De: Raquel
Para: Mami, papi y Lu
Asunto: Horario del domingo
¡Hola, equipo Mendoza! Ya que estamos juntos, he decidido hacer un solo horario para todos. ¡Incluso para ti, papi!
5:30 a.m. —Raquel se levanta (Si quieren se pueden levantar también).
6:30 a.m. —Mami y Lu se levantan (En serio, se tienen que levantar a esa hora).
6:35 a.m. —Desayunar y vestirse
7:00 a.m. —Abastecer el quiosco
9:00 a.m. —Merendar y revisar mensajes en la casa
10:00 a.m. —Hacer labores del rancho
12:00 p.m. —Almorzar
1-4:30 p.m. —Pasar tiempo en familia (¿Juegos de mesa? ¿Rompecabezas? ¿Videos caseros? ¿Una caminata? Se aceptan sugerencias).
5:00 p.m. —Cenar (¿Carnitas?)
El cielo resplandecía con un color azulado y los pájaros empezaban a cantar en los árboles cuando Raquel se despertó a la mañana siguiente. Operación cuarentena: Primer día. La chica se estiró y se bajó de la cama superior de la litera, tratando de no despertar a Lu ni a Llorón, que dormía en una almohada. Ella siempre se levantaba antes que su mamá y su hermana, a veces unas cuantas horas antes. Nunca necesitaba una alarma para despertarse. Cada amanecer, algo dentro de su cerebro se activaba y le comunicaba que el mundo volvía a echar a andar y no debía perderse nada.
Sin embargo, era un poco más difícil ganarle a su papá. Raquel se lo encontró en la cocina semioscura sirviéndose una taza de café.
—Espero no haberte despertado —dijo Marcos—. Hace mucho tiempo que no tengo que preocuparme de hacer ruido por la mañana.
—No —dijo Raquel, y sintió un escalofrío.
La casa era cómoda, pero vieja. El viento se colaba por las rendijas de las puertas y las ventanas. La chica se acomodó el suéter que llevaba puesto.
Marcos sacó otra taza del gabinete. La taza tenía el dibujo de unos dados y unas cartas de póker: la habían traído sus padres de Las Vegas.
—No se lo digas a tu mamá —le dijo a Raquel, llenando la taza de café hasta la mitad y añadiéndole un chorrito de leche y una cucharadita de azúcar.
Raquel sintió el calor del café en las manos mientras llevaba la taza a la mesa.
Cuando era más pequeña, ella y su papá acostumbraban a pasar muchas mañanas de esta manera, especialmente durante los fines de semana, cuando su mamá citaba a sus clientas después de las once de la mañana para poder dormir un poco más.
Su papá recibía el periódico todos los sábados y domingos, y mientras ella se comía el cereal con leche, él le comentaba el estado del tiempo en todo el mundo: “Parece que hay mucha niebla en Houston” o “Más les vale que hoy se abriguen bien en Helsinki”. Ella se reía, segura de que su papá estaba ahí para velar por las tres. No necesitaba preocuparse de nada.
Las mañanas eran más solitarias desde que sus padres se habían separado, y peor desde que su papá se había mudado a Lockeford. Entonces era cuando más lo extrañaba, cuando era la única que estaba despierta en el apartamento. Su mamá y Lu pensaban que ella madrugaba para trabajar en El Espejo de Manzanita, pero en realidad ella había comenzado a escribir para el periódico para mantener la mente ocupada mientras estaba sola en la cocina.
Sin embargo, ese no era el caso esta mañana. Raquel deseaba poder quedarse así para siempre, comentando el periódico sin ninguna preocupación. A pesar de que todo había cambiado en los últimos tiempos, la cercanía a su padre le hacía sentir la misma tranquilidad de siempre. Enseguida notó que él comenzaba a inquietarse porque empezó a mirar el reloj.
—Creo que a tu mamá y a tu hermana todavía les gusta dormir la mañana, ¿no? —dijo después de tomarse lo que le quedaba de café.
Ambas ya debían haberse levantado. Raquel había programado las alarmas la noche anterior. Sin embargo, a veces ellas ni las oían. Debió haber programado al menos dos alarmas para cada una. Esta era la primera vez en mucho tiempo que los cuatro, solo ellos cuatro, tenían la oportunidad de comenzar el día juntos, y no parecía estar funcionando.
—Las voy a despertar —dijo Raquel, preocupada por que su papá se impacientara y decidiera comenzar a trabajar solo.
—Aquí estamos —dijo la Sra. Cruz Mendoza aún medio dormida, acompañada de Lu.
Raquel le haló la camiseta a su hermana.
—¿Por qué se demoraron tanto? —susurró.
—Lo siento —dijo Lu, y bostezó—. Es muy temprano.
Marcos le alborotó el cabello a Lucinda.
—Buenos días, mija —dijo. Se levantó, fregó la taza de café y se puso la gorra—. El café todavía está caliente. Hice un poco más para ti —añadió, mirando a la Sra. Cruz Mendoza—. Estaré afuera cargando la camioneta.
—¿No vamos a desayunar?
—Lo siento, pero no hay tiempo para eso.
El abuelo de las chicas había nombrado el rancho “Los Robles” por los hermosos árboles que adornaban el lugar desde hacía casi cien años. En realidad, no se trataba de un rancho, porque los ranchos de verdad eran mucho más grandes, y tampoco era una granja porque en las granjas se criaban animales. Simplemente se trataba de 12 acres de tierra donde se cultivaban naranjas, limones y dos tipos de cerezas: la brillante Bing y la Rainier rosadita, que era la favorita de Raquel. También había un hermoso huerto donde se cultivaban vegetales todo el año.
El quiosco quedaba en el límite de la propiedad, junto a la concurrida carretera Locke, y se había construido con el fin de vender los productos que la familia no consumía, los cuales resultaron ser muchos después de un tiempo. Marcos lo mantenía abierto de jueves a domingo, abasteciéndolo cada mañana con lo que recogía el día anterior. Los clientes pagaban usando el sistema de honestidad, depositando el dinero en una caja atornillada a un lado del quiosco.
—¿Por qué no contratas a alguien que haga esto? —protestó la Sra. Cruz Mendoza mientras ponía zanahorias en una cesta de mimbre.
—Porque me gusta asegurarme de que los productos estén en buen estado —dijo Marcos—. Y hablando de eso, esa zanahoria está dañada en la parte de arriba. ¿No lo ves? Échala a la basura.
Era la tercera vez esa mañana que Marcos criticaba a la Sra. Cruz Mendoza por no prestar más atención.
Raquel hubiese querido que su mamá fuera más cuidadosa y que su papá fuera menos exigente. Se suponía que debían trabajar juntos. También quería que su padre se diera cuenta de que no había ninguna razón para ampliar el quiosco como pensaba Sylvia, y mucho menos para ampliar la familia.
Lu prefería mantenerse alejada del conflicto. Se puso los auriculares en cuanto sus padres empezaron a discutir en el corto trayecto de la casa hasta el quiosco, como solía hacer cuando ellos vivían juntos. Ahora estaba sentada en un rincón sobre un balde volcado, actualizando la lista de precios de la pizarra. Como siempre, Raquel intentaba arreglar la situación.
—¿Por qué no la pruebas? —le preguntó a su mamá, dándole una fresa—. ¿No decías el otro día lo mucho que extrañabas las fresas del rancho?
La Sra. Cruz Mendoza soltó el manojo de zanahorias que tenía en la mano y mordió la fresa.
—Hum —dijo, y una gota de jugo le corrió por el dedo.
—Tan deliciosas como siempre, ¿verdad? ¿No te parece todo tan perfecto como antes? —preguntó Raquel.
Pero antes de que su mamá pudiera responder, su papá dejó caer una caja de naranjas frente a ellas.
—Si se siguen comiendo los productos no quedará ninguno para vender —dijo.
Raquel no sabía si estaba bromeando o protestando.
La Sra. Cruz Mendoza alzó los brazos, agarró una cesta vacía y se alejó del quiosco molesta.
—Me voy a recoger flores —dijo.
—Te lo voy a decir por última vez, ¡no voy a vender ramos de flores! —le gritó Marcos—. Esto es un quiosco, no una florería.
Qué desastre. Raquel no aguantó más. Sacó el teléfono del bolsillo y les escribió un mensaje de texto a los miembros del club de periodismo.
Raquel
Sé que es fin de semana y que la reunión no es hasta mañana, pero necesito que hablemos urgentemente. Los espero al mediodía. No lleguen tarde.
Detestaba cambiar el horario a última hora. ¿De qué servía un horario si no se cumplía? Pero tenía que admitir que nada en el día de hoy había salido como lo había pronosticado.