Capítulo 10

Raquel persiguió un chícharo por el plato con el tenedor, negándose a admitir que le había gustado la comida de Sylvia. Y es que Sylvia había armado mucho aspaviento con el cuento de que estaba preparando una paella. ¿A quién le importaba si cortaba cebolla, freía chorizo o machacaba especias en el molcajete de abuelita? Hasta había traído una sartén especial para cocinar la paella.

—Fue hecha en Valencia —les dijo Sylvia para impresionarlas.

La verdad es que la sartén parecía una sartén normal y corriente, a no ser porque era más grande, tenía dos asas y ocupaba demasiado espacio en la cocina.

De hecho, mientras más Raquel lo pensaba, menos sabía la paella mucho mejor que cualquier cosa que cocinara su mamá, de tener el tiempo para hacerlo. Incluso sin la sartén especial ni tantas especias. Si le quitabas los camarones y los chorizos, la paella se parecía al arroz con pollo. El mismito arroz con pollo que comían una vez a la semana.

Raquel miró a su alrededor. Lucinda estaba frente a ella dándole pedacitos de camarón a Llorón. El gato no paraba de maullar a sus pies. Su mamá estaba sentada comiendo tranquilamente en la silla de metal que normalmente guardaban en el clóset del pasillo, como si fuera una simple invitada. Su papá no paraba de hacer chocar los hielitos que tenía en el vaso. Sylvia la miró y le sonrió, lo que la hizo bajar la vista inmediatamente. Ya habían hablado de cómo habían hecho el viaje (sin tráfico), acerca del tiempo (fresco en esta época del año) y sobre la pandemia (a todos les parecía increíble). Raquel estaba comenzando a perder la paciencia. Ni Lu, ni ella ni Juliette podían seguir perdiendo el tiempo. Necesitaban un plan para sacar a Sylvia de la casa.

—Marcos, parece que tienes la alergia bajo control —comentó la Sra. Cruz Mendoza después de un rato—. Antes siempre tenías una crisis en la primavera. ¿Estás tomando algún medicamento?

Marcos tenía la boca llena. Sylvia soltó el tenedor y contestó por él.

—Está tomando polen local —dijo entusiasmada—. Si tomas una cucharada diaria, expones el sistema inmunológico a las pequeñas dosis de alérgenos que hay en el ambiente. Con el tiempo, las personas dejan de ser alérgicas.

Raquel se aclaró la garganta. Ya había leído sobre esa teoría.

—Lo cierto es que no hay pruebas…

—Pensé que no estaría de más probar —dijo Marcos.

¿Que no estaría de más? Yo creo ciegamente en ese tratamiento —dijo Sylvia—. He estado tratando de convencerlo de que ofrezca el producto en el quiosco, junto con los jabones artesanales y las mermeladas caseras elaborados por los vecinos. Estoy segura de que eso ayudaría a cambiar la clientela, ¿no creen?

—¿Y qué tiene de malo la clientela de siempre? —preguntó Raquel.

Los clientes del quiosco eran vecinos y turistas que se dirigían a la Sierra Nevada o al oeste, rumbo a los viñedos y al mar. Un chef famoso de Sacramento venía una vez a la semana a comprar vegetales frescos. El periódico local, el Diario de Lockeford y Clements, había publicado un ar- tículo sobre eso en primera página. Abuelita lo había recortado, lo había enmarcado en un cuadro y lo había colgado en una pared del quiosco. ¿Por qué ahora querrían una clientela nueva?

La Sra. Cruz Mendoza taladró a Raquel con la mirada, así que la chica se calló y volvió a perseguir chícharos por el plato.

—Bueno, me alegra que las cosas estén cambiando por acá —dijo la Sra. Cruz Mendoza.

Sylvia asintió.

—No queremos seguir siendo el secreto mejor guardado de Lockeford, ¿no es así, Marcos?

Raquel no pudo soportar más. Sylvia no solo había suplantado a su mamá en la mesa, sino que también hablaba del quiosco como si le perteneciera.

—Con permiso, me voy. Tengo que escribir un artículo para el periódico —dijo, haciendo a un lado el plato.

—Pero si casi no has comido —dijo Marcos.

—No tengo ham…

¡Raquel! —dijo su mamá, alzando una ceja.

Raquel pensó que lo de la ceja era innecesario. Ella sabía que cuando su madre decía su nombre completo, la cosa iba en serio.

—Está bien —murmuró. Se sentó y se metió una cucharada de arroz en la boca.

Sylvia se limpió la comisura de los labios con una servilleta.

—Así que escribes para un periódico —dijo—. Me encantaría leerlo. No sé si tu papá te contó, pero trabajo para una agencia de publicidad. Producimos videos para las redes sociales. Así fue como tu papá y yo nos conocimos. Marcos nos contrató para que hiciéramos un anuncio del quiosco.

—Oh —dijo Raquel sin ningún entusiasmo.

Pero Sylvia no parecía darse cuenta de que a nadie le importaba lo que decía.

—Y enseguida nos sentimos atraídos —continuó, mirando a Marcos.

El hombre sonrió y se sonrojó un poquito. Lucinda hizo una mueca y Juliette cerró los ojos.

—Bueno —dijo Sylvia, volviéndose hacia Raquel—, lo que quiero decir es que me encantaría mostrarte mi oficina una vez todo esto termine y las cosas vuelvan a la normalidad. Quizás hasta puedas trabajar un poquito con nosotros.

Raquel bebió un poco de agua y puso el vaso en la mesa bruscamente.

—Muchas gracias, pero a mí me interesa el periodismo. La vida real. Eso no tiene nada que ver con una agencia de publicidad.

La Sra. Cruz Mendoza echó la cabeza hacia atrás y soltó un suspiro.

—Raquel —dijo Marcos.

Sylvia le dio un apretoncito en la mano.

—No, no, tiene razón. Fui yo la que me equivoqué. No obstante, la oferta se mantiene en pie si cambias de opinión.

Todos se quedaron callados después de eso. Raquel pensó que la conversación finalmente había terminado. Se comería un par de cucharadas más del arroz para contentar a su papá y luego buscaría una excusa para salir de allí con Lucinda y Juliette. Tenían que encontrar una manera de acabar con esto.

Sin embargo, Sylvia continuó intentando hablar con ellas. Raquel tenía que admitir que era persistente.

—Lucinda, he escuchado que eres muy buena patinadora —dijo Sylvia.

Lu se inclinó a acariciar a Llorón. El gatito no se alejaba de sus piernas ni un segundo.

—Más o menos —respondió Lucinda—. Aunque no he podido practicar mucho últimamente.

Sylvia tomó una cuchara y se sirvió más paella. Parecía que la cena nunca terminaría.

—Apuesto a que tú y Juli tienen muchas cosas en común. Quizás puedan comenzar a correr juntas. Juli te puede mostrar las mejores rutas.

Juliette se frotó la nariz.

—Ella ya conoce las mejores rutas. Esta es su casa.

Sylvia frunció el ceño e hizo a un lado la servilleta, pero no a causa del tono de su hija.

—¿Por qué te estás frotando la nariz? ¿Te duele la cabeza? —le preguntó a Juliette—. Te ves un poco pálida. ¿Te sientes bien?

—Realmente no —dijo Juliette, y estornudó.