Ya no hacía frío, pero ir a la pista de patinaje después de la escuela dos veces a la semana había hecho que Lucinda se acostumbrara a llevar siempre una sudadera atada a la cintura. Nunca sabía cuándo la podía necesitar. Esta vez, su mamá, su hermana y ella utilizaron la sudadera para cargar las zanahorias, las cebollas y la coliflor y llevarlas a la casa. Las tres tenían los zapatos llenos de barro y las uñas sucias, pero a ella no le importó. Acababan de vivir el primer momento divertido desde que llegaran a Lockeford el fin de semana.
Al llegar a la casa, se limpiaron los zapatos en la alfombrilla de la entrada. Llorón las esperaba maullando.
—¿Pensaste que te habíamos abandonado? —le preguntó Lucinda—. No te preocupes, aquí estamos.
El gato se puso a olfatear los pies de la Sra. Cruz Mendoza y luego se asomó a la puerta.
—Entra —le dijo la mamá de las chicas, empujándolo suavemente con el pie—. No creo que quieras perderte allá afuera.
Lucinda llevó los vegetales a la cocina, donde su papá estaba comiendo arroz frente al fregadero. Alzó la sudadera, y una cebolla rodó y cayó al suelo.
Marcos dio un salto y la atrapó.
—¿Para qué trajeron todo eso? —preguntó.
—Vamos a preparar escabeche —dijo Lucinda alegremente.
—Para llevárselo a tía Maggie mañana —añadió Raquel—. Mamá la extraña mucho.
—Es cierto que la extraño mucho, pero ya les dije que solo iremos si su padre está de acuerdo —dijo la Sra. Cruz Mendoza—. Marcos, ¿qué opinas? Podemos dejar el escabeche en el porche de Sara y saludarlas por la ventana.
Marcos cruzó los brazos.
—Hum —dijo, y frunció el ceño como si se tratara de un asunto muy serio.
A Lucinda le pareció ver un destello en sus ojos.
—Creo… —dijo Marcos, e hizo una pausa—, que vamos a necesitar frascos de cristal. Y estoy casi seguro de haber visto algunos en el sótano.
Después de lavarse las manos, la Sra. Cruz Mendoza limpió la encimera mientras Lucinda y Raquel lavaban los vegetales. Marcos fue a la despensa a buscar el resto de los ingredientes: sal, pimienta y vinagre. También agarró un poco de orégano de las macetas en el alféizar de la ventana.
La Sra. Cruz Mendoza insistió en cortar las zanahorias.
—Ya saben que tuve una profesora muy estricta. Ahora soy una experta en cortar zanahorias —dijo, alzando la barbilla.
Raquel, Lucinda y su mamá se burlaron de Marcos cuando a este se le salieron las lágrimas al cortar la cebolla.
Mientras Lucinda machacaba el orégano en el molcajete de abuelita, notó que Raquel sacaba el teléfono y comenzaba a grabar. Su hermana tomó un video de toda la cocina, probablemente para compartirlo con #EquipoAndrea.
Tenía la esperanza de que Raquel cumpliera lo prometido. Se suponía que estaban intentando acercar a sus padres, y no podía evitar preocuparse por los planes de su hermana, que solo lograban empeorar las cosas. ¿Y si su mamá se enteraba de que existía el Equipo Andrea? Se enojaría incluso más que antes.
La chica no podía parar de pensar en algo que le había escrito su entrenadora la última vez que le preguntó si la pista de patinaje abriría antes de la competencia.
Entrenadora J’Marie
Lucinda, no vale la pena que te preocupes tanto. No puedes controlar cuándo reabrirá la pista de patinaje. Lo único que puedes controlar es lo que tú haces. Trata de mantenerte sana y fuerte.
Por muy testaruda que fuera Raquel, no podía hacer que sus padres se llevaran mejor o que Sylvia se marchara. Sin embargo, sí podía ayudar a mantener a su familia sana y fuerte. Además, sus planes lo único que conseguían era poner la tranquilidad de todos en peligro.
Al menos ahora Raquel estaba distraída en el fogón ayudando a su papá a sofreír las verduras en aceite de oliva. Su mamá había pedido pizzas para cenar tanto para la casa como para el estudio. Había tanto reguero en la cocina que era imposible preparar la cena.
El viaje a la casa de Sara al día siguiente fue corto porque todavía no había mucho tráfico en la carretera. La Sra. Cruz Mendoza dejó que las chicas faltaran por la tarde a la escuela para poder salir del rancho a la hora del almuerzo, justo después de que Marcos terminara de trabajar en el naranjal.
—Todo se ve tan vacío —murmuró Raquel mirando por la ventanilla de la camioneta.
—Es como si todos se hubiesen ido de vacaciones —coincidió Lucinda.
También en Los Ángeles se veían muchas menos personas en las calles, pero al menos allí continuaban pasando autobuses y la gente iba de compras, siempre y cuando mantuviera dos metros de distancia en las filas interminables que se hacían en los estacionamientos de los supermercados.
Apenas vieron gente por el camino. Pasaron por delante de restaurantes con carteles que decían “cerrado” y de un parque en el que habían volteado la canasta de baloncesto y habían puesto una cinta amarilla alrededor de los juegos. Cuando Marcos estacionó la camioneta en la calle de Sara, no se veía a nadie montando bicicleta ni lavando autos frente a los garajes. Lucinda tuvo la sensación de que ellos eran las únicas personas en el planeta.
Pero eso solo duró hasta que llegaron al porche de la casa de Sara.
La familia los esperaba al otro lado del gran ventanal. Ahí estaban Sara, Sergio y sus tres hijos adolescentes. También estaba la tía Maggie en su silla de ruedas saludando con la mano. De repente, el mundo volvió a llenarse de gente.
—¡Ay! —exclamó la Sra. Cruz Mendoza en cuanto vio a la tía Maggie, y subió corriendo las escaleras como si pudiera abrazarla. En lugar de eso puso la mano en el cristal—. ¿Cómo ha estado? —le preguntó.
La voz de tía Maggie sonaba opaca a través de la ventana.
—Estoy bien, mija. Y tú te ves muy bien.
—Sí —asintió la Sra. Cruz Mendoza—. Todos estamos bien.
Raquel levantó la cesta con los frascos de escabeche.
—Miren lo que les trajimos —dijo.
—Hum, nuestro plato favorito —dijo la prima Sara.
Tía Maggie alzó una ceja.
—Espero que no hayas cortado las zanahorias demasiado pequeñas —le dijo a la mamá de las chicas.
Marcos se acercó a la ventana.
—No se preocupe, tía, yo mismo la supervisé.
La Sra. Cruz Mendoza le dio un golpecito en el hombro.
—Ay —dijo la tía Maggie—. Ahora sí estoy preocupada.
Lucinda sintió como si acabara de dar un salto perfecto. El rencuentro con su familia no podía ir mejor. Acercó el teléfono al cristal y les mostró a todos un video de su último programa de patinaje mientras su papá prometía que regresaría cuando las cerezas estuvieran maduras.
Raquel quiso que se hicieran un selfi, y los diez se las arreglaron para caber en el marco del teléfono a pesar de estar en lados opuestos de la ventana.
—Cuando cuente hasta tres, digan “¡cuarentena!” —dijo Raquel, y tomó la foto. Enseguida revisó el teléfono—. ¡Lo logramos!
De regreso a la camioneta, Lucinda vio que su papá le pasaba el brazo por encima a su mamá, y se quedó helada. Soltó un suspiro de sorpresa, pero también de satisfacción.
—¡Mira! —susurró, agarrándole la mano a Raquel.
Su hermana levantó el teléfono para tomar una foto, pero Lucinda la detuvo.
—No, por favor —dijo—. En este momento no somos el Equipo Andrea sino el Equipo Mendoza. Las únicas personas que necesitan ver esta escena, ya la vieron.
Desafortunadamente, antes de que pudieran saborear el momento, el teléfono de Marcos sonó y él retiró el brazo para contestar.
—¡Hola! —dijo.
Lucinda y Raquel intercambiaron una mirada.
—Sí, estamos regresando ahora mismo —dijo Marcos después de una larga pausa.
Las chicas observaron su rostro.
—¿De verdad? Qué buena noticia.