Capítulo 6

“No pega”. Eso fue lo primero que le vino a la mente a Raquel al ver el convertible rojo frente a la casa. Parecía un autito de juguete al lado de la vieja camioneta marrón de su padre.

Un auto como ese estaba destinado a atascarse en el fango, se llenaría de polvo en la recogida de cítricos y sin duda alguna no podría remolcar nada. Raquel estudió cada detalle del vehículo. Tenía una pegatina que decía: “DEPARTAMENTO DE ATLETISMO DE LOCKEFORD”.

Quizás el auto pertenecía a alguno de los estudiantes que a veces trabajaba en el quiosco del rancho. Aunque eso no tenía mucho sentido. A su padre no se le ocurriría contratar a nadie en un momento como este. Además, tenía un collar de macarrones de todos los colores colgando del espejo retrovisor. Se parecía a los collares que ella y Lu hacían en la escuela cuando eran pequeñitas.

—Eh… ¿papi compró un auto? —preguntó finalmente Raquel, volviéndose hacia su mamá.

—Hum… Tendrás que preguntarle —dijo la Sra. Cruz Mendoza sin mover ni un solo músculo de la cara—. Bueno, parece que llegamos. Límpiense las manos y bajemos las cosas. ¿No creen? —añadió, echándose desinfectante y pasándoles el frasco a sus hijas.

Raquel no sabía qué pensar del auto, para ser más específicos, se preguntaba quién sería su dueño. Algo sí tenía claro, sin embargo: aunque su mamá supiese la respuesta a esa pregunta, nunca se la diría, así que sin decir nada más abrió la puerta, se bajó del carro y se estiró.

Lu se bajó detrás de ella y se estiró también, inclinándose tanto que la cabeza casi toca el suelo.

—Alardosa —le dijo Raquel.

Lu se enderezó y sonrió. Luego le dio la vuelta al auto para sacar a Llorón.

—Ven conmigo, preciosura —le dijo al gato al sacarlo de la jaula y acariciarlo.

—Más te vale que no lo sueltes —le advirtió la Sra. Cruz Mendoza—. Esto no es un edificio de apartamentos. Si se escapa se las tendrá que ver con un mapache o un coyote. Y te aseguro que ninguno le dará una galletita como la Sra. Moreno.

Llorón maulló contento cuando Lucinda le rascó detrás de las orejas mientras lo metía de vuelta en la jaula.

—No te vas a escapar, ¿verdad? —le dijo al gato, y enseguida gritó—: ¡Papi!

El hombre bajó corriendo las escaleras de la entrada principal.

—¡Llegaron!

Raquel miró a su mamá de refilón. Se veía relajada, aliviada.

—¡Llegamos! —dijo la Sra. Cruz Mendoza sonriendo y dando un paso al frente.

Por un momento parecía que se iban a abrazar. En lugar de eso, el papá de las chicas le ofreció el codo.

La Sra. Cruz Mendoza lo miró confundida, pero enseguida alzó también el codo y saludó a Marcos torpemente.

—Ay, por Dios —murmuró Lu, tapándose los ojos al ver a sus padres.

Sin embargo, Raquel estaba demasiado contenta como para avergonzarse.

Su papá se quitó la gorra de los Dodgers —a pesar de no vivir ya en Los Ángeles, seguía siendo fan del equipo— y se pasó la mano por el cabello. Después se volvió hacia las chicas.

—Las extrañé —dijo.

Las abrazó a las dos al mismo tiempo, una con cada brazo. Era el mismo abrazo con el que las esperaba cada día al regresar de la escuela. Se sentía exactamente igual, como si acabaran de llegar a casa, como si los cuatro nunca se hubiesen separado.

Marcos saltó en cuanto escuchó abrirse la puerta de la casa.

—¿Ya llegaron? ¿Por qué no me avisaste? —preguntó una mujer.

El hombre les dio un apretón más a las chicas y se volteó. Lucinda frunció el ceño y miró a su mamá. No parecía sorprendida. De hecho, parecía estar esperando el encuentro.

La Sra. Cruz Mendoza se limpió las manos en los pantalones y caminó en dirección a la mujer.

—Sylvia, ¿no es así? —dijo, extendiendo la mano—. Ay, disculpa. Creo que no debemos darnos las manos en este momento. De todos modos, me alegra mucho conocerte.

Sylvia.

La mujer llevaba el cabello recogido, salvo por unos cuantos rizos que le caían sobre las mejillas bronceadas y que brillaban bajo la luz del sol. Llevaba unos pantalones rosados de hacer ejercicio y un suéter a juego que Raquel tuvo la impresión que jamás habían visto el sudor.

—¡Ay, Andrea, no te preocupes! Después de todo ahora somos prácticamente familia —exclamó la mujer, y abrazó a la Sra. Cruz Mendoza.

—¡Oh! —dijo la mamá de las chicas dándole una palmadita en la espalda.

El hombre las miró y suspiró como si lo peor ya hubiera pasado. A Raquel le recordó la sensación que sentía cuando se ponía la vacuna contra la gripe. Al principio sentía el brazo adolorido, pero el moretón no aparecía hasta mucho después.

Lu se acercó a Raquel y la miró con expresión interrogante.

Raquel negó con la cabeza. La presencia de Sylvia la había tomado completamente por sorpresa.

—¿Papá? —dijo.

Sylvia soltó a la Sra. Cruz Mendoza y se volteó hacia las chicas. Hubiera parecido imposible, pero sonrió incluso más que antes. Lu dio un paso atrás.

—No se imaginan cuánto me alegra conocerlas —soltó Sylvia—. No he estado tranquila ni un segundo esta mañana. ¿No es cierto, Marcos?

—Esta mañana y casi todo el día de ayer. —Marcos sonrió y se le formaron unas arruguitas en las comisuras de los ojos.

Raquel los miró fijamente.

—Hum… ¿me podrían decir qué pasa aquí?

La Sra. Cruz Mendoza se acomodó el pañuelo que llevaba en la cabeza y se dirigió al auto para seguir bajando las cosas.

Por un momento, la sonrisa desapareció del rostro de Sylvia.

—¡Ay, qué modales los míos! Es solo que su papá me ha hablado tanto de ustedes durante los últimos meses que siento como si las conociera. Me llamo Sylvia —dijo la mujer, tomándole las manos a Raquel—. Tú debes de ser Kel.

—Raquel —contestó la chica muy seria, y retiró las manos.

—Y tú debes ser Lucinda —dijo Sylvia, y miró hacia la jaula del gato—. ¿Y quién eres tú? —preguntó.

—Este… —Lucinda miró a todos como si se encontrara en la clase de la Sra. King y no supiera qué responder.

Sylvia abrió la jaula de Llorón y cargó al gatito, que maulló contento.

“Qué traidor”, pensó Raquel.

—Qué lindo. Marcos, ya te dije que necesitamos una mascota en esta casa tan grande —dijo Sylvia, y miró a Lucinda y a Raquel como si fuesen cómplices—. ¿Creen que este gatito lo convenza?

Raquel le quitó el gato a Sylvia y se lo pasó a Lucinda.

—¿Estás aquí de visita? —preguntó—. Pensé que había que mantener el contacto con extraños al mínimo durante la pandemia.

Sylvia se enganchó del brazo de Marcos y comenzó a dar saltitos.

—Marcos, ¿por qué no les cuentas?

El hombre se aclaró la garganta.

—Bueno, chicas… Sylvia es…, ella es…

—¡Me estaré quedando con ustedes! ¡Y miren quién ha regresado de correr! Cariño, llegaste justo a tiempo —dijo la mujer, saludando a una chica que se acercaba—. Les presento a Juliette. Está en sexto grado como ustedes y estoy segura de que se llevarán bien —añadió, poniendo una mano en el hombro de Raquel—. No tienes de qué preocuparte. Seremos como una familia.