Capítulo Siete

 

 

 

 

 

–Tranquila, chica, ya falta poco para que venga –le dijo Iona a C. D.

Parecía increíble que su romance durara ya casi un mes. Los días pasaban a toda velocidad en una nebulosa de trabajo y sexo tórrido, que se había intensificado desde que ella se mudó a casa de Zane, hacía una semana.

En un principio había tenido sus dudas de aceptar la invitación, pero Zane consiguió convencerla de que sus reticencias eran absurdas. Eran dos adultos que tenían claro lo que había entre ellos y no tenía sentido que buscara otra casa cuando él estaba encantado de que se quedara en la suya. Finalmente, Iona accedió, diciéndose que en cuanto reuniera el dinero suficiente, reservaría un billete de vuelta a Escocia.

Añadió un poco de ocre al retrato que le había encargado uno de los clientes de Zane, por fin había conseguido dar salida a su arte. Había salido finalmente de la crisis económica gracias a una vecina de Pacific Grove, la señora Mendoza, cuando le pidió que le pintara un retrato de su Jack Russell, Zapata. El gato del señor Spencer, Figaro, era su décimo encargo. Y la casa de Zane era el perfecto lugar en el que pintar. Además, pensó para sí con una sonrisa, de tener otras ventajas evidentes.

Aquella mañana, Zane se había sorprendido tanto cuando ella se había unido a él en la ducha, que se le había caído el jabón. La forma en que reaccionaba a ella físicamente no dejaba de admirarla. Oír sus gemidos al arrodillarse ante él y cerrar su boca en torno a su miembro en erección le había proporcionado la prueba de que tenía la habilidad de hacer temblar a un hombre.

Adoraba la forma en que respondía a sus caricias y juegos. Encontrar los resortes que lo activaban, descubrir sus límites e intentar arrastrarlo hacia ellos se había convertido en una adicción tan fuerte como la que le había causado todo lo que él le hacía.

Iona dejó el pincel en el aguarrás y se desperezó a la vez que miraba con actitud crítica el retrato. Luego aclaró los pinceles y recogió el material, dando el trabajo por terminado, y fue hacia la cocina, con C. D. pisándole los talones.

Iona había preparado una lasaña.Tras ponerle agua y comida a C. D., sacó los ingredientes para una ensalada, asombrada de lo pronto que había entrado en la rutina de vivir en aquella casa.

Miró el reloj de pared. Eran las seis de la tarde. Cuando Zane llegara, en una hora, irían a dar un paseo con C. D. antes de la cena, o quizá irían a la cama antes de cenar.

Además del sexo, en la última semana, Iona había descubierto muchas cosas de Zane. Aunque se mostraba reacio a hablar de sí mismo, se había relajado lo bastante como para contarle algunas cosas, sobre todo relacionadas con trabajo.

Estaba secándose las manos con un paño cuando llamaron al timbre, y fue a abrir con la piel de gallina, pensado que Zane había adelantado su vuelta. Pero su alegría se apagó cuando, a través del pavés que enmarcaba la puerta, vio que no era él. Entonces, un sobre blanco apareció en la ranura del correo.

Iona aceleró y abrió la puerta a la vez que sujetaba a C. D. para que no saliera corriendo detrás de la mujer que ya volvía hacia un coche rojo, con un niño en brazos.

–Hola, ¿puedo ayudarte en algo? –dijo Iona, elevando la voz.

Su decepción se transformó en curiosidad cuando levantó el sobre y vio que tenía escrito el nombre de Zane.

La mujer se volvió bruscamente.

–Hola, pensaba que no había nadie.

Al verla acercarse, Iona sintió una punzada de envidia al ver lo alta y esbelta que era. Con una perfecta melena rubia, unos marcados pómulos y espectaculares ojos verdes, parecía una modelo. Un sencillo vestido de flores y una cazadora vaquera le daban un encantador aire bohemio. El niño, que Iona calculó debía tener un año, tenía el cabello oscuro y rizado, y la misma piel de seda que su madre.

–Siento molestarte, ¿eres la asistenta de Zane? –preguntó la desconocida, sin dejar de sonreír.

Iona la miró, desconcertada. Era difícil explicar quién era.

El niño asió un mechón de cabello de su madre y miró a Iona fijamente. Al tiempo que su madre reía y liberaba su cabello, Iona observó al niño y, asombrada, vio que tenía los ojos azules, y el mismo círculo oscuro alrededor del iris que Zane.

–No exactamente –balbució–. Me llamo Iona MacCabe y estoy medio instalada aquí.

La mujer pareció sorprendida, pero se recuperó inmediatamente. Si era una de las amantes de Zane, no pareció especialmente molesta por las circunstancias.

–Eres escocesa –comentó sin dejar de sonreír.

–Y tú inglesa –dijo Iona, que en ese momento notó el acento de su interlocutora.

–¡Qué gracia! Soy Tess Tremaine –le tendió la mano–. ¡No, Tess Graystone! ¿Puedes creer que llevamos meses casados y todavía no me acostumbro a mi nuevo apellido?

Estrechó la mano de Iona enérgicamente mientras el niño continuaba mirando a Iona fijamente.

–Nate dice que es porque estoy planeando huir con el encargado, Manolito –Tess puso los ojos en blanco–. ¡El pobre hombre tiene al menos setenta años!

Su risa se le contagió a Iona, que la encontró encantadora.

–Estoy muy agradecida a tu marido –dijo–. He estado alojada en su casa de Pacific Grove hasta hace una semana.

–¡Eras tú! –los ojos de Tess se iluminaron con una mezcla de alegría y curiosidad–. ¿Y ahora te has medio instalado con Zane?

Iona asintió, aunque no sabía muy bien por qué la noticia era recibida con tanto entusiasmo.

–¡Qué interesante! –dijo Tess, cambiándose al niño de cadera–. Me temo que vas a tener que invitarme a un té para que pueda interrogarte. Solo he conocido a dos parejas de Zane, y te aseguro que las dos resultaban terriblemente aburridas comparadas contigo –concluyó, indicando la camiseta manchada de pintura, los viejos vaqueros y los pies descalzos de Iona.

Esta rio, conquistada por la simpatía de la mujer y muerta de curiosidad a su vez por averiguar algo más de ella.

–Adelante –dijo, dándole paso. Pero al mirar de nuevo al niño, no pudo evitar añadir–: Siempre que me permitas interrogarte sobre Zane.

–Me parece justo –dijo Tess sin titubear–. Aunque no sé si puedo servirte de algo. Aunque Zane y Nate han sido siempre amigos, me temo que desde que Brandon nació, se han distanciado. Precisamente por eso he venido –lanzó una mirada al sobre que Iona todavía tenía en la mano–. Espero que venga al bautizo. De hecho, pretendo hacerle sentir culpable para que se vea obligado a venir.

Iona dejó el sobre en la encimera y puso agua a hervir. Así que, efectivamente, Brandon era hijo de Zane.

El nudo que se le formó en el estómago no tenía justificación, así que decidió ignorarlo. Ella estaba solo de paso, mientras que Tess era la madre de su hijo. No tenía derecho a sentirse ni traicionada ni dolida. Pero al sacar dos tazas, creyó encontrar una razón para sentirse irritada. ¿Por qué no le habría hablado del niño? ¿No lo merecía aunque solo fuera su amante?

–¿Estás bien? –preguntó Tess, tocándole el brazo–. Has palidecido.

–Sí, yo… –Iona se volvió hacia ella y decidió decir la verdad–. Pareces extremadamente razonable, Tess, y no sé qué circunstancias dieron lugar al nacimiento del niño, pero Zane nunca me ha hablado de Brandon. Y te aseguro que, si no va a ver a su hijo, no es porque yo se lo impida.

Tess enarcó las cejas, atónita, antes de estallar en una carcajada.

–¡Brandon no es hijo de Zane! –explicó finalmente–. Es el hijo de Nate.

Iona observó de nuevo al niño.

–Pero si tiene los mismos…

–El azul de los ojos y el círculo oscuro son una característica genética –interrumpió Tess, intuyendo lo que Iona iba a señalar–. Se trata de una anomalía genética de la rama masculina de los Graystone.

Iona se quedó perpleja. Con una sola frase, había obtenido más información del padre de Zane que en un mes.

–Perrito –balbució el niño, gesticulando con entusiasmo hacia C. D.

–¿Por qué no le das a Chocolate Derretido un abrazo? –dijo Tess, dejando al niño en el suelo y llevándolo de la mano hasta la cesta de la perra.

Así que el pinche gringo era también padre de Nate, el mejor amigo de Zane. Y Tess era una mujer agradable y simpática, que parecía dispuesta a proporcionarle la información que quisiera.

Iona apagó el fuego y preguntó:

–¿Cuánto rato tienes, Tess?

Tess rio y miró el reloj.

–Soy toda tuya por media hora.

Tener a Tess como fuente de información era una tentación difícilmente rechazable.

 

 

–¡Pero es ridículo! –comentó Iona, mojando en el té la segunda galleta–. ¿Cómo pueden ser amigos y hermanos y no hablar de ello?

–Es más que ridículo –dijo Tess, que tenía a su hijo sentado en el regazo, convirtiendo su galleta en una masa pastosa–. Sobre todo ahora que tenemos a Brandon. Zane es su tío, pero no nos está permitido decirlo –se encogió de hombros con gesto de desesperación–. Yo solo sé que hablaron de ello cuando eran pequeños y que como consecuencia de lo que pasó, Nate se niega a volver a mencionarlo hasta que Zane lo haga. Y como este jamás ha vuelto a hablar de ello… De hecho, tengo la sospecha de que por eso mismo apenas lo vemos desde que nació Brandon. ¿Entiendes a lo que me refiero cuando digo que son unos testarudos?

–¿Qué pasó cuando eran pequeños?

–Nate nunca me lo ha contado porque yo creo que todavía le duele. Cuando Zane fue a vivir con su abuelo a San Revelle se convirtió en su héroe –explicó Tess, refiriéndose al castillo que el bisabuelo de Nate había construido en Half-Moon Bay, en el que ella y Nate vivían en el presente–. María trabajaba de ama de llaves en la casa y Zane y ella vivían en la propiedad, así que Nate pasaba todo su tiempo libre con ellos. Solo años después supo que María había ido a trabajar allí después de que sus padres la despidieran.

Por quedarse embarazada del padre de Nate, dedujo Iona, indignada por lo que Tess le había contado sobre el pasado de María y el comportamiento del hombre que había seducido a su empleada adolescente para echarla de casa cuando se quedó embarazada. Por lo que parecía, la opinión de Juana sobre Harrison Graystone no estaba desencaminada.

Los Glamurosos Graystone, tal y como la prensa rosa se refería a los padres de Nate, se habían matado en un accidente aéreo hacía diez años, pero casi nadie había lamentado su pérdida. Ni siquiera Nate, que se había distanciado de ellos muchos años atrás.

Iona pensó que era extremadamente triste que el comportamiento indigno de Harrison Graystone hubiera terminado por destruir la amistad que había entre sus dos hijos.

Tess suspiró a la vez que le limpiaba la boca a Brandon.

–Solo sé que cuando Nate descubrió la verdad sobre Zane se volvió loco de alegría. Siempre había querido una familia y consideraba a María una especie de madre adoptiva. Así que, naturalmente, fue corriendo a contárselo a Zane, sin imaginar cómo reaccionaría… –Tess fue bajando la voz como si le resultara doloroso recordar lo que le habían contado–. ¡El pobre solo tenía doce años!

–¿Qué pasó?

–Zane se enfureció –dijo Tess con tristeza–. Empezó a pegar a Nate hasta que María los separó.

Iona dejó escapar una exclamación ahogada, imaginando tanto el desconcierto de Nate como el sufrimiento de Zane.

El Zane que conocía se esforzaba por mantener sus emociones bajo control. Y por primera vez se preguntó si la causa era la necesidad de ocultar un profundo dolor, y no el deseo de llevar siempre las riendas, tal y como había creído hasta ese instante.

–¿Crees que Zane reaccionó así porque para él fue un shock?

–Yo creo que es más complicado que eso –dijo Tess, sacudiendo la cabeza–. Nate está convencido de que Zane ya sabía quién era su padre. Por eso mismo se niega a volver a mencionar el tema. Para él, Zane rechazó la conexión que había entre ellos de una manera tajante, así que adoptó el Código Masculino para salvar su amistad.

–¿El Código Masculino?

–Actuar como si no hubiera pasado nada –dijo Tess, poniéndose en pie y colocándose a Brandon, que empezaba a impacientarse, en la cadera–. Y por más que le digo que esa no es manera de resolverlo, Nate no da su brazo a torcer.

–¿Y piensas que puedes persuadir a Zane si consigues que vaya al bautizo? –preguntó Iona, dándose cuenta de las intenciones de Tess.

–Así es. Elegimos el nombre de Brandon porque es el segundo nombre de Zane –Tess se sentó de nuevo–. ¿Crees que es una locura? Comparado con Zane, Nate es un amateur evitando temas –resopló–. Pero es que estoy desesperada. Cada vez que lo vemos, tengo la sensación de que hay un elefante en la habitación que ninguno de los dos quiere ver, pero con el que yo me tropiezo todo el rato. Quiero saber por qué no pueden ser hermanos igual que son amigos. Y creo que Nate se hace la misma pregunta, aunque no la exprese. Pero hay algo peor, Nate le pidió a Zane la semana pasada que fuera el padrino de Bran, y se negó en rotundo. Sospecho que incluso discutieron pero, para variar, Nate no ha querido hablar de ello.

–¿Cuándo es el bautizo? –preguntó Iona, aunque se dijo que no debía entrometerse.

Tess le caía bien, y podía comprender perfectamente su frustración. Pero lo más importante era que sentía lástima de Zane y de su empeño en aislarse, no ya de Nate y de su sobrino, sino también de su madre y de su familia.

Oír a Tess hablar de cómo había reaccionado al darle Nate la noticia le había recordado a Iona la actitud distante con la que había actuado con la familia de María en la quinceañera. Daba la sensación de que cuanto más se esforzaba la gente por acercarse a él, más se empeñaba él en alejarse. ¿Por qué le resultaba tan difícil sentirse próximo a los demás?

Zane necesitaba afecto, y ella lo sabía porque en la escasas ocasiones en las que, mientras hacían el amor, bajaba las defensas, había podido atisbar que necesitaba más que nada aquello que tanto se esforzaba en ocultar.

Quizá era arrogante por su parte, pero Iona pensó que quería ayudarle en la medida de sus posibilidades. Después de todo, también él la había ayudado a ella.

–El bautizo es el jueves que viene –dijo Tess–. ¿Crees que puedes conseguir que venga? –preguntó, esperanzada.

–Le daré la invitación –Iona tomó el sobre–, y me aseguraré de que la lea. Me temo que no puedo prometerte nada más.

No creía que pudiera persuadir a Zane, pero al menos lo intentaría.

–Muchas gracias, Iona. No sabes cuánto te lo agradezco.

–¿Quieres darme tu teléfono para que pueda avisarte si tengo suerte?

–Claro –Tess sacó su móvil e intercambiaron números–. Y ahora tienes que contarme algo más sobre Zane y tú.

–En realidad, no hay nada que contar. Lo nuestro es solo… temporal –dijo Iona, aunque las palabras le pesaron en la boca–. No es nada serio. Por eso no debes contar demasiado con que consiga convencerle.

Tess parpadeó.

–Iona, sé que estoy siendo indiscreta, y apenas te conozco, pero ¿te ha mencionado Zane sus Reglas de Oro?

–No.

Tess dejó a Brandon en el suelo y lo miró gatear hacia C. D. antes de volverse de nuevo hacia Iona.

–Que conste que solo lo sé por Nate y que casi tuve que torturarlo para que me lo contara, una vez que le dije lo raro que era que ninguna mujer hubiera conquistado a Zane. Ya sabes a qué me refiero: es guapo, seductor y ridículamente sexy. Solo le falta llevar un cartel diciendo: «Puedo provocarte el mayor orgasmo de tu vida».

Iona rio al tiempo que se ruborizaba hasta la raíz del cabello.

–¿Ves? –continuó Tess–. Estaba segura de que era espectacular en la cama.

Iona tosió y rio simultáneamente, totalmente abochornada.

–¡Qué envidia! –dijo Tess, riendo–. ¿Tienes idea de lo que le hace un bebé a tu vida sexual? Últimamente Nate y yo prácticamente tenemos que hacer una cita para alcanzar un orgasmo.

Iona estalló en una carcajada.

–¿Y cuáles son las Reglas de Oro de Zane? –preguntó.

–Espera que recuerde. La primera es que no se acuesta con una mujer la primera vez que sale con ella porque no quiere parecer necesitado. Por tu cara, sospecho que rompió esa regla. Zane siempre dedica a sus ligues el Discurso antes de acostarse con ellas.

–¿Qué Discurso?

–Les advierte que es algo superficial y estrictamente temporal.

–Bueno, sí, me dijo algo por el estilo.

–¿Solo algo así? –preguntó Tess con expresión risueña–. No parece que esté poniendo un especial empeño en cumplir sus Reglas de Oro –miró a Brandon para asegurarse de que no torturaba a C. D.–. Y más, teniendo en cuenta que las dos últimas ya se las ha saltado.

–¿Cuáles son?

Tess las enumeró a la vez que las marcaba con los dedos.

–No presenta a sus ligues a su familia. Y contigo ha ido a la fiesta de su prima… Y todavía queda la más importante: jamás deja que ninguna mujer se instale aquí. Jamás.

–¿De verdad?

Tess sacudió la cabeza.

–Si no recuerdo mal, le contó a Nate que hace tiempo que no deja que nadie se quede en su casa más de una noche. Y sin embargo, aquí estás tú –Tess olfateó el aire–, cocinando deliciosas cenas, trabajando en tu arte, haciéndote amiga de la adorada perra de Zane. Puede que pienses que es solo temporal, pero las pruebas indican lo contrario.

Iona sintió que el corazón le daba un vuelco.

–Lo que me lleva a la siguiente pregunta –Tess se inclinó hacia adelante y miró fijamente a Iona–. ¿Qué te hace pensar que no puede llegar a ser una relación seria?

Iona abrió la boca para explicar todas las razones que apenas hacía un mes habrían resultado perfectamente lógicas: que tenía una vida en Escocia, que el acuerdo que tenía con Zane era el de mantener su relación a un nivel superficial… Pero ya no le sonaba sincero.

–Hay distintas razones… –balbució. Tess enarcó las cejas.

–No lo dudo, pero ¿no las hay también para pensar que tenéis posibilidades? Zane es un hombre fascinante, complejo y atractivo, y tú pareces ser la única mujer que ha roto sus barreras. Claro que si no lo pasas bien con él…

–Lo paso maravillosamente –se apresuró a decir Iona. Y por cómo la miró Tess supo al instante que había dejado entrever más de lo que habría querido.

Un gran ruido les hizo volverse y vieron a Brandon en el suelo con una mueca de dolor. Tess lo levantó en brazos antes de que estallara en llanto.

–Bran, vamos, no te has hecho daño –dijo, acomodándoselo en la cadera–. Será mejor que me vaya.

Tras recoger su bolso, Tess concluyó:

–Ha sido un placer conocerte, Iona. Espero verte pronto.

–Haré lo posible para que Zane vaya al bautizo –dijo Iona, acompañándola a la puerta.

–Con que consigas que se lo piense, te estaré eternamente agradecida –dijo Tess, apretándole una mano afectuosamente–. Pero, ¿podrías hacerme un favor aún mayor?

–¿Cuál?

–No te vayas a Escocia demasiado pronto. A pesar de sus defectos, Zane es un hombre maravilloso y se merece a alguien especial en su vida.

Miró el reloj. Zane volvería pronto. ¿Y si Tess tenía razón? En el fondo ella ya sabía que su relación no era tan superficial como decía, o ya se habría marchado a Escocia. Pero ¿y si tampoco lo era para Zane? ¿Tenía ella el valor de comprobarlo, de arriesgarse a que la rechazara?

 

 

–Fantástico. Mantengamos una videoconferencia con tu contacto en Ocean Beach; luego podemos entregar las pruebas a la policía de San Diego –Zane terminó la llamada con su detective.

Estaban a punto de detener a un estafador, pero no notaba el entusiasmo que solía acompañar al final de un caso. Quizá porque cada vez hacía el trabajo más distraído y echando de menos permanentemente a Iona.

Desde que se había mudado a su casa, dejarla por la mañana era una tortura porque era consciente de que el tiempo que les quedaba juntos se les escapaba entre los dedos. El último mes había pasado a toda velocidad; y Zane sabía que se aproximaba el día en que Iona se subiría a un avión y se marcharía.

Se puso en pie y fue a guardar en el maletín los documentos que debía revisar aquella tarde, aunque estaba seguro de que ni siquiera los sacaría de la carpeta.

No tenía sentido estar tan angustiado porque Iona fuera a marcharse, cuando se había sido el plan desde el primer momento. Afortunadamente, aquella necesidad de tenerla cerca iría remitiendo, o eso esperaba.

Cuando ya llegaba al aparcamiento, le vibró el teléfono. Al ver que era su madre, ignoró la llamada y subió al coche. Apenas había charlado con ella desde la quinceañera. Su madre siempre intentaba hablar de su padre y, durante años, Zane había podido evitar el tema sin ningún problema. Pero durante la última semana, desde el momento en que había rechazado la invitación de Nate a ser padrino de Brandon, cada vez se le resultaba más difícil.

Evitar era su lema siempre que se trataba de hablar de su padre, de Nate y de su hijo Bran, porque la alternativa era insoportable; y no podía arriesgarse a tener un nuevo enfrentamiento con él.

Le bastaba recordar la mañana de hacía catorce años para sentir el contacto de sus nudillos en la cara de Nate, su piel y su sangre, su camiseta ensangrentada y sus gemidos de dolor… Hasta que los gritos de su madre habían atravesado su ira.

La vergüenza lo golpeó con fuerza al recordar la desilusión de Nate la semana anterior. Aunque su tristeza era evidente, no había pedido explicaciones, y Zane no había tenido el valor de decirle por qué no podía ser el padrino de Brandon.

Porque Bran le fascinaba. Todavía se acordaba de la emoción con la que había entrado en la maternidad y había visto a Nate con aquella criatura en brazos. Pero ver crecer a Bran le había hecho recordar el soterrado odio que había marcado cada día de su adolescencia y que tanto se esforzaba por reprimir como adulto.

Brandon era otro niño con los ojos de los Graystone, y eso significaba que Zane no soportaba pasar demasiado tiempo con él.

Su madre no sabría nunca todo lo que él sabía de su padre, Harrison Graystone. Y él no se lo diría porque ya había sufrido suficiente. Así que hasta que ella no se olvidara de hablar con él sobre Nate, Bran y su padre, tendría que seguir evitándola.

Puso el aire acondicionado y aceleró, porque solo había una cosa que podía aliviar su malestar: Iona.

 

 

Al oír la puerta y el murmullo de la voz de Zane, el corazón se le aceleró, y en cuanto lo vio entrar en la cocina, se quedó sin aliento, tal y como le pasaba cada vez que llegaba. Sin embargo, también percibió su expresión cansada y las marcas oscuras bajo sus ojos.

–¿Qué pasa? –preguntó Iona al ver que en lugar de acariciar a C. D. cuando esta saltó a saludarlo, la ahuyentó de malas maneras.

Zane la tomó por la muñeca y la atrajo hacia sí.

–Nada que no puedas arreglar tú –dijo. Y la abrazó con fuerza.

Iona sintió su sexo endurecido contra el vientre y aspiró el aroma de Zane. El sexo era fácil, sencillo. Y le ayudaría a olvidar la tensión que se le había acumulado en el estómago.

–La cena huele maravillosamente –dijo él, tomándole el rostro entre las manos–, pero ahora mismo no quiero comida. Te quiero a ti.

–Entonces estás de suerte –dijo ella, prefiriendo entregarse a la inconsciencia del sexo que preguntarse lo que sentía por él–. Porque la cena se puede recalentar.

El rumor de la risa de Zane reverberó en Iona. Y cuando él la besó, su sabor, su aroma y su tacto le hicieron olvidar todo lo demás.

Zane exploró su boca a la vez que le asía las nalgas con fuerza y maldecía entre dientes cuando tuvo que pelear con el botón de sus pantalones antes de conseguir soltarlo. Luego metió la mano y presionó su sexo por encima de las bragas.

–Espera, Zane –ella puso su mano sobre la de él para detener su exploración.

–¿Por qué? –preguntó él–. Estás totalmente húmeda.

–Lo sé, es que… –Iona miró a su alrededor, buscando una excusa que le diera tiempo de recuperarse de la vulnerabilidad que sentía–. Deberíamos ir arriba. Aquí está C. D.

–Es un perro, no un niño –dijo él con aspereza. Pero retiró la mano, y chasqueando los dedos, añadió–: C. D., fuera.

La perra obedeció y Zane cerró la puerta tras ella.

–¿Mejor así?

–Sí, pero…

Antes de que continuara, Zane alzó a Iona en el aire y la subió a la encimera. Le quitó los pantalones y las bragas y los tiró al suelo. Iona apoyó las manos cuando él le colocó las piernas sobre sus hombros y la obligó a inclinarse, para exponerla totalmente a él.

Entonces Zane se inclinó y la acarició con la lengua, primero suavemente, luego con fuerza, hasta que ella comenzó a gemir de placer. Iona intento contenerse, pero el frenético orgasmo la sacudió violentamente. Zane alzó la cabeza. Sus ojos color zafiro la observaron mientras liberaba su sexo y, a la vez que ella se asía a su cuello y probaba en sus labios su propio sabor, la penetró con fuerza, profundamente.

La súbita invasión, tan completa, tan brusca, no sorprendió tanto a Iona como la rapidez con la que volvió su excitación a medida que Zane se mecía en su interior. Clavando los dedos en sus caderas, Zane la arrastró de nuevo al límite con sus embates. Hasta que el orgasmo volvió a sacudirla en una sucesión de oleadas de una intensidad creciente que acabaron en un gemido prolongado y convulso.

Zane gritó acompañándola, con la frente empapada en sudor y el rostro oculto en el cuello de Iona a la vez que se vaciaba en ella.

Con manos temblorosas, Iona le acarició la cabeza y el cuello. El corazón le latía con tanta fuerza que lo sentía golpear contra sus costillas.

Se sentía como si acabara de sobrevivir a una explosión nuclear. Gimió cuando Zane salió de ella, aún firme y, reajustándose los pantalones, se alejó, dejándola exánime y temblorosa.

Iona pudo sentir los restos pegajosos del semen de Zane cuando bajó y, manteniéndose sobre las piernas temblorosas, se vistió.

Zane miraba por la ventana, en actitud tensa, las manos apoyadas en el fregadero y la cabeza agachada.

–Lo siento –susurró con la voz teñida de una emoción que Iona no supo interpretar.

Alzó la cabeza cuando ella se acercó, pero no la miró.

–No soy mejor que él –musitó con voz apenas audible.

–¿Por qué te disculpas? –preguntó Iona.

Zane se pasó la mano por el cabello y la miró.

–Me he comportado como un animal. Ni siquiera he parado para ponerme un condón.

–Te habría pedido que pararas si así lo hubiera querido –dijo ella, sin comprender por qué Zane se avergonzaba de su comportamiento.

–¿Por qué crees que te habría hecho caso?

–Porque te conozco –dijo ella, sorprendida por la pregunta–. Y sé que nunca harías algo así.

–Eso solo demuestra que no me conoces –dijo él, sacudiendo la cabeza.

Iona posó la mano en su espalda y lo notó tensarse.

–Zane, ¿de qué estás hablando? Ha sido sexo consentido por ambos, y que los dos hemos disfrutado –dijo ella, masajeándole la espalda para intentar relajarlo–. No tienes por qué disculparte.

Zane dejó escapar una risa seca.

–¿A quién te referías cuando has dicho que no eras mejor que él? –preguntó Iona.

Zane la miró con una expresión tan triste que se le encogió el corazón.

–A mi padre. Violó a mi madre –dijo él, irguiéndose y metiendo las manos en los bolsillos–. Así fui concebido.

A la perplejidad de Iona le siguió la compasión por el controlado tono de indiferencia de Zane.

–¿Cómo lo sabes, te lo ha dicho tu madre?

Zane miró a Iona fijamente con expresión ausente. Luego frunció el ceño y contestó:

–Claro que no. Nunca he hablado con ella de él. Solo podría hacerle daño.

Iona lo dudaba. La María Montoya que había conocido amaba a su hijo, y dudaba que quisiera que sufriera como lo hacía en aquel momento.

–Entonces, ¿cómo sabes que fue una violación?

–Porque los vi juntos en la casa en la que vivíamos, cuando yo tenía doce años –dijo él con renovada amargura–. Y lo intentó de nuevo.

–¡Dios mío! –musitó Iona, imaginando el horror por el que habían pasado madre e hijo–. Zane, lo siento mucho –añadió, acariciándole el brazo.

–Tranquila. Solo lo intentó. Lo vi por la ventana, sujetándola. Al principio pensé que estaba besándola –Zane miró a Iona y el dolor que esta vio en sus ojos le rompió el corazón–. Pero pronto me di cuenta de que ella no le devolvía el beso, sino que forcejeaba. Yo quería ayudarla, pero estaba paralizado. No hice nada.

–¿Le hizo daño? –preguntó Iona, rezando para que la respuesta fuera negativa.

–No. Ella lo abofeteó con fuerza, y él gritó algo sobre lo mojigata que se había vuelto y que en el pasado le gustaba. Y luego oí que ella decía: «No lo disfruté. Me violaste y tú lo sabes. No te atrevas a acercarte a mí nunca más o te mato». Entonces él contestó: «Si fue tan desagradable, ¿por qué tuviste al niño?». Y yo salí corriendo y me escondí. Cinco minutos más tarde oí su coche alejarse, y cuando reuní el valor para volver, la encontré en casa, haciendo la comida, actuando como si no hubiera pasado nada. Pude ver que le temblaban los dedos y quise decir algo, disculparme, confortarla. Pero, qué podía decir cuando era parte del hombre que la había tratado así.

–Eso es absurdo, Zane –susurró Iona–. ¿Por eso no quieres tratar con el hijo de Nate? –preguntó–. ¿Intentas proteger a tu madre?

Zane la miró desconcertado por unos segundos. Luego frunció el ceño con fuerza y exclamó:

–¿Cómo demonios sabes de Nate? Ni siquiera lo conoces.

Iona no se inmutó ante su tono acusatorio.

–Tess ha venido esta tarde para traerte esto –sacó la invitación del bolsillo–. Está ansiosa por que vayas al bautizo.

Iona le tendió el sobre, pero Zane se limitó a mirarlo hasta que ella bajó la mano.

–Ha venido con Brandon y yo… –Iona hizo una pausa–. He creído que era hijo tuyo. Ella me ha dicho que era de Nate, hemos tomado un té y… hemos charlado un poco.

Zane masculló entre dientes.

–¿Un poco? ¿Qué quieres decir que la has sometido a un interrogatorio?

La furia con la que la miraba bastó para que Iona supiera que había traspasado una raya infranqueable, y la brutal y despectiva acusación fue como una bofetada.

Si necesitaba una prueba de que lo que había entre ellos no significaba nada para él, la tenía. Desafortunadamente, unos segundos antes, al ver expuesto su dolor, había descubierto que, para ella, aquella relación nunca había sido superficial.

En el último mes había llegado a depender de él y de lo que le hacía sentir: mimada, importante, deseada. Pero lo peor era que, en las pocas ocasiones en las que bajaba sus defensas, la había hecho sentir que la necesitaba.

Sin embargo, en aquel momento supo que todo lo que había hecho Zane emanaba de su necesidad de protegerla. Igual que lo obsesionaba proteger a su madre, se había sentido en la obligación de proteger a la jovencita de la que había abusado un estafador.

–Te equivocas. Lo que quiero decir es que Tess y yo hemos mantenido una conversación adulta sobre un hombre que me importa –dijo, negándose a dejarle ver hasta qué punto le había hecho daño.

–¿Yo te importo? Si es así, quizá ha llegado la hora de acabar esto.

Iona se estremeció, pero no dejó que el arranque de ira de Zane la distrajera. Era evidente que el nacimiento de Brandon había hecho aflorar sus sentimientos hacia su padre.

–Te adoran, Zane –continuó–. No solo Tess, Nate y tu madre, sino toda su familia. ¿No te das cuenta de que es una locura que te aísles de ellos por la absurda idea de que eres responsable de los crímenes de tu padre?

Se marcharía en cuanto fuera posible. Y nunca le diría que lo amaba, pero al menos quería que supiera hasta qué punto estaba equivocado.

La cabeza le iba a estallar. Había poseído a Iona sobre la encimera, sin el más mínimo autocontrol. La había utilizado de la peor manera posible y, sin embargo, ella actuaba como si no pasara nada.

Y encima quería hablar de Nate, de Tess y de su madre. ¿No se daba cuenta del tipo de hombre que era? ¿De que no se merecía a ninguno de ellos?

 

* * *

 

En aquel momento no podía encontrar la solución ni seguir hablando. Solo pensar que podía haberla dejado embarazada le causaba pánico. ¿Qué haría si fuera así?

Cuando la besó levemente, notó que le temblaban los labios y se odió a sí mismo. Pero también se prometió compensarla aquella misma noche. Porque, pasara lo que pasara, tenía claro que no podía perderla.

Salió a correr con C. D. y volvió media hora más tarde, sudoroso y exhausto, pero con un plan de acción. Jamás había tenido que suplicar nada, pero había llegado el momento de hacerlo.

La casa estaba extrañamente silenciosa cuando la cruzó hacia la cocina. La perra gimió como si algo fuera mal. Entonces Zane vio el plato con lasaña y una nota al lado con la letra de Iona, y supo al instante de qué se trataba.

 

Eres un buen hombre, Zane. Pregúntale a tu madre y ella te lo contará. Y no olvides cuidar de ti y de tu maravillosa perra.

Iona