Capítulo 1

Algunas catástrofes se acercan de puntillas para sorprenderte, pero si te tomas el tiempo para analizarlas, te das cuenta de que deberías haberlas visto venir. ¿Usted nunca ha visto videos viejos de los Juegos Olímpicos de Invierno? Un segundo estás mirando a una patinadora dar un salto en el aire y, al siguiente, la ves levantándose del suelo; y todo en un abrir y cerrar de ojos. Pero si vuelves a mirar el video cuadro por cuadro, te das cuenta de que desde que la patinadora despegó estaba claro que no conseguiría realizar el salto.

Aunque es posible que usted no acostumbre a ver videos viejos de patinaje.

Supongo que lo que estoy tratando de decir es que probablemente debí haber visto venir la catástrofe. Por ejemplo, esa semana en la que cada vez que un estudiante estornudaba en clases, otro decía “¡Lo pescaste!”. O ese viernes por la noche en el que en lugar de ver los habituales programas de televisión tontos de los noventa, mi mamá nos hizo fabricar un desinfectante casero mezclando aloe vera con alcohol que encontramos en el fondo de un gabinete del baño.

La cuestión es que la gente siempre dice cosas odiosas en la escuela (sin ofender), y mi mamá siempre tiene algún proyecto casero entre manos. Por eso ninguna de esas cosas me pareció rara en ese momento.

Pero una semana después al terminar la escuela, me puse, como siempre, a esperar a mi hermana afuera del laboratorio de informática, y como siempre, ella se demoró. Me preocupaba que me hiciera llegar tarde a la clase de patinaje. Era lunes, el día del cierre del periódico, y Raquel siempre tiene una historia más que editar o una foto más que aprobar antes de que la nueva edición de El Espejo de Manzanita salga a primera hora del martes.

Estaba a punto de sacarla a rastras del laboratorio cuando recibí un mensaje de texto. Era de J’Marie, mi entrenadora. Por un instante pensé que me escribía para preguntarme por qué tardaba tanto, pero entonces leí el mensaje.

“Oye, Lucinda, cerraron la pista de patinaje a causa del nuevo virus. Nadie quiere enfermarse. Parece que tendremos que cancelar la clase”.

Tuve que leerlo dos veces. No porque no comprendiera lo que decía, sino porque no podía creerlo. El caso es que me estaba preparando para una competencia importante, el Campeonato de Patinaje Artístico de la Costa del Pacífico, y tenía que practicar la pirueta baja. Era como si un segundo estuviera camino a mi clase de patinaje y, al siguiente, mis planes se hubieran cancelado; y todo en un abrir y cerrar de ojos.

Así que, para contestar su pregunta, creo que ese fue el momento en que me di cuenta de que todo había cambiado, pero probablemente debí haberlo notado mucho antes.

Lucinda Mendoza cerró el cuaderno, tachó “reflexión diaria” de la lista de tareas y le puso la tapa a la pluma. Después pasaría a la computadora lo que acababa de escribir y lo subiría al archivo “Diario de cuarentena” de la clase en línea de la Sra. King. Por ahora, su hermana Raquel estaba usando la laptop, en una reunión para cerrar la próxima edición del periódico escolar. Ya se habían terminado las clases, pero al fin y al cabo, era lunes.

—Raquel, ¿no piensas tomarte un descanso? —le había preguntado su mamá esa mañana con la voz aún rasposa—. ¿Acaso no te has dado cuenta de lo que pasa a tu alrededor? —añadió, frustrada.

Lucinda y su mamá se habían encontrado a Raquel sentada a la mesa de la cocina comiendo Corn Chex mientras revisaba su último artículo.

—En serio. Por si no te has dado cuenta, estamos en medio de una pandemia —añadió Lucinda, bostezando y recogiéndose el cabello rizado con una bandita elástica.

Raquel tragó y miró fijamente a su mamá y a su hermana gemela, como si esperara que le dijeran que se trataba de un chiste. Cuando ninguna dijo nada, puso los ojos en blanco.

—Tengo que entregar esto a tiempo —respondió.

Se llevó otra cucharada de cereal a la boca y siguió escribiendo.

Ocho horas después, en cuanto la Sra. King dijo que las clases en línea habían terminado, Raquel abrió una nueva ventana en la pantalla de la laptop y comenzó la reunión del periódico. Tratar de interrumpirla no serviría de nada, así como recordarle que antes de salir para la peluquería su mamá les había pedido que recogieran la cocina.

En lugar de eso, Lucinda apartó de su regazo a Llorón, su gato atigrado, que no paraba de maullar y quejarse, se levantó del sofá y se fue con el teléfono al balcón del apartamento, que quedaba en un segundo piso. De todos modos, tenía que hacer los ejercicios.

Primero volvió a leer el mensaje de J’Marie por millonésima vez. Le parecía increíble que solo hubiese pasado un mes desde que lo recibiera, aunque tenía la impresión de que habían pasado años; como si el mes anterior hubiese transcurrido en otro planeta.

Entrenadora J’Marie

Oye, Lucinda, cerraron la pista de patinaje a causa del nuevo virus. Nadie quiere enfermarse. Parece que tendremos que cancelar la clase.

Lucinda

¿Y la pirueta baja? Todavía no bajo lo suficiente.

Entrenadora J’Marie

No te preocupes. Solo será temporalmente. Sigue practicando los ejercicios complementarios en la casa y cuídate, ¿está bien?

Temporalmente. Eso fue lo que dijeron cuando cerraron las escuelas, les prohibieron ver a sus amigos y les dijeron que no podían salir de la casa sin máscaras.

Ese primer fin de semana cuando el alcalde les pidió a todos que no fueran a ningún sitio, su mamá había comenzado otro proyecto casero: una mesa de mosaicos con pedacitos de tazas que ellas habían roto a lo largo de los años.

—Miren, para cuando la termine, ya todo habrá vuelto a la normalidad —les aseguró.

La mesa iba por la mitad.

“Tiene sentido —pensó Lucinda, y puso el teléfono encima de la mesa—. Nada ha vuelto a la normalidad”.

Se agarró de la baranda del balcón para equilibrarse, se inclinó hacia delante, estiró la pierna derecha hacia atrás y la levantó tan alto como pudo. Cerró los ojos y trató de imaginarse sobre el hielo. Una brisa helada le acarició las mejillas y su cola de caballo flotó en el aire. Por un momento pensó que estaba en la pista de patinaje, pero solo por un momento. Un golpe repentino en la puerta de cristal del balcón la devolvió a la realidad.

Lucinda abrió los ojos sorprendida.

—Por si no te has dado cuenta, estoy entrenando aquí afuera —dijo, sin mirar.

Raquel abrió la puerta.

—Vamos, Lu, te necesito —gimió—. Es hora de asignar los artículos para la próxima semana. Inténtalo aunque sea una vez. Quizás te guste.

Lucinda no se movió. Desde el verano anterior, cuando su papá se mudó a Lockeford, una zona rural en el centro de California, a unas cinco horas de distancia hacia al norte, Raquel no solo actuaba como si fuera la jefa del periódico de la escuela, sino también de sus vidas. Había hecho horarios codificados con colores —le había asignado a ella el azul; a su mamá, el verde; y a sí misma, el morado—, y se los había enviado a la mañana siguiente por correo electrónico. Además, se la pasaba poniéndole en su teléfono lo que ella llamaba alarmas amistosas.

—Está descontrolada —se quejó Lucinda cuando Raquel trató de enseñarle la manera correcta de doblar las toallas—. Ahora es la redactora de la ropa limpia.

—Tenle… paciencia —dijo la Sra. Cruz Mendoza—. Creo que necesita sentir que todavía hay algo que puede controlar.

Pero Raquel no podía reescribir la historia de sus padres como si fuera uno de sus artículos del periódico, así como no podía obligarla a ella a que se inscribiera en el club, por mucho que insistiera.

—Quizás para la próxima —dijo Lucinda—. De todos modos, tenemos que recoger la cocina. Mamá dijo que lo hiciéramos antes de que ella regresara.

La peluquería estaba cerrada, como el resto de los negocios, pero su mamá iba una vez a la semana a mezclar tintes y armar paquetes con champús, tratamientos de hidratación y cremas para clientas que estaban tratando de arreglarse el cabello ellas mismas. Cualquiera pensaría que la gente tendría cosas más importantes de qué preocuparse en un momento como este, pero el nuevo servicio a domicilio de su mamá significaba que al menos ya no tendría que preocuparse por el dinero todo el tiempo como al principio.

Lucinda se acomodó el suéter alrededor de la cintura. Volvió a poner las manos en la baranda y alzó una pierna hacia el cielo.

—También recuerdo qué fue lo otro que dijo mamá sobre lo distraída que estás y cuánto necesitas cambiar de ambiente —dijo Raquel, con una voz demasiado dulce y cantarina.

Lucinda bajó la pierna y refunfuñó. La otra noche su hermana y ella habían escuchado a su mamá hablar por teléfono con su tía Regina acerca de enviarlas a casa de su papá.

“Marcos y yo hablamos de que las niñas vayan a pasar un tiempito con él. Raquel se mantiene ocupada con el periódico de la escuela; quizás demasiado ocupada; pero me preocupa Lucinda. Se pasa el día encerrada y parece estar desconectada del mundo. Quizás un cambio le venga bien, y Marcos tiene muchísimo espacio”, había dicho su mamá.

Tal vez Lucinda estaba un poco desconectada últimamente, pero eso solo se debía a que hacía un mes que no veía a sus amigas en la pista de patinaje; ni siquiera se había puesto los patines. ¿Cómo podía ocurrírsele a su madre que enviarla a un lugar a cinco horas de distancia iba a ayudarla?

Por otro lado, estaba Sylvia, que había comenzado a aparecer en las publicaciones de su papá en las redes sociales después de que ellas lo visitaran en el otoño. La mujer incluso había aparecido en el fondo de una videollamada hacía poco. Definitivamente Lucinda no tenía ningún apuro por conocerla.

—A mamá le daría tanta alegría saber que vuelves a hablar con seres humanos en lugar de un gato cascarrabias —dijo Raquel.

—Llorón es un gatito muy sensible y es buena compañía —protestó Lucinda.

Pero tenía que admitir que su hermana tenía razón, y si inscribirse en el club de periodismo convencía a su mamá de que no necesitaba irse a ningún lugar, entonces valdría la pena.

—Está bien —dijo finalmente—. Cuenta conmigo.