Capítulo Siete

 

 

 

 

 

Louisa miró la cinturilla del pantalón de lino mientras bajaba por la amplia escalera. ¿Era su imaginación o el pantalón le quedaba estrecho?

Los tacones de sus botas repiqueteaban sobre el suelo de madera del vestíbulo, tan silencioso como una iglesia, pero mejor iluminado gracias a una impresionante bóveda de cristal. Miró los antiguos retratos enmarcados en pan de oro, los muebles Chippendale, brillantes como espejos…

Estaba claro que Luke no había exagerado al decir que la casa tenía sesenta habitaciones. Incluso tal vez más.

La casa de Luke Devereaux le hacía pensar en el Manderley de Maxim de Winter. Magnífico, pero aterrador.

Bueno, al menos ella estaba vestida y maquillada. La sombra de ojos y el brillo en los labios la hacían sentir más segura de sí misma. Tenía una armadura y pensaba usarla.

–Señorita Di Marco…

Louisa se volvió al escuchar una voz femenina. Una mujer de rostro rubicundo se acercaba a ella con una sonrisa en los labios.

–Soy la señora Roberts, el ama de llaves –se presentó, secándose la mano en el delantal antes de ofrecérsela.

El apretón de la mujer era firme, su sonrisa sincera y agradable. Luke podía ser Maxim de Winter, pero al menos su ama de llaves no era la señora Danvers.

–Encantada de conocerla.

–Lo mismo digo. El señor Devereaux está esperándola en la terraza y el chef ha hecho salmón pochado para comer. Le diré a Ellie que lo sirva ahora mismo, ¿le parece?

–Eso estaría muy bien… gracias –Louisa tartamudeó, sorprendida.

¿El chef? ¿Ellie? ¿Cuántos empleados había en aquella mansión? Y todos para atender a una sola persona.

El ama de llaves le indicó dónde estaba la terraza y luego sonrió, mirando su cintura.

–El señor Devereaux nos ha dado la feliz noticia y quiero felicitarla en nombre de todo el personal.

Louisa intentó sonreír. De modo que Luke le había hablado del embarazo a sus empleados. ¿Por qué eso la hacía sentir incómoda?

–Es un honor para nosotros tenerla aquí –siguió la señora Roberts, sonriendo como si le hubiese tocado la lotería–. Pídanos cualquier cosa que necesite.

–Gracias, lo haré.

Mientras observaba a la mujer alejándose por el pasillo, Louisa estaba más sorprendida que nunca.

No era extraña a la vida de los ricos y famosos. Trabajaba en una de las revistas más sofisticadas del mercado y solía acudir a fiestas, estrenos, desfiles de moda, embajadas. Incluso había ido a Nueva York a una rueda de prensa, pero nunca había vivido en una mansión con ama de llaves y mayordomo.

Ella había crecido en un pequeño apartamento encima de la tienda de alimentación de su padre. Nunca se había considerado pobre, pero mientras pasaba por una serie de salones impresionantes, todos más grandes que su apartamento, se preguntó cómo iban a adaptarse su hijo y ella al mundo de Luke Devereaux. Y cómo iba a adaptarse él al suyo.

Mientras abría las puertas de cristal que daban a la terraza se sentía como una actriz que había olvidado el libreto un segundo antes del estreno. Miedo escénico era decir poco, pero respiró profundamente y se preparó para interpretar el papel de su vida.

El agua azul de la piscina brillaba de forma invitadora. Luke estaba al otro lado, sentado frente a una mesa de hierro forjado, a la sombra de un castaño.

Una joven con uniforme negro y delantal blanco estaba colocando platos y bandejas mientras él leía el periódico. La vajilla de porcelana, el mantel de lino blanco y su guapísimo anfitrión eran tan perfectos que el pulso se le aceleró. De no ser por los vaqueros gastados, la escena hubiese parecido un cuadro de Renoir, Almuerzo sobre la hierba, pero más lujoso.

Luke hizo un gesto con la cabeza y la criada desapareció. Era comprensible que no parase de dar órdenes teniendo tanta gente que las obedecía, pero no parecía entender que había una diferencia entre sus empleados y el resto del mundo.

Había sido educado para dar órdenes, pensó. Seguramente, sus antepasados habían hecho eso durante siglos.

Cuando levantó la cabeza para mirarla, Louisa podría jurar que veía esos siglos de poder en su mirada.

Bueno, pues a ella no iba a darle órdenes de ningún tipo.

Luke dobló el periódico y se levantó, el paradigma de la aristocrática galantería. Pero sus impecables maneras no la engañaban en absoluto. Ella sabía lo rápidamente que desaparecía esa capa de civilización cuando alguien le llevaba la contraria… o cuando estaba excitado.

Luke apartó una silla para ella y señaló la bandeja de salmón, rodeado de exóticas hojas de lechuga.

–Espero que tengas apetito. Leonard ha hecho comida para un ejército –murmuró, mirándola a los ojos.

Louisa intentó llevar oxígeno a sus pulmones.

«Cálmate, chica. Solo es un hombre y tú no eres su subordinada».

–El salmón tiene un aspecto estupendo.

Lo observó mientras servía el almuerzo, con movimientos controlados y seguros.

Era lógico que lo hubiese encontrado irresistible esa noche, cuando pensaba que era un hombre normal, pero estar en aquella mansión le recordaría cada día que Luke Devereaux era un aristócrata, un hombre acostumbrado a ser el dueño y señor de todo.

Louisa tomó una servilleta bordada y se la colocó sobre las rodillas.

Tenía que demostrarle que no era su dueño y señor. Con eso en mente, debería tener las hormonas bajo control. Meterse en la cama con Luke cuando él chascaba los dedos no era la mejor manera de darle una lección de humildad y convencerlo de que ella no era su nuevo juguete.

Luke observaba a su invitada probando el salmón. Cuando sacó la lengua para chupar una gotita de aceite que le había quedado en el labio superior, tuvo que tragar saliva.

No estaba acostumbrado a que nadie se enfrentase a él como lo hacía Louisa, tal vez por eso la encontraba tan fascinante.

Louisa di Marco era la mujer más problemática que había conocido nunca, pero cuando aquella batalla de voluntades terminase pensaba hacerse cargo de su hijo y tenerla donde la quería.

Mientras tomaba un trago de agua, contempló a su oponente.

Había esperado que pusiera objeciones, pero tenía una estrategia y en aquella ocasión no iba a echarse atrás. Lo había excitado tanto en el dormitorio que había perdido el control de la situación por un momento, pero no pensaba volver a cometer ese error.

Él era el cazador, no ella, y no pensaba dejarse acorralar.

 

 

Louisa comió con gusto. Tenía apetito y la comida la animó. Aunque no podía hacer mucho con las mariposas que le revoloteaban en el estómago.

A su anfitrión no parecía importarle el silencio, y no intentó entablar conversación, pero cada vez que levantaba la cabeza lo encontraba mirándola… y las mariposas se volvían locas.

Le recordaba su primera noche. Entonces tampoco había hablado mucho, aparte de hacer alguna broma. Probablemente esa era la razón por la que sabía tan poco de él. En general, Luke miraba y escuchaba con una concentración que la excitaba…

Entonces, ya no.

Porque había descubierto que su aparente fascinación era una mentira, una treta para vengarse. La había deseado esa noche y había hecho todo lo posible para seducirla. Y había estado a punto de volver a hacerlo una hora antes, en su habitación.

Mientras terminaban de comer, empezó a preguntarse cuál sería su siguiente movimiento. ¿Tendría un plan de acción en lo que se refería a su hijo?

De repente, sintió miedo. Pero no debería tenerlo, pensó. Le había dejado bien claro que no iba a hacerse cargo de su vida.

–Louisa, he estado pensando en nuestra situación…

Ella soltó el tenedor. ¿Le había leído el pensamiento?

–¿Ah, sí?

–Creo haber llegado a una solución que nos satisfará a los dos.

«Me lo puedo imaginar».

–¿Y qué solución es esa?

–Deberíamos casarnos.

Louisa, que estaba tomando un sorbo de agua, se atragantó y empezó a toser. De inmediato, Luke se levantó y empezó a darle golpecitos en la espalda.

–¿Estás bien?

Parecía tranquilo, demasiado tranquilo para un hombre que debería estar ingresado en un psiquiátrico.

Louisa asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra.

–Para mí, es importante que mi hijo lleve mi apellido. Y, por supuesto, estoy dispuesto a manteneros a los dos. No creo que sea tan difícil estar juntos durante los meses que quedan de embarazo.

–¿Has perdido la cabeza?

Luke suspiró.

–Imaginaba que esa iba a ser tu reacción.

No le gustaba nada su tono condescendiente, pero Louisa decidió pasarlo por alto.

–Apenas nos conocemos. La idea de casarnos es sencillamente ridícula.

–Nos conoceremos cuando nos hayamos casado.

–No –dijo Louisa, las mariposas del estómago estaban a punto de salirle por las orejas.

–¿Cómo que no?

–Que no voy a casarme contigo.

En los ojos grises apareció un brillo de irritación.

Se le ocurrió entonces que no era así como debía ser. De niña, solía fantasear con el hombre de sus sueños pidiéndole en matrimonio, y la patética proposición de Luke Devereaux no se parecía nada. Debería haber un anillo de diamantes, flores, velas, romance.

Louisa tuvo que disimular una punzada de desilusión. En su vida había cosas más importantes que unos sueños rotos.

–Vamos a tener un hijo –siguió Luke, como si estuviera dictando una carta– así que nos conocemos lo suficiente.

–¿Tú crees? Hemos pasado menos de un día juntos y, además, prácticamente todo ese tiempo discutiendo.

–Bueno, no todo el tiempo. No estarías embarazada si fuera así.

–La atracción sexual no es base suficiente para un matrimonio.

–Pero es un principio –insistió él–. Podríamos partir de ahí.

¿Era esa su arrogante manera de decir que quería darle una oportunidad a la relación?

–No vamos a casarnos para conocernos mejor el uno al otro.

–¿Por qué no? Vamos a tener un hijo, yo creo que es lo más apropiado.

Louisa frunció el ceño. ¿Había vuelto atrás en el tiempo, a la era victoriana?

–En caso de que no te hayas dado cuenta, vivimos en el siglo XXI. Los niños nacen fuera del matrimonio todos los días.

La sonrisa de Luke desapareció.

–Mis hijos, no.

Había tocado nervio y el deseo de seguir haciéndolo era irresistible. Tal vez por fin iba a conseguir respuesta a la pregunta que había estado dando vueltas desde que apareció en la oficina.

–¿Por qué no? ¿Por qué estás tan decidido a darle tu apellido?

¿Sería posible que estuviera tan emocionado ante la idea de ser padre como ella?

–Porque es hijo mío.

La esperanza se esfumó. No era la respuesta que había esperado.

–El niño es una persona, no un objeto que te pertenezca.

–Lo sé –dijo él, con tono helado–. Pero quiero que lleve mi apellido y para eso tenemos que casarnos.

–Podrías darle tu apellido sin que nos casáramos. No hay necesidad…

–De todas formas, sería un bastardo. No, lo siento, tenemos que casarnos.

Louisa notó cierta emoción en su voz y se dio cuenta de que aquello era algo más que una cuestión de cabezonería.

–El matrimonio es un compromiso de por vida… o debería serlo. Y yo no estoy dispuesta a aceptar un matrimonio de conveniencia por una anticuada percepción de la vida.

–Tú no eres precisamente lo que yo llamaría «conveniente».

–Tampoco lo eres tú. Más razones para no…

–Muy bien, muy bien –la interrumpió él–. Será mejor que no discutamos porque ya sabes lo que pasa cuando lo hacemos.

¿Cómo podía ser tan grosero?

Cuando Louisa abrió la boca para protestar, él levantó una mano para pasársela por el pelo y la ternura del gesto la sorprendió.

–Tenemos una semana –dijo entonces–. Y yo diría que podríamos aprovechar el tiempo para conocernos mejor. En todos los sentidos.

Ella dejó escapar un suspiro.

–No voy a fingir que no quiero acostarme contigo, pero necesito tiempo. No quiero que me apremies, somos prácticamente extraños, y eso me asusta.

Luke arrugó el ceño.

–¿Cuánto tiempo? Solo tenemos una semana.

–No estoy segura, pero esta noche quiero una tregua porque estoy agotada.

No era verdad. Estaba un poco cansada, pero lo que la turbaba eran sus conflictivos sentimientos ante la proposición de matrimonio.

La había rechazado de antemano, pero en un rinconcito de su corazón sentía algo… no sabía qué. Y debía tener cuidado.

–¿Qué clase de tregua?

–Nada de hablar de sexo. Y nada de tocarnos.

–No digas tonterías, no somos niños.

Louisa se levantó, intentando disimular el temblor de sus manos.

–Muy bien. Si eso es lo que piensas, me voy a mi habitación y no saldré de allí hasta mañana.

Luke se levantó también.

–¿Qué vas a hacer, encerrarte allí durante una semana?

–Si tengo que hacerlo, lo haré. Necesito estar sola, pero bajaré a cenar si prometes no presionarme. No voy a acostarme contigo esta noche, Luke, no estoy preparada.

Él la estudió, en silencio.

–Muy bien –dijo por fin–. Si eso es lo que quieres…

–Estoy absolutamente segura de que eso es lo que quiero –mintió Louisa.

Pero cuando iba a darse la vuelta, Luke la tomó por la muñeca.

–No tan deprisa. A cambio, quiero que tú también me hagas una promesa.

–¿Qué promesa?

–No voy a tocarte mientras tú no lo hagas.

Ahí estaba de nuevo la seductora sonrisa, la promesa de algo particularmente carnal en sus ojos.

Y Louisa asintió con la cabeza, sabiendo que no podía confiar en su voz.

¿Quién había ganado aquel asalto?, se preguntó, mientras se alejaba con las piernas temblorosas.

Tenía la impresión de que no había sido ella. De algún modo, el intratable y tramposo lord Berwick había ganado otra vez.

Lo que necesitaba en aquel momento era un consejo sensato. Su mejor amiga, Mel Rourke Devlin, tenía dos hijos y cinco años de felicidad marital a sus espaldas, con un marido que prácticamente también la había secuestrado. Si Mel no sabía lo que debía hacer, nadie lo sabría.

Hora de pedir el comodín del amigo.

 

 

Mientras observaba a Louisa alejándose por la terraza, Luke esbozó una sonrisa. Le pareció ver una braguita rosa de encaje bajo el pantalón de lino y se imaginó deslizando un dedo por…

Nervioso, apartó la mirada.

La proposición había ido mejor de lo que esperaba. Había sido su abogado quien le sugirió el matrimonio esa mañana y, al principio, también a él le había parecido una idea absurda, pero al final tuvo que admitir que casarse era la única opción.

A pesar de la negativa de Louisa, él sabía que le pondría un anillo en el dedo. No iba a fracasar después de lo que había sufrido durante su infancia, aunque convencerla para que colaborase no iba a ser fácil.

Intentó leer las columnas de información financiera, pero los números se convertían en un borrón mientras recordaba la expresión de Louisa durante el almuerzo: sorprendida, desafiante, desconcertada y, por fin, desesperadamente excitada.

Tendría su tregua esa noche, concedió magnánimamente. Él era un hombre de palabra y jamás había tenido que presionar a una mujer para que se metiera en su cama, por mucho que quisiera acostarse con ella.

Pero esa noche iba a ser tan insoportable para Louisa como iba a serlo para él.