Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Rápido, Lou, bombonazo a tu derecha.

Louisa di Marco dejó de teclear al escuchar el urgente susurro de la ayudante de redacción, Tracy.

–Tengo que terminar esto, Trace –murmuró–. Y yo me tomo mi trabajo muy en serio.

Ella era una profesional, una de las redactoras de la revista Bush más populares y respetadas entre sus colegas. Pero el artículo sobre los pros y los contras de las operaciones de aumento de pecho estaba dándole quebraderos de cabeza. ¿Cuáles eran los pros? Así que no iba a distraerse porque un tipo guapo hubiese entrado en la oficina.

–Estoy hablando de un ejemplar fabuloso –insistió Tracy–. No te lo pierdas, de verdad.

Louisa siguió tecleando sin hacerle caso hasta que, por fin, se decidió a mirar.

–Espero que sea algo bueno de verdad.

Louisa giró la cabeza sin esperar demasiado porque los gustos de Tracy no solían coincidir con los suyos. Pero el tipo, por feo que fuera, no podría provocarle tantas náuseas como las fotos que llevaba toda el día mirando.

–¿Dónde está ese adonis?

–Ahí –Tracy señaló hacia el fondo de la oficina–. El tipo que está hablando con Piers –añadió, con tono reverente–. ¿No es para morirse?

Louisa esbozó una sonrisa. Le gustaba saber que no era la única demente en la oficina.

Detrás de las demás redactoras, todas tecleando como locas el último viernes antes de galeradas, vio a dos hombres de espaldas, frente al mostrador de recepción… y tuvo que contenerse para no lanzar un silbido.

Tracy no solo la había sorprendido, la había dejado atónita. Ni siquiera podía ponerle una pega, al menos desde aquel ángulo. Alto, de hombros anchos, con un traje de chaqueta azul marino que parecía hecho a medida, Adonis hacía que el editor, Piers Parker, que medía al menos metro ochenta, pareciese un enano.

–¿Qué te parece? –preguntó Tracy, impaciente.

Louisa inclinó a un lado la cabeza. Incluso a veinte metros de distancia, el hombre merecía un suspiro de admiración.

–Desde luego, tiene un trasero estupendo, pero debo verle la cara antes de emitir un juicio. Como sabes, nadie entra en la categoría de bombón a menos que haya pasado el test de la cara.

Erguido, con las piernas separadas, Adonis eligió ese momento para meter las manos en los bolsillos del pantalón. Su expresión corporal denotaba enfado, pero a Louisa le daba igual porque, al hacerlo, había levantado la chaqueta, dejando claro que no estaba equivocada: tenía un trasero de escándalo. Si se diera la vuelta…

Louisa se llevó el bolígrafo a los labios, esperando. Aquello era mucho mejor que los implantes de silicona.

El ruido de la oficina y las conversaciones empezaron a disminuir a medida que las mujeres se fijaban en el recién llegado. Louisa casi pudo escuchar un suspiro colectivo.

–A lo mejor es el nuevo ayudante de redacción –dijo Tracy, esperanzada.

–Lo dudo. Lleva un traje de Armani y Piers prácticamente está haciendo genuflexiones. Y eso significa que, o Adonis es del consejo de administración, o es un jugador del Arsenal.

Aunque con ese cuerpo tan atlético no le sorprendería que fuese deportista, Louisa estaba segura de que un futbolista no tendría ese aire tan sofisticado.

Casi tenía que contener el aliento. Había pasado tanto tiempo desde que sintió el deseo de flirtear con un hombre que casi no reconocía la sensación. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se emocionó al ver a un hombre guapo? En su mente se formó una imagen que descartó de inmediato.

«No vayas por ahí».

Pero ella sabía que había sido tres meses antes. Doce semanas, cuatro días y… dieciséis horas para ser exactos.

Luke Devereaux, el guapísimo, encantador lord Berwick, que en realidad era una cobra venenosa, ya no le afectaba en absoluto.

Piers se volvió para señalarla a ella. Qué raro, pensó. Adonis se volvió también y cuando un par de penetrantes ojos grises se clavaron en su rostro, Louisa se quedó sin respiración.

El corazón le latía como una apisonadora, la sangre se le subió a la cara y el vello de la nuca se le erizó. Y entonces, el recuerdo que había intentado suprimir los últimos tres meses la golpeó como una bofetada: unos dedos acariciándola, unos labios insistentes sobre el pulso que le latía en el cuello, ola tras ola de un orgasmo eterno sacudiéndola hasta lo más profundo…

Louisa experimentó una mezcla de nervios, furia y náuseas.

¿Qué estaba haciendo allí?

No era Adonis. El hombre que se acercaba a ella era el demonio reencarnado.

–Viene hacia aquí –anunció Tracy–. Ay, Dios mío, ¿no es el aristócrata ese… como se llame? Ya sabes, el que salió en la lista de los británicos más deseados. Tal vez haya venido a darte las gracias.

Para nada, pensó Louisa amargamente. Ya se había vengado de eso tres meses antes.

Nerviosa, irguió los hombros y cruzó las piernas, el tacón de su bota golpeó la silla como la ráfaga de una ametralladora.

Si había ido para volver a intentar algo con ella lo tenía claro.

Se había aprovechado de su confiada naturaleza, de su innato deseo de flirtear y de la incendiaria atracción que había entre ellos, pero no volvería a pillarla desprevenida.

 

* * *

 

Luke Devereaux recorrió en un par de zancadas el espacio que lo separaba de ella. Apenas se fijó en el editor que le pisaba los talones o en el mar de ojos femeninos clavados en él. Toda su atención, toda su irritación, concentrada en una mujer en particular. Que estuviese tan guapa como la recordaba, el brillante pelo rubio enmarcando un rostro angelical, el fabuloso escote acentuado por un vestido ajustado de estampado llamativo y unas piernas interminables, lo obligó a hacer un esfuerzo para mantener la calma.

Las apariencias podían ser engañosas.

Aquella mujer no era ningún ángel y lo que planeaba hacerle era lo peor que una mujer podía hacerle a un hombre.

Debía reconocer que las cosas se les habían ido de las manos tres meses antes y la culpa, en parte, había sido suya. El plan había sido darle una lección sobre la obligación de respetar la privacidad de la gente, no aprovecharse de ella como había hecho.

Pero ella también tenía parte de culpa. Nunca había conocido a nadie tan impulsivo en toda su vida. Y él no era un santo. Cuando una mujer tenía ese aspecto, sabía como ella y olía como ella, ¿qué podía hacer un hombre?

No podía imaginar a ninguno pensando con claridad en esas circunstancias. ¿Cómo iba a saber que no tenía tanta experiencia como había pensado?

Una cosa era segura: estaba harto de sentirse culpable.

Después de hablar con un amigo mutuo, Jack Devlin, el día anterior, el sentimiento de culpa y los remordimientos habían dado paso a una tremenda furia.

Ya no se trataba solo de los dos; una vida inocente estaba involucrada y él haría lo tuviese que hacer para protegerla. Y cuanto antes se diese cuenta ella, mejor.

Louisa di Marco estaba a punto de descubrir que nadie podía reírse de Luke Devereaux.

¿Qué le había dicho el difunto lord Berwick en su primer y único encuentro años antes?

«Lo que no te mata te hace más fuerte».

Él había aprendido esa lección cuando tenía siete años. Asustado y solo, en un mundo que no conocía ni entendía, había tenido que volverse duro. Y era hora de que la señorita Di Marco aprendiese la misma lección.

Cuando llegó frente al escritorio de Louisa vio un brillo de furia en sus preciosos ojos castaños, las mejillas ardiendo de rabia y la elegante barbilla levantada en gesto de desafío. Y, de repente, se imaginó a sí mismo enredando los dedos en ese pelo y besándola hasta que la tuviese rendida…

Para contener el deseo de hacerlo tuvo que meter las manos en los bolsillos del pantalón, mirándola con la expresión que solía usar para asustar a sus rivales en los negocios.

Louisa, sin embargo, ni parpadeó siquiera.

Mirándola, experimentaba la misma descarga de adrenalina que solía asociar con algún reto profesional, pero enseñarle a aquella mujer a hacer frente a sus responsabilidades sería más placentero que problemático. Y ya estaba anticipando la primera lección: obligarla a contarle lo que debería haberle contado meses antes.

–Señorita Di Marco, quiero hablar con usted.

 

 

Louisa pasó por alto el suspiro de Tracy para mirar a aquel demonio a los ojos.

–Perdone, ¿con quién estoy hablando? –le preguntó, como si no lo supiera.

–Es Luke Devereaux, el nuevo lord Berwick –anunció Piers, como si estuviera presentando al rey del universo–. ¿No te acuerdas? Apareció en el artículo de los solteros más cotizados del país. Es el nuevo propietario de…

Luke Devereaux lo interrumpió con un gesto.

–Con Devereaux es suficiente. No uso el título –anunció, sin dejar de mirar a Louisa. Su voz era tan ronca y grave como ella la recordaba.

Pensar que una vez esa mirada de acero le había parecido sexy…

Esa noche, alguien debía haberle echado Viagra en la copa. Su voz no era atractiva sino helada; y los ojos azul grisáceo eran fríos, no enigmáticos.

Y todo eso explicaba por qué tenía que contener un escalofrío a mediados del mes de agosto.

–Seguro que su vida es fascinante, pero me temo que estoy muy ocupada ahora mismo. Y solo publicamos el artículo de los solteros más deseados una vez al año. Vuelva el año que viene y lo entrevistaré para ver si pasa el corte.

Louisa se felicitó a sí misma por el insulto, totalmente deliberado.

Ella sabía que Luke detestaba haber aparecido en esa lista, pero no obtuvo la satisfacción que había esperado porque, en lugar de parecer molesto, siguió mirándola sin decir nada. No reconoció el golpe ni con un parpadeo.

De repente, apoyó las manos en el escritorio y se inclinó hacia ella, el aroma de su colonia, algo masculino y exclusivo, haciendo que golpease la silla con el tacón a toda velocidad.

–¿Quiere que hablemos en público? Me parece bien –le dijo, en voz tan baja que tuvo que aguzar el oído–. Pero yo no soy quien trabaja aquí.

Louisa no sabía de qué quería hablar o por qué estaba allí, pero sospechaba que la discusión era de índole personal. Y aunque no quería verlo ni en pintura, tampoco quería que la humillase públicamente.

–Muy bien, señor Devereaux –murmuró, apagando el ordenador–, tengo diez minutos para entrevistarlo. Podría hablar con la jefa de redacción, tal vez ella esté dispuesta a incluirlo en el número del mes que viene. Evidentemente, está deseando que su rostro aparezca en la revista.

Él se apartó de la mesa, apretando los dientes. Ah, en aquella ocasión había dado en la diana.

–Muy amable por su parte, señorita Di Marco. Créame, no va a perder su tiempo.

Louisa se volvió hacia Tracy, que parecía estar imitando a un pez.

–Terminaré el artículo más tarde. Dile a Pam que lo tendré a las cinco.

–No volverá aquí por la tarde –anunció Devereaux entonces.

Louisa iba a corregirlo cuando Piers la interrumpió:

–El señor Devereaux ha pedido que te demos el resto del día libre y yo lo he aprobado.

–Pero tengo que terminar el artículo –protestó ella, atónita.

Piers, que solía ser un nazi con las fechas de entrega, se encogió de hombros.

–Pam va a incluir un par de páginas más de publicidad, así que tu artículo puede esperar hasta el mes que viene. Si el señor Devereaux te necesita hoy, tendremos que acomodarnos.

¿Qué? ¿Desde cuándo la editora de la revista Blush aceptaba órdenes de un matón, por muy aristócrata que fuese?

Devereaux, que había estado escuchando la conversación con aparente indiferencia, tomó su bolso del escritorio.

–¿Es suyo? –le preguntó, impaciente.

–Sí –respondió Louisa, desorientada.

¿Qué estaba pasando allí?

–Vamos –dijo él, tomándola del brazo.

Aquello no podía estar pasando. Louisa quería decirle que dejase de actuar como Atila, pero todo el mundo estaba mirando y preferiría morir antes que hacer una escena delante de sus colegas. De modo que se vio obligada a salir con él y bajar la escalera como una niña obediente, pero cuando llegaron a la calle se soltó de un tirón, a punto de estallar.

–¿Cómo te atreves? ¿Quién crees que eres?

Devereaux abrió la puerta de un deportivo oscuro aparcado frente a la oficina y tiró su bolso sobre el asiento.

–Sube al coche.

–De eso nada.

¡Qué descaro! La trataba como si fuera una de sus empleadas. Pues de eso nada. Piers podía obedecer sus órdenes, pero ella no pensaba hacerlo.

Cuando cruzó los brazos sobre el pecho, decidida a no dar un paso, él enarcó una ceja.

–Sube al coche –repitió, con voz helada–. Si no lo haces, te meteré a la fuerza.

–No te atreverías.

Apenas había terminado la frase cuando Luke la tomó en brazos y la tiró sobre el asiento como si fuera un saco de patatas.

Louisa se quedó tan sorprendida que tardó un segundo en reaccionar; segundo que él aprovechó para subir al coche y arrancar a toda velocidad.

–Ponte el cinturón de seguridad.

–Déjame salir. ¡Esto es un secuestro! –exclamó ella, furiosa.

Sujetando el volante con una mano, Luke abrió la guantera para sacar unas gafas de sol.

–No te pongas tan melodramática.

–Melo… ¡pero bueno! –exclamó Louisa. Solo su padre la había tratado de ese modo, pero le había parado los pies cuando era adolescente–. ¿Cómo te atreves?

Luke detuvo el coche en un semáforo y se volvió hacia ella con una sonrisa en los labios.

–Creo haber dejado claro que sí me atrevo. Podemos seguir peleándonos, aunque no vas a conseguir nada –afirmó, con total seguridad–, o puedes hacer lo que te digo y salvar tu preciosa dignidad.

Antes de que se le ocurriera una réplica adecuada, él volvió a arrancar.

Demonios, había perdido la oportunidad de saltar del coche.

–Ponte el cinturón de seguridad –repitió Luke.

A regañadientes, Louisa se lo puso. No estaba tan loca como para tirarse del coche en marcha, pero tendría que parar tarde o temprano, y entonces le diría lo que pensaba. Hasta ese momento, lo mejor sería no decir una palabra.

Ese plan funcionó durante cinco minutos, porque cuando cruzaron Euston Road la curiosidad pudo más que ella.

–¿Se puede saber dónde vamos? Si yo, pobrecita de mí, puedo preguntar.

Luke esbozó una sonrisa burlona.

–¿Pobrecita? ¿Tú?

Louisa no dignificó la pregunta con una respuesta.

–Tengo derecho a saber dónde me llevas.

Él giró en una calle estrecha y aparcó frente a un edificio de seis plantas. Quitó la llave del contacto y, apoyando el brazo en el volante, se volvió para mirarla. Sus hombros parecían anchísimos bajo la chaqueta de lino, e intimidada a pesar de todo, Louisa tuvo que hacer un esfuerzo para no encogerse.

–Ya hemos llegado. La cita es en… –Luke miró su reloj– diez minutos –anunció, como si eso lo explicase todo.

Ella miró por la ventanilla.

–¿Qué hacemos en la calle Harley?

En el portal del edificio frente al que había parado había una placa con el nombre de una clínica. ¿Por qué la había llevado allí?

Luke se quitó las gafas de sol y las tiró sobre el asiento trasero.

–Respóndeme a una pregunta –le dijo, con voz tensa–: ¿Pensabas contármelo?

–¿Contarte qué?

¿Por qué la miraba como si la hubiese pillado intentando robar las joyas de la corona?

Luke Devereaux clavó en ella sus ojos grises, más fríos que nunca.

–Lo de mi hijo.