Raquel
Oigan, les quería dejar saber que llegamos bien a Lockeford. Pero el hecho de que estemos lejos no quiere decir que el periódico no deba salir A TIEMPO. Nos reuniremos el lunes por la tarde como siempre.
Lu
¿Por qué estoy en esta cadena?
Raquel
Porque eres miembro del club. ¿No te acuerdas?
Daisy
¡Ay, mi madre! ¿Están en Lockeford? ¿Ya se vieron sus papás? ¡CUÉNTENNOS!
Nadie se movía.
Raquel miraba ora a papi, ora a mami y ora a Sylvia, tratando de comprender lo que pasaba.
Lucinda no podía evitar sentir pena por ella. Su hermana siempre creía tenerlo todo bajo control, pero esta vez se había equivocado. Parecía que se iba a derrumbar. Se tambaleaba como aquella vez en la pista antes de que abandonara el patinaje. A Lucinda le hubiese gustado correr hacia ella como en aquel momento para sujetarla. Sin embargo, Raquel rechazaría su ayuda. Siempre prefería arreglárselas sola.
Finalmente, Juliette terminó de retorcerse la punta de su cola de caballo castaña.
—Bien, bueno, creo que voy a entrar para ducharme. Fue un gusto conocerlas… a todas.
Lucinda también sintió un poco de pena por ella. La chica se había encontrado una familia nueva en la entrada de la casa al regresar de correr.
Por otro lado, pensó que eso mismo les acababa de pasar a su hermana y a ella, excepto la parte de correr. Cuando Juliette entró, Raquel comenzó a hacer preguntas.
—Mami, ¿estabas al tanto de esto?
La Sra. Cruz Mendoza se recostó al auto y ladeó la cabeza.
—Por supuesto que estaba al tanto —dijo—. Tu padre nunca me ocultaría una cosa así. Sabes bien que siempre hemos sido honestos el uno con el otro.
Lucinda tragó en seco, preguntándose si su mamá sabría más del plan de Raquel de lo que sospechaban. Pero su hermana no se amilanó.
—Sin embargo, no eres honesta con nosotras —dijo.
—Yo le pedí que no les dijera nada —dijo Marcos—. Sabía que podían disgustarse y no quería que se preocuparan antes de llegar. Además, no se trata de algo definitivo.
Sylvia asintió.
—Juli y yo nos mudamos hace solo tres días.
Antes de que Raquel pudiese contestar, la Sra. Cruz Mendoza agarró un bolso.
—Kel, ¿por qué no me ayudas a llevar mis cosas al estudio? Podemos hablar por el camino.
¿Al estudio? Lucinda no lo podía creer.
—¿No te quedarás con nosotras en la casa? —soltó, y miró a su papá—. ¿Por qué quieres que se quede en el estudio?
El estudio era un apartamento pequeño encima del granero al otro lado del rancho. Marcos había vivido allí mientras estudiaba en la universidad y, después que se mudara de la casa, su mamá lo había convertido en un cuarto para coser. Pero ahora los abuelos vivían con la tía Marcela en Sacramento, y Lucinda y Raquel lo usaban para hacer pijamadas con sus primos cuando estos las visitaban en el verano. A Lucinda le encantaba el estudio, pero se suponía que su mamá se quedaría con ellas. ¿Acaso no habían venido hasta aquí para eso?
Marcos abrió la boca, pero la Sra. Cruz Mendoza lo interrumpió.
—Yo fui la que pidió quedarse en el estudio. Hay demasiadas personas quedándose en la casa. Y además, me muero de ganas de usar la vieja máquina de coser de su abuela. Todavía está allí, ¿verdad?
—Donde mismo la dejaste —respondió Marcos. Parecía agradecido de responder una pregunta fácil—. Todo está listo. ¿Necesitas que te ayude con el bolso? ¿Quieres que te lleve en la camioneta?
La Sra. Cruz Mendoza negó con la cabeza.
—Ya he pasado demasiado tiempo sentada. Me vendrá bien la caminata. Nos vemos después.
—¡Espera! —dijo Sylvia, acomodándose un rizo por detrás de la oreja—. No te vayas todavía. Tienes que estar muerta de cansancio. ¿Por qué no entras y te das un baño? El baño del estudio es un poco incómodo.
—Lo sé.
Sylvia se puso colorada.
—Sin embargo —dijo la Sra. Cruz Mendoza en cuanto se dio cuenta de que había metido la pata—, me vendría bien quitarme el polvo de encima. Por supuesto que me vendría bien un baño, si no te importa.
Increíble. ¿Cómo era posible que le pidiera permiso a una extraña para usar el baño?
—Adelante —dijo Sylvia, y echó a andar—. Después podemos cenar en familia. Así nos conoceremos todos. Luego podremos llevar tus cosas al estudio.
—Me parece bien. Gracias por…
Antes de que terminara de hablar, Raquel agarró a su papá por el brazo.
—¡Se me acaba de ocurrir una idea!
—¡Qué bien! —exclamó Marcos.
Raquel no parecía seguir molesta. Lucinda sabía lo que eso significaba. Su hermana tenía un nuevo plan.
—¡Deberías hacer carnitas! —dijo—. Lu y yo podemos ir a buscar naranjas como siempre. Quedan mejor con naranjas.
Marcos se rio.
—No tenemos todos los ingredientes y Sylvia ya tiene planeada la cena.
—¿Por favor? —insistió Raquel—. Hace tanto tiempo que no comemos carnitas. Mami acaba de decir por el camino que extrañaba tu comida.
Lucinda no lo podía creer. ¿Cómo se atrevía su hermana? Le hubiese gustado desaparecer junto con Llorón.
—¡Raquel! —exclamó la Sra. Cruz Mendoza.
—¿Qué dije? —soltó Raquel—. ¡Es verdad!
La Sra. Cruz Mendoza suspiró.
—Entremos. Y ustedes dos terminen de bajar las cosas.
Raquel se volvió hacia su papá.
—Vamos, dale. ¿Por favor?
—Otro día, mija. Vete a hacer lo que te pidió tu mamá.
Sylvia se enganchó del brazo de Marcos y Lucinda sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
—¿Carnitas? —dijo Sylvia—. Marcos, no me habías dicho que sabías cocinar.
—Este viaje es un desastre —susurró Lucinda cuando los adultos entraron a la casa.
—Para nada —respondió Raquel mirando la puerta por la que todos se habían marchado—. Es mucho mejor de lo que imaginamos.