Capítulo 25

Llorón pasó la noche acurrucado en la almohada de Lucinda y a la mañana siguiente continuó dormitando en su regazo. De vez en cuando estiraba el cuello para recordarle a la chica que le rascara detrás de las orejas.

—Creo que nunca he visto un gato tan mimado —dijo la Sra. Cruz Mendoza, echándole un chorrito de crema al café.

Como había prometido, la mamá de las chicas había venido a desayunar a la casa principal. Lucinda se preguntó cuántas alarmas habría puesto para despertarse a tiempo.

—Yo creo que ese gato se escapó para llamar la atención —dijo Marcos.

Sylvia se tapó la cara con las manos.

—Lucinda, no sabes cuánto siento haber dejado la puerta abierta —dijo. Era al menos la quinta vez que pedía disculpas esa mañana—. No sé en qué estaba pensado, pero te prometo que no volverá a pasar.

—No te preocupes, Sylvia —dijo la Sra. Cruz Mendoza—. Fue un accidente. Cualquiera podría haber hecho lo mismo.

“Pero fue Sylvia quien lo hizo”, pensó Lucinda. Quizás Raquel tenía razón. No debería haber confiado en ella tan rápidamente.

Con todo lo sucedido la noche anterior, Lucinda no había tenido tiempo de agradecerle a su hermana por haber encontrado a Llorón. Ni siquiera sabía exactamente qué pasó en el huerto.

Ella y su mamá estaban buscando una lata de atún en la despensa con la esperanza de poder atraer a Llorón a la casa cuando Juli se apareció en la puerta.

—Lo encontramos —dijo, pero no dio ninguna explicación. Simplemente se marchó a su habitación.

Raquel entró unos minutos más tarde cargando a Llorón. El gatito se le escapó de los brazos y corrió hacia Lucinda, que lo esperada arrodillada en el suelo.

—¿Dónde lo encontraron? —preguntó.

—Encima de un cerezo —contestó Raquel.

Lu pensó que le contaría más, que le haría el cuento de principio a fin como acostumbraba, pero no fue así.

—Debe de haberse subido al árbol y después no supo bajar. —Eso fue todo lo que dijo.

Lucinda estaba tan contenta de volver a tener a Llorón en sus brazos que no se preguntó por qué su hermana estaba tan callada. Sin embargo, ahora sentía curiosidad.

Trató de que Raquel le prestara atención, pero esta no le quitaba los ojos de encima al plato de quinoa con fresa que Sylvia le había servido.

La mujer miró el reloj.

—Qué raro que Juliette todavía no se haya levantado —dijo—. Seguramente estaba muy cansada con todo lo que pasó anoche. Será mejor que vaya a despertarla.

Raquel alzó la cabeza.

—Oye, mami, tal vez Lu y yo debamos tomar las clases en el estudio. Así Juli tendrá la casa para ella sola.

La Sra. Cruz Mendoza terminó de tomarse el café.

—Todas sus cosas de la escuela están aquí —dijo—. Además, yo tenía planeado pasarme el día cosiendo.

—A Juli le va a encantar tener compañía aun cuando vayan a escuelas distintas —añadió Sylvia.

Después de dos meses de pandemia, a Lucinda seguía pareciéndole raro que las personas pudieran estar en un mismo lugar sin estar realmente presentes.

La Sra. Cruz Mendoza bostezó y llevó la taza al fregadero. La enjuagó y la puso boca abajo a secar. Luego volvió a la mesa y besó a Lucinda y a Raquel en la cabeza como si sus hijas se fueran a la escuela.

—Vengan a visitarme a la hora del almuerzo —dijo, y fue hacia la puerta trasera en el mismo momento en que Juli entraba en el comedor.

Todos se dieron la vuelta.

—Oh, aquí estás. Estaba a punto de ir a despertarte —dijo Sylvia, y su sonrisa se desvaneció.

Juli llevaba una camiseta nueva que decía #EquipoSylvia.

Lucinda dejó caer la cuchara, que golpeó el plato y provocó que Llorón se asustara y saliera corriendo. ¿Cómo sabía Juli lo del Equipo Sylvia? Miró a Raquel al otro lado de la mesa. Su hermana se veía tensa. No paraba de apretar con la mano una bola que había hecho con la servilleta.

—Buenos días —dijo Juli secamente.

Era como si hubiera entrado con una serpiente venenosa alrededor del cuello y todos pudieran verla menos ella.

—¡Ay, quinoa con fresa! ¡Qué bien! —dijo, y se sirvió un plato y se sentó.

Sylvia se rio nerviosa.

—Cariño, ¿y esa camiseta?

Juli se llevó una cucharada de cereal a la boca y se miró.

—¿Esta camiseta? Deberías preguntárselo a Lucinda y a Raquel —dijo, y continuó comiéndose el cereal tranquilamente—. También deberías pedirles que te cuenten cómo han convertido nuestras vidas en un concurso como si estuviéramos en un show de televisión. ¿Eres del Equipo Sylvia o del Equipo Andrea? Creo que todos saben de qué lado estoy. ¿Hay más jugo de naranja?

La Sra. Cruz Mendoza retiró la mano del pomo de la puerta y volvió al comedor.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Lucinda tenía la boca demasiado seca para hablar.

—Eh… Nosotras…

—No es nada —dijo Raquel, acudiendo a rescatar a su hermana como siempre—. Se trata de una broma que se nos fue un poco de las manos, eso es todo. Además, ¡Juliette también participó! —añadió, y miró a la chica—. ¿O acaso no te acuerdas? Tú querías irte de aquí tanto como nosotras queríamos que te fueras.

¡Raquel! —exclamó Marcos.

Sylvia le puso una mano en el hombro a su hija.

—Juli, dime qué pasó.

Pero Juliette no le contestó.

—Quería irme a casa, no sabotear la nueva relación de mi mamá —le gritó a Raquel, y miró a Sylvia—. Ella fue la que arruinó el pastel, y lo de la máscara facial no fue un malentendido. Ah, y aquí va la mejor parte: ella fue la que dejó que Llorón se escapara, y lo hizo para culparte.

Cuando patinaba, Lucinda siempre sabía de antemano cuando se iba a caer. Ya fuera que se le virara el dedo en el momento equivocado o se inclinara demasiado hacia un lado. No importaba cuánto tratara de mantenerse en pie, siempre terminaba en el suelo.

Eso fue exactamente lo que sintió en ese momento.

No había mirado su teléfono desde la noche anterior. Había estado demasiado preocupada como para ponerse a leer mensajes. Después de que Raquel trajera el gatito a casa, se sintió aliviada, pero también cansada, y simplemente no lo hizo. De hecho, el teléfono continuaba en una mesita de la sala. Se levantó de la silla y fue a buscarlo en silencio.

Raquel se paró de un salto.

—Eso no es cierto. Fue Sylvia la que dejó la puerta abierta. Ella misma lo admitió.

Lucinda vio que tenía muchísimos mensajes. Sintió que le temblaban las manos cuando los comenzó a leer. Su mamá se le acercó y le quitó el teléfono antes de que pudiera terminar, pero ya había visto suficiente.

¿Cómo era posible que no hubiera visto venir la caída? Muchas veces cuando se caía en la pista de patinaje había alguien que la ayudaba a levantarse, pero otras veces no, tenía que levantarse sola; y eso era exactamente lo que iba a hacer.

—No sé por qué te hice caso —dijo mirando a Raquel—. Crees que sabes lo que es mejor para todos. Crees que puedes controlarlo todo. Pero ni sabes nada ni puedes controlar nada.