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—En mi época eso era normal —le dice Arminda—, si querías ir a la escuela, debías saber que todo el mundo iba a pegarte, no sólo tus compañeros sino también los maestros. Agradece que eso ya no te tocó. Los maestros tenían permiso de pegarles a los niños si se portaban mal o eran tontos.

—¿Cómo les pegaban?

—Con la regla de madera, generalmente; la que se usaba para dibujar geometría en el pizarrón. Pero algunos tenían una vara especial, de membrillo o de fresno. A mí me tocó uno así, en tercero de primaria.

—¿Y… dónde te pegaban, Minda?

—En las manos. Eso duele mucho.

—Me imagino…

—Te decían “Pon las manos”. Y debías levantarlas con las palmas extendidas a la altura de tu pecho. Si el dolor de los varazos te hacía bajarlas, iba de nuevo desde cero.

—Gulp.

—Los maestros que no querían tomarse la molestia de levantarse, te aventaban el borrador a la cabeza. Y la práctica les daba puntería.

A Mario le cuesta trabajo creerlo. Arminda se da cuenta y sigue:

—Había muchos castigos: mandarte a oír toda la clase parado, de cara a la pared; mandarte al patio al golpe del sol; sentarte en el rincón de los burros, con unas orejas de burro que tenías que hacer tú mismo…

—¡Qué humillante!

—Para muchos seres humanos eso era la vida, Mario, una perpetua humillación. De niño te humillaba el maestro; de grande, el patrón. Si no querías padecer eso, tenías que ser rico. O revolucionario o artista, pero entonces comías dignidad y te morías de hambre.

—O te mataban de un balazo —añade el chico, para que su amiga vea que él también sabe algo de esas historias.

Viendo que Porfirio ha aparecido, Arminda se vuelve hacia él y le pregunta:

—A ver, dile a Mario: ¿cómo era la infancia en tu época?

—¿La infancia? —se ríe él.

—Sí.

—En mi época no había tal cosa. Había una sola manera de vivir y era la misma para todos, desde que aprendías a andar. Tenías que trabajar, ganarte la vida. Pero si eras niño resultaba peor porque todo el mundo te pegaba: tu madre, tu padre, tu abuelo, tus tías, los maestros si es que ibas a la escuela, el cura, si ibas a la iglesia… a nadie le faltaba un palo. Eso era el reto de la infancia: sobrevivirla.

—¿Y cuando ya eras adulto te dejaban en paz?

—Por supuesto que no. La vida estaba llena de peligros. No había buenas medicinas. Te llegaba una fiebre, te morías.

Historias, historias, historias, historias, historias, historias… ¿qué otra cosa tienen los fantasmas? Ellos no duermen, no en el sentido en que dicen dormir los vivos. No tienen ojos que cerrar ni cuerpo que relajar. Pero a veces como que despiertan. ¿Cómo explicarlo? La vida de las personas es un sueño en sí; cuando cruzan y se reúnen con quienes partieron antes, se puede decir que despiertan. El plano del éter es un sueño también: otro sueño. Cuando se dice que un espíritu se libera y se va a descansar en paz, está despertando otra vez. Ni Arminda ni Porfirio ni Mario ni nadie de los que andan por ahí penando sabe qué hay del otro lado, pero acaso quienes están allá también despierten un día hacia otra cosa. El viaje no termina; eso es parte de la maravillosa aventura. Cuando los vivos despiertan, en la mañana, se ponen a hacer cosas; el mundo se vuelve más “real” para ellos o así lo sienten. En el caso de los fantasmas es al revés: en los momentos en que se acercan al despertar, el mundo se les va desvaneciendo. Los murmullos de la tierra llegan como desde muy lejos; las imágenes están quietas y no se suceden en línea recta sino superponiéndose unas a otras, todas al mismo tiempo. Es imposible comunicarle esto a un vivo. Los vivos experimentan el mundo como algo lineal, que tiene un antes y un después, un aquí y un allá y un más allá. No pueden comprender la simultaneidad; son seres de tres dimensiones nada más. Así que la única manera de contarles algo del mundo espíritu es tratar de traducirlo a su lenguaje, poner los fragmentos en una línea.