–¿Tu qué? ¿Qué hijo? –exclamó Louisa–. ¿Te has vuelto loco?
Intentó abrir la puerta, decidida a salir del coche, pero él la sujetó por la muñeca.
–No te hagas la inocente, sé lo del embarazo. Sé lo de tus cambios de humor, el supuesto virus estomacal que tuviste hace poco y que no has tenido la regla en varios meses –Luke miró sus pechos–. Y hay otras señales que puedo ver por mí mismo.
Louisa tiró de su mano.
–¿Qué has estado haciendo, espiándome?
–Me lo ha dicho Jack.
–¿Jack Devlin te ha dicho que estoy embarazada? –gritó Louisa. Le daba igual que la oyese toda la calle.
Que mencionase al marido de su mejor amiga, Mel, era la gota que colmaba el vaso. Había olvidado que Jack y Luke eran colegas de squash. Así era como se habían conocido, en una cena en casa de Mel. Y Jack le había dicho que estaba embarazada… la próxima vez que le viera tendría que matarlo.
–No directamente –dijo Luke entonces–. Estábamos hablando del embarazo de Mel y te mencionó a ti. Por lo visto, Mel cree que estás embarazada, pero lo guardas en secreto por alguna razón.
Muy bien, entonces tendría que matar también a Mel.
–Por favor, dime que no le has hablado a Jack de nosotros.
El encuentro con Luke Devereaux fue tan humillante que no se lo había contado a nadie. Ni siquiera a Mel, a quien normalmente se lo contaba todo.
¿Pero cómo iba a contarle a su mejor amiga que se había acostado con un hombre en la primera cita, que había descubierto lo asombroso que podía ser el sexo, que durante diez minutos se había engañado a sí misma pensando que había encontrado el amor… para luego llevarse la mayor desilusión de su vida?
¿Cómo iba a decirle que ese hombre era un canalla, que no era el tipo sexy, divertido y encantador que fingía ser sino un frío y manipulador miembro de la aristocracia que la había seducido como venganza por escribir un artículo sobre él que no le había gustado?
La palabra «humillación» no explicaba lo que Louisa había sentido.
–No le ha hablado a Jack de nosotros. Estaba más interesado en saber lo que él tenía que decir de ti.
De repente, harta de él y de su actitud, Louisa supo que tenía que irse de allí lo antes posible.
–No estoy embarazada. Y ahora, después de haber mantenido esta estúpida conversación, vuelvo a mi trabajo.
Pero cuando iba a abrir la puerta del coche, de nuevo Luke le sujetó la muñeca.
–Suéltame.
–¿Cuánto tuviste la última regla?
–No voy a responder a eso.
–No vas a ir a ningún sitio hasta que lo hagas –dijo él, con firmeza.
Aquello era más que ridículo. ¿Por qué estaban discutiendo?
Apoyando la cabeza en el respaldo del asiento, Louisa cerró los ojos. Debía convencerlo de que no estaba embarazada para no volver a verlo nunca más.
Intentó recordar cuándo había tenido la última regla… pero no lo recordaba. En fin, sus reglas siempre habían sido irregulares, no tenía la menor importancia.
Además, había tenido una desde que estuvieron juntos y se había hecho una prueba de embarazo. No era tan tonta.
–Me hice una prueba de embarazo y dio negativa.
Para su sorpresa, en lugar de parecer arrepentido, Devereaux enarcó una ceja.
–¿Cuándo te la hiciste?
–No lo sé, unos días después.
–¿Te molestaste en leer las instrucciones correctamente?
Louisa torció el gesto.
–Lo suficiente como para saber que el resultado era negativo –respondió, irritada.
–Ya me lo imaginaba.
–No me hables como si fuera tonta. Me hice la prueba y dio negativo. Además, después de esa noche tuve la regla –Louisa se puso colorada. ¿Por qué le estaba hablando de su ciclo menstrual a aquel bárbaro?–. A ver si te enteras: no hay ningún hijo.
Él le soltó la muñeca para mirar el reloj.
–Tenemos cita con una de los mejores ginecólogas del país. Ella te hará una prueba de embarazo.
–¿Pero quién crees que eres?
–Posiblemente, el padre de tu hijo –respondió Luke, sin parpadear–. El preservativo se rompió, Louisa, tú lo sabes.
–¿Y qué?
–No has tenido la regla en los últimos meses, has sufrido mareos por las mañanas y tus pechos parecen más grandes, así que vas a hacerte una prueba de embarazo. Una prueba de verdad.
Louisa miró sus pechos, sorprendida. ¿Desde cuándo eran más grandes?
–No estoy embarazada y aunque lo estuviera… ¿por qué crees que tú serías el padre? Podría haberme acostado con otro hombre después de ti. O con cuarenta.
–Sí, pero no lo has hecho –respondió él, tan arrogante que Louisa tuvo que contenerse para no darle una bofetada.
El ego de aquel hombre no tenía límites.
–Ah, ya veo. Crees que eres tan memorable que ya no puede gustarme ningún otro hombre, ¿no? Pues te equivocas.
–Deja de fingir algo que no eres. Supe que el flirteo era falso en cuanto estuve dentro de ti.
Louisa, avergonzada, hizo un esfuerzo para mirarle la entrepierna con gesto de desprecio.
–Ah, ya, entonces es que tienes un radar ahí, ¿no?
Él sacudió la cabeza, riendo.
–Ojalá fuera así. De haber sabido que eras tan inocente no me habría acostado contigo.
–Ah, qué noble por tu parte. Pues no te sientas culpable, no era virgen.
–No, pero prácticamente –Luke exhaló un suspiro–. Siento lo que pasó esa noche, pensé que tenías más experiencia. No quería hacerte daño, de verdad.
Sí querías, pensó ella. Pero no lo dijo en voz alta. Que supiese lo vulnerable que era sería aún más humillante.
–Sí, bueno, esta conversación es muy interesante, pero la realidad es que no hay nada que discutir.
–Decidiremos eso cuando te hayas hecho la prueba de embarazo.
Louisa podría haber protestado, y seguramente debería haberlo hecho, pero de repente estaba agotada. Solo quería terminar con aquello lo antes posible para no volver a verlo.
Y si para eso tenía que hacerse una prueba de embarazo, se la haría.
Pero ya estaba ensayando lo que iba a decirle cuando el resultado de la prueba fuese negativo.
–Enhorabuena, señorita Di Marco, está usted embarazada.
El corazón de Louisa empezó a latir con tal violencia que pensó que estaba sufriendo un infarto.
No podía haber oído bien.
–Perdone, ¿qué ha dicho? –su voz sonaba débil y lejana.
–Está esperando un hijo, querida –la doctora Lester volvió a mirar el resultado de la prueba, que había recibido del laboratorio hacía diez minutos–. De hecho, es un resultado muy fiable. Por el nivel de hormonas, yo diría que está embarazada de tres meses. O eso, o está esperando mellizos.
Louisa tuvo que agarrarse a los brazos de la silla para no caer al suelo.
–¿Podría decirnos la fecha aproximada del parto? –preguntó Devereaux, a su lado.
Louisa lo miró, perpleja. Había olvidado que estaba allí. No había puesto pegas cuando quiso entrar con ella para saber el resultado porque creía que el resultado iba a ser otro.
Aquel debería ser el momento en el que le mandaba al infierno, pero él no parecía satisfecho o particularmente contento por su victoria sino tranquilo, sereno.
–¿Qué tal si hacemos una ecografía? –sugirió la doctora–. Así podremos comprobar cómo va el desarrollo del feto y dar una fecha más exacta.
–No diga tonterías, no hay ningún feto. Tiene que ser un error, no estoy embarazada. Me hice la prueba yo misma en casa y tuve la regla después. Además, no… –Louisa no terminó la frase, avergonzada. Pero daba igual lo que Devereaux supiera sobre su vida sexual o falta de ella– no he estado con nadie desde entonces.
La doctora Lester juntó los dedos.
–¿Qué clase de prueba se hizo?
–No recuerdo la marca, pero la compré en una farmacia.
–¿Y cuándo se la hizo?
–Una semana después… de nuestro encuentro –Louisa se aclaró la garganta.
–Algunas pruebas de embarazo son fiables, otras no tanto, depende de la marca. Y pueden dar un falso negativo si se hacen demasiado pronto. ¿Tuvo la regla después de eso?
–Sí.
–¿Una regla normal o más ligera?
–Más ligera.
–¿Cuántos días después del coito?
–Una semana o así.
–Entonces no era una regla, señorita Di Marco. Estaba manchando, es algo habitual mientras el feto se implanta en el útero.
–Pero yo pensé que solo podías quedar embarazada durante el período de ovulación.
Otra de las razones por las que había estado convencida de que no habría ningún problema.
–El embarazo puede ocurrir en cualquier momento, especialmente cuando se trata de parejas jóvenes o excepcionalmente fértiles.
–¿Ese manchado podría afectar al bebé? –preguntó Devereaux.
Louisa miraba a la doctora, decidida a ignorarlo. La situación era surrealista, como si hubiera salido de su cuerpo y estuviera viéndolo todo desde fuera. ¿Cómo podía estar embarazada de aquel hombre? Ella, que no había querido pensar en la posibilidad de tener hijos por el momento. Solo tenía veintiséis años y había trabajado mucho para llegar donde estaba. Se había matado a estudiar en la universidad, había hecho de todo para pagar sus estudios, incluso turnos de noche y dobles turnos en London Nights para hacerse un hueco en el mundo del periodismo local, hasta que por fin se había establecido como redactora en Blush.
Estaba orgullosa de lo que había conseguido. Blush era una buena revista que no solo publicaba artículos superficiales sino también sobre todo lo que significaba la experiencia femenina.
Y, de repente, todo eso estaba en peligro porque había cometido un error. Se había acostado con un hombre al que no le importaba un bledo y quien, además, parecía tener el esperma de un semental.
–No se preocupe por el manchado, lord Berwick –dijo la doctora, con tono indulgente–. Estoy segura de que el feto está bien. Como he dicho, la prueba demuestra que está firmemente establecido en el útero, pero una ecografía haría que se sintieran más tranquilos –luego sonrió a Louisa, que aún estaba intentando procesar toda aquella información–. ¿Por qué no viene conmigo a la sala de ecografías, señorita Di Marco?
Louisa miró de soslayo a Devereaux, que estaba observándola con gesto serio.
No solo el esperma de un semental sino la cabezonería de un mulo.
Suspirando, Louisa soltó los brazos de la silla.
–Muy bien.
Entró en la sala con las piernas temblorosas. Tal vez aún había alguna posibilidad de que todo fuese un error y, cuando la doctora hiciese la ecografía, vería que no había bebé alguno.
–Ahí está la cabeza y la espina dorsal –empezó a decir la doctora Lester, señalando la pantalla.
–Es increíble –murmuró Devereaux–. Se ve tan claro.
–Tenemos el mejor equipo de ultrasonido, estamos muy orgullosos.
Louisa estaba transfigurada. El frío gel sobre su abdomen, la presión de la sonda, incluso los rápidos latidos del corazón del bebé, todo eso desapareció mientras miraba la cabecita, los brazos… el cuerpo ya formado de un ser diminuto.
De repente, se le hizo un nudo en la garganta.
La doctora pulsó unos botones y, como por arte de magia, el rostro del bebé apareció en la pantalla. Tenía los ojos cerrados, un puñito le cubría la nariz y la boca…
–¿Qué está haciendo? –Louisa escuchó su propia voz como si llegase de muy lejos.
–Creo que se está chupando el dedo –respondió la doctora.
Los ojos se le llenaron de lágrimas e intentó parpadear para contenerlas. Desde que supo que estaba embarazada solo había pensado en sí misma, en cómo iba a afectarle la situación, cuando había algo más importante en juego: su hijo.
El bebé no le había parecido real hasta ese momento, pero lo era. Fueran cuales fueran sus problemas con Devereaux, por mucho que aquel embarazo fuese a cambiar su vida, jamás lamentaría el milagro que crecía dentro de ella.
Pero iba a traer al mundo a un bebé sin ninguna de las cosas que había dado por sentado: una familia, un hogar estable…
Louisa dejó escapar un suspiro. Si pudiese hablar con su madre un momento, solo una vez más. El eco de un dolor que no olvidaría nunca hizo que las lágrimas le rodasen por el rostro, pero cuando levantó la mano para apartarlas, otra mano, más grande, le sujetó la muñeca.
Devereaux, mirándola con una expresión indescifrable, se sacó un pañuelo del bolsillo y, después de secar sus lágrimas, se lo puso en la mano.
–¿Estás bien?
No, pensó ella, pero se sonó la nariz, enterrando la cara en el pañuelo al mismo tiempo. Lo último que necesitaba era que se mostrase amable.
–Sí, claro –respondió en cuanto pudo hablar, intentando parecer serena cuando tenía el corazón encogido.
Él se quedó mirándola un momento con esos ojos de acero y luego se volvió hacia la doctora.
–¿Está todo bien?
–Muy bien. Yo diría que el feto es un poco largo para la fecha que me han dado. ¿Puedo preguntarle cuánto mide, lord Berwick?
–Llámeme Luke –dijo él–. Mido un metro noventa.
–Ah, bueno, eso lo explica –la doctora tomó un pañuelo de papel para limpiarle el gel del abdomen–. Mientras la señorita Di Marco esté segura de que no puede haber concebido una semana antes…
Tendría que ser tres años antes, pensó Louisa.
–No, fue entonces –dijo Devereaux, antes de que ella pudiese responder–. Fue concebido el día vienticinco de mayo.
Louisa apretó los labios, airada. Le gustaría decirle dónde podía meterse sus conclusiones, pero no podía hacerlo porque, desgraciadamente, tenía razón. El precioso ser humano que habían visto en la pantalla era su hijo.
Mientras la doctora empezaba a hablar de fechas, escalas de crecimiento y vitaminas prenatales, Louisa vio que las atractivas facciones de Devereaux se iluminaban cada vez que miraba a su hijo en la pantalla.
Louisa suspiró. El bebé que crecía dentro de ella significaba que, hiciera lo que hiciera, siempre tendría una conexión con aquel hombre dominante, implacable, que tanto daño le había hecho. Un hombre que la había engañado, haciéndole creer que era el hombre de sus sueños, para luego reírse de ella.
¿Qué clase de padre iba a darle a su hijo?
De nuevo, se le hizo un nudo en la garganta. No podía pensar en eso en aquel momento. Era demasiado pronto para preocuparse por ello, de modo que hizo un esfuerzo para tranquilizarse.
Qué ironía, pensó, que el momento más increíble y asombroso de su vida hubiera resultado ser el más devastador. Entendía lo que David debió sentir mientras apuntaba a Goliat con su pequeña honda.