—¡Yo me encargo de los platos! ¡Encárgate tú de la encimera! —gritó Raquel.
Lucinda asintió. Era una de esas veces en las que se alegraba de que su hermana tomara el mando y le dijera qué hacer. De ninguna manera podrían terminar a tiempo. Ya se oía la llave de su mamá en la cerradura, pero si las encontraba recogiendo la cocina quizás no se molestara tanto.
Se agachó y comenzó a registrar el gabinete donde usualmente guardaban los productos de limpieza, pero estaba lleno de rollos de papel sanitario. Abrió una gaveta y encontró más rollos.
—¡Solo hay papel sanitario! —susurró al escuchar las llaves caer en el platico de cerámica en la mesita al lado de la puerta.
Cuando todo esto comenzó, cuando todos se dieron cuenta de que el nuevo virus era diferente al resto de los catarros y que tendrían que quedarse metidos en casa durante semanas, su mamá se había obsesionado con comprar papel sanitario. ¿Tenían suficiente? ¿Dónde podrían conseguir más? ¿Cómo no se les ocurrió comprar más rollos mientras estuvieron disponibles?
—¿Cuánto tiempo faltará para que encuentre un tutorial para hacer papel sanitario en casa? —bromeó Lucinda una noche durante la cena.
—Ya verán como no les daré ni un trocito —respondió su mamá, lanzándole un pedacito de aguacate.
Raquel y Lucinda se rieron y volvieron a concentrarse en sus taquitos.
Ahora había papel sanitario por todo el apartamento, más del que necesitarían tres personas por el resto de su vida. Podrían empapelar las paredes con papel sanitario y todavía les quedaría. De hecho, su mamá ya había comenzado a regalar rollos de papel sanitario por el vecindario.
—¡Agarra un pedazo de papel y ponte a limpiar! —dijo Raquel entre dientes. Luego abrió el grifo y gritó—: Mami, ¡estamos en la cocina!
Lucinda aguantó la respiración al oír los pasos. Esperaba que su mamá les preguntara por qué no habían terminado, por qué había tanto reguero, cualquier cosa…
Raquel cerró el grifo y se secó las manos en los jeans.
—Sabemos que querías que recogiéramos antes de que llegaras, y ya hubiésemos terminado si no hubiese sido porque la Sra. King se demoró y la reunión del periódico tomó más tiempo de lo previsto —comenzó a decir Raquel atropelladamente, para que no la interrumpieran—. Esta vez Lu participó en la reunión, lo que te alegrará ya que quieres que haga nuevos amigos…
—Ya yo tengo amigos —la interrumpió Lucinda—. Es solo que…
Lucinda se detuvo a mitad de la oración y Raquel se apartó para dejar paso a su mamá, quien se acercó al fregadero sin decir palabra y se lavó las manos. Parecía aturdida, como el día en que llevó a Lu a su primera competencia de patinaje y casi se las traga una ola de lentejuelas.
—¿Mami? —preguntó Lucinda.
—Eh… ¡Ay! Disculpen —dijo la Sra. Cruz Mendoza como si acabara de aterrizar—. Este… Fui a la casa de la Sra. Moreno a dejarle los mandados y resulta que está enferma. Tiene el virus —añadió, poniendo una bolsa de compras sobre la encimera.
—¿Qué? —preguntaron Lucinda y Raquel acercándose a su madre.
Raquel la tomó de la mano y la llevó hasta la mesa. Lucinda acercó una silla.
—Gracias, mija. La pobre, se contagió.
La Sra. Moreno vivía en el apartamento de abajo. Algunas veces venía a asegurarse de que las chicas estuvieran bien cuando la Sra. Cruz Mendoza trabajaba hasta tarde en la peluquería. Les traía la mitad de un pan de banana cada vez que horneaba. “Es mucho para mí sola”, solía decir. A Llorón le encantaba escaparse y ponerse a maullar frente a su puerta para que le diera algo de comer.
La Sra. Cruz Mendoza le había estado comprando los mandados a su vecina una vez a la semana desde que un doctor en la televisión dijera que las personas mayores no debían salir de casa.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Raquel.
Lucinda hubiese querido preguntar lo mismo, pero temía la respuesta. Sabía que el virus era real, pero hasta ese momento no lo había interiorizado del todo. Le resultaba difícil sentir el peligro que representaba en comparación con otras cosas. Sin embargo, de alguna manera ese peligro acababa de colarse en sus vidas.
Llorón se subió al regazo de la Sra. Cruz Mendoza y soltó un maullido, y ella le rascó las orejas.
—Creo que sí —dijo la mujer al rato—. Espero que sí. Su nieto vino a quedarse con ella, lo que me parece bien. Fue él quien me lo dijo. Me quedé tan impresionada que olvidé darles los mandados.
—Yo los bajaré —dijo Raquel, tomando la bolsa.
—¡No! —dijeron Lucinda y la mamá al unísono.
—Yo los bajaré después —dijo la Sra. Cruz Mendoza, poniéndole una mano a Raquel en el hombro. Cerró los ojos y se rascó la parte superior de la nariz.
Lucinda estaba paralizada. Miró a su hermana, pero Raquel negó con la cabeza.
La Sra. Cruz Mendoza finalmente abrió los ojos.
—Necesitas cortarte el cabello —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
Y dale con la manía de cortar el cabello.
En un santiamén, Raquel se escabulló a la cocina y volvió a abrir el grifo.
—Más vale que termine de fregar los platos —dijo.
—¿En serio? —gesticuló Lucinda con la boca sin articular sonido.
—Lo siento —le respondió Raquel de la misma manera.
Algunas personas necesitaban salir a correr para despejar la cabeza y pensar claramente. Otras necesitaban escuchar música o hacer jardinería, o pintar o tomar té. Andrea Cruz Mendoza cortaba el cabello. Y si no estaba en la peluquería cuando se le presentaba un problema, le cortaba el cabello al que estuviera más a mano. Esta vez le tocaría a Lucinda.
—Mija, ve a buscar una toalla para ponerte por encima mientras yo busco las tijeras —dijo la mujer.
—Está bien —respondió Lucinda yendo enfurruñada hasta el clóset del pasillo y sacando una toalla de playa. Luego haló una silla hasta el centro de la cocina y se sentó.
—Muchas gracias —le susurró a Raquel, quitándose la bandita elástica, y esperó a que su madre regresara con las tijeras—. Hicimos un trato. Esta vez te tocaba a ti.