Lucinda empujó el pastel, temerosa de mirar a Sylvia a los ojos pero incapaz de tragarse otro bocado. Su mamá había cubierto estratégicamente su porción con una servilleta de papel y Raquel les lanzaba trocitos de la suya a los gorriones que esperaban por las migas en el suelo.
Marcos se llevó un bocado de pastel a la boca.
—Humm.
Sylvia lanzó la servilleta a la mesa.
—Para, por favor —dijo—. Sé que estás tratando de ser amable. No tienes que comerte el pastel. Nadie se lo tiene que comer.
Juli se acercó el plato a la nariz y olió el contenido.
—¿Qué le pasó? La masa sabía bien.
—¡No lo sé! —dijo Sylvia, tapándose la cara con las manos y soltando una carcajada que más bien parecía un sollozo—. Les juro que he hecho este pastel mil veces y nunca me había salido así.
El pastel se veía precioso en la elegante fuente que Sylvia había traído de su casa, pero sabía al pan de ajo que una vez la Sra. Cruz Mendoza olvidó en el horno. Lucinda sospechó que Raquel tenía algo que ver en el asunto.
—¿Qué hiciste? —le preguntó al oído.
—¿Yo? —respondió Raquel con una expresión de falsa sorpresa tan repartida por toda la cara como el azúcar en polvo y cualquier otra cosa que le hubiera echado al pastel—. Sylvia fue la que lo hizo.
Lucinda le dio una patada por debajo de la mesa. Como diría su abuelita, Raquel tenía que parar de hacer travesuras antes de que se metieran en problemas o hirieran los sentimientos de alguien.
Sylvia puso el tenedor en el plato.
—Creo que podemos decir oficialmente que la cena ha terminado —dijo, y se volvió hacia Juli—. ¿Qué opinas? ¿Llegó la hora de los regalos?
Juliette sonrió.
—Claro —respondió, y se levantó y agarró la bolsa que había traído.
Raquel se sonrojó. Lucinda también, pero sospechaba que por una razón muy diferente a la de su hermana. El hecho de que Sylvia les trajera regalos la hacía sentir peor por haber destruido su ropa. Hasta ahora Juliette no le había mencionado el asunto, y ella se preguntaba si sabría lo que había pasado.
—¿Regalos? —dijo la Sra. Cruz Mendoza sorprendida—. Sylvia, eso no era necesario.
—Ay, no son nada del otro mundo. Ya lo verás.
Juli abrió la bolsa y sacó dos cajas grandes envueltas en papel rojo brillante.
—Perdonen el papel, pero era el único que teníamos —dijo Sylvia.
—A mí me gusta —dijo Lucinda—. Me recuerda uno de mis vestidos de patinadora.
Raquel soltó un resoplido.
—¿Qué? Es verdad —dijo Lucinda.
La chica comenzó a romper el papel y enseguida apareció una caja desgastada con un dibujo de unos patines por delante. Lucinda levantó la tapa. Adentro había un par de patines un poco arañados, pero en muy buen estado.
—Eran míos, pero hace años que no los uso —explicó Sylvia—. Pensé que podrían gustarte, al menos hasta que puedas patinar sobre hielo.
—¡Gracias! —dijo Lucinda, aflojando los cordones—. ¿Me los puedo poner?
Raquel la fulminó con la mirada y le lanzó un trozo de pastel a los gorriones, a los que no parecía importarles el sabor a ajo.
—Por supuesto —dijo Sylvia—. Juli trajo sus patines de la casa y también compramos un par para Kel. Llegaron esta mañana. Esa es la verdadera razón por la que nos quedamos un día más en el estudio.
—Gracias —murmuró Raquel—, pero yo no patino.
Lucinda ya tenía un patín puesto y se estaba atando el otro. Enseguida se volteó hacia su hermana.
—Vamos, Kel, inténtalo. Quizás cambies de opinión —dijo.
Por supuesto que se refería a los patines, pero le hubiese gustado que su hermana también cambiara de opinión sobre otras cosas.
Raquel comenzó a pasar los dedos por el borde del papel de regalo, pero se detuvo.
—Ahora no —dijo.
Lucinda dio un par de vueltas por el patio de cemento y se dio cuenta de que los patines no le servirían para hacer patinaje artístico. Por un lado, tenía que impulsarse con más fuerza para tomar velocidad. Tampoco creía que pudiera girar sobre ellos, pero después de tantas semanas encerrada era agradable volver a deslizarse.
Su papá y Sylvia habían movido la parrilla y algunas macetas para que ella y Juli tuvieran más espacio donde patinar.
—Raquel, ¿estás segura de que no quieres probar? —le preguntó Marcos a su hija—. Parece divertido y todo el mundo necesita un pasatiempo en la cuarentena.
—Juli y yo te podemos ayudar —le dijo Lucinda, deteniéndose frente a ella.
Quería que su hermana se diera cuenta de que a veces las cosas pueden cambiar. Que uno puede tambalearse y hasta caerse, pero aun así seguir adelante.
Raquel cruzó los brazos.
—Ya dije que no, gracias —respondió, y miró a Lu como si fuera una extraña.
—Bueno, avísame si quieres más tarde —dijo Lucinda, y añadió—: Oigan, ¿creen que pueda dar un salto bucle con estos patines?
—¡No! —exclamaron todos los adultos a la vez, y se echaron a reír.
Lucinda vio que su mamá recogía el plato y entraba a la casa. Cuando volvió a salir, llevaba el bolso con sus cosas que había traído de Los Ángeles. Se acercó a Raquel, le dio un apretoncito cariñoso en los hombros y le susurró algo al oído. Raquel volteó la cabeza.
—Gracias a todos por una cena maravillosa y por el postre —dijo la Sra. Cruz Mendoza, despidiéndose—. Me voy al estudio.
Lucinda no lo podía creer. ¿Se marchaba su mamá? ¿Acaso había herido sus sentimientos al emocionarse con los patines de Sylvia? De repente sintió unas ganas enormes de quitárselos. Se detuvo y trató de no llevarse un dedo a la boca y morderse una uña.
—¿Mami? —dijo.
—Sigue patinando, mija. Nos veremos mañana temprano.
Lucinda quiso seguir a su mamá, pero Sylvia la distrajo.
—¿Es cierto que participas en competencias de patinaje? —preguntó—. Me encantaría ir a verte.
Lucinda volvió a mirar hacia su mamá, pero ya ella se alejaba por el naranjal bajo la luz del crepúsculo.
—Voy a competir en el Clásico de la Costa del Pacífico en junio —dijo—. La competencia será en Los Ángeles, pero no es tan lejos. Solo espero que las pistas de patinaje abran antes para poder practicar —explicó, y patinó hacia el centro del patio levantando la pierna derecha e intentando hacer una espiral.
—No creo que debas preocuparte —dijo Sylvia—. Probablemente cancelen la competencia y tengas tiempo suficiente para prepararte antes de que la vuelvan a programar.
Lucinda sintió que se tambaleaba. Recuperó el equilibrio justo antes de caer.
—¿Qué quieres decir?
Hacía ya un tiempo que temía que cancelaran la competencia, pero se negaba aceptarlo. Oír a Sylvia decirlo con tanta seguridad la hizo sentir como si el suelo desapareciera bajo sus pies.
—Es muy injusto, ¿verdad? —dijo Sylvia, recostando la cabeza en el hombro de Marcos—. La pandemia ha traído tantas dificultades y frustraciones. Quizás lo único positivo ha sido que nos reuniera a todos aquí. La verdad es que nunca querría abandonar este lugar.
Esta vez fue Juli la que tropezó y casi termina en el suelo. Raquel saltó de la silla y entró furiosa a la casa.
“¿Nunca?”, pensó Lucinda sorprendida, y rápidamente comenzó a quitarse los patines.