientras con la otra mano seguía acariciándola, imparable. Hasta que el cuerpo de Iona se estremeció violentamente, alcanzando el orgasmo entre profundos gemidos.
El perfume de su clímax envolvió a Zane que, tomándola en brazos, la echó sobre la cama.
–Gracias. Eres todo un experto –dijo ella con expresión aturdida. Luego dirigió la mirada hacia la mesilla y con una pícara sonrisa, añadió–: ¿Vamos a usar el caramelo ahora?
–Sí –dijo. Y abriéndola, dejó caer un poco en los pezones de Iona y, dejando la botella, se inclinó para lamer y succionar el sirope.
Iona se revolvió y sacudió, atravesada por descargas que la irradiaban desde los pezones a cada rincón de su cuerpo, concentrándose en su pulsante sexo. Alzó las caderas y, con las mejillas encendidas, gimió:
–Por favor, Zane, te necesito dentro de mí.
Él la miró con expresión cargada de deseo, se incorporó y, sacando un condón de la mesilla, se lo puso.
Después, le dobló las piernas y se las abrió para penetrarla con un devastador empuje. Sentirle tan plenamente en su interior tomó a Iona de sorpresa, que se aferró a sus hombros. Él comenzó a moverse lentamente, intensificando y elevando el placer hasta que Iona entornó los ojos ante la fuerza de la hoguera que le quemaba el pecho y le recorría la piel, convirtiendo todo su cuerpo en pura sensación.
–Mírame –dijo él con voz ronca.
Iona abrió los ojos y vio algo fiero e intenso en los brillantes ojos de Zane. Él continuó acelerando el ritmo, incrementando el roce en su interior. Luego llevó los dedos al núcleo de su sexo.
–Vamos, explota de nuevo –dijo entre dientes.
Y la ola de un nuevo orgasmo embistió a Iona, cuyos gemidos se sincronizaron con los de Zane al alcanzarlo simultáneamente.
Cuando Iona empezó a recuperar la conciencia, Zane yacía laxo sobre ella, sus respiraciones entrecortadas se mezclaban.
«No fantasees. Solo es sexo, solo sexo», se dijo ella. Pero aun así, no pudo evitar una deliciosa sensación de bienestar al tiempo que le acariciaba la musculosa espalda a Zane y este dejaba escapar un gruñido de placer. Al llegar a un punto en el que sus dedos encontraron dos cicatrices en la cadera de Zane, Iona preguntó:
–¿Qué es esto?
Zane rodó sobre el costado e, incorporándose sobre el codo, se inclinó hacia ella.
–¡Ha sido increíble! –musitó, besándole la punta de la nariz.
Ella decidió esperar a otra ocasión para que Zane le respondiera. Zane le posó una mano en el vientre y comenzó a dibujar círculos. Ella reptó hacia el borde de la cama y, riendo, dijo:
–No empieces otra vez –y rescató su vestido del suelo.
–¿Por qué no?
–Porque tengo que darme una ducha y desayunar –dijo con mirada provocativa–. Una mujer no puede vivir solo de sexo, ¿sabes?
–Tienes razón –dijo él. Y levantándose, se puso los calzoncillos mientras Iona admiraba su espectacular cuerpo. Al inclinarse, la luz iluminó los dos puntos que ella había palpado y súbitamente creyó adivinar su origen.
–¿Quién te disparó?
–¡Perdona? –preguntó él, incorporándose.
–En la espalda, ¿no son disparos?
–¿De verdad quieres saberlo? –preguntó él.
–Sí –dijo ella, a pesar de que la mirada de Zane se veló.
Él suspiró, pero en lugar de buscar una excusa, comenzó:
–Seguíamos a un traficante que estaba en contacto con un gran narco. Cuando apareció, iba acompañado de una chica que no debía tener más de trece años… –Zane hizo una pausa y su expresión turbada conmovió a Iona–. Rompí el dispositivo y salí herido. Por mi culpa, no detuvimos al traficante.
–Pero la protegiste –susurró Iona.
–Era una niña –dijo él con la mirada perdida. No podía quedarme de brazos cruzados.
Claro que no. Zane era demasiado íntegro como para no actuar.
–Hiciste lo que debías –dijo Iona, conmovida.
–Mi jefe no pensó lo mismo –dijo Zane con una áspera risa–. Me suspendieron de servicio y dejé la policía a los dos meses.
–Pero hiciste lo que debías –insistió ella.
–Puede que sí –contestó Zane, encogiéndose de hombros. Luego fue hacia ella y, posándole la mano en la espalda, añadió–: Duchémonos juntos.
Iona se soltó de él. Estaba tan conmovida que pensó que aquella intimidad sería demasiado arriesgada.
–No, señor –dijo con coquetería–. Si nos duchamos juntos, no desayunaremos hasta el mediodía.
–No conozco ninguna mujer que coma como tú.
–¿Te molesta? –preguntó Iona, aunque por la mirada de admiración de Zane, era evidente que no.
–En absoluto. Una de las cosas que más me gusta de ti es tu apetito –dijo él. Pero Iona sospechó que no se refería solo a la comida. Luego Zane se levantó con un suspiro de resignación y dijo–: Está bien, me ducharé en el cuarto de invitados y te haré el desayuno. Pero te advierto que a cambio espero todo tipo de favores sexuales.
Inspirada por la mirada maliciosa de Zane, Iona tomó la botella de caramelo y bromeó:
–Mucho cuidado, Montoya, ahora tengo yo las armas –Zane gimió al verla abrir el bote y lamer las gotas que se deslizaban desde la tapa. Iona añadió–: Y estoy decidida a usarlas.
Y salió corriendo hacia el cuarto de baño, seguida de los gruñidos de frustración de Zane.
Cuando cerró la puerta con el corazón palpitante, tuvo que decirse que no tenía de qué preocuparse. Que a pesar del placer que le producía descubrir al Zane que se ocultaba tras una fachada, y encontrar al fascinante y complejo hombre que era, su relación seguía moviéndose en un terreno superficial.
¿Y si para seguir desvelando el misterio tenía que hacerle pervertidos favores sexuales?
Iona rio, y percibió en su propia risa una seguridad que no había sentido nunca antes.
«Bueno, si es inevitable, tendré que ser yo quien haga el trabajo sucio».