9

El hombre cuya opinión nunca varía

es semejante al agua estancada,

y engendra reptiles en su mente.

William Blake

Pasé la noche en un sinvivir.

Luego de liberar al lobo, subí de nuevo a mi alcoba y le rogué a Dios que lo custodiase. Pocas veces le había pedido ayuda, no me gustaba abusar de su generosidad, solo lo hacía si el motivo requería de la intervención divina, como aquel.

En el fondo de mi corazón, no quería que le sucediese nada malo. Era el animal más bello que había visto jamás. A esa criatura de la noche, hijo de la luna, pues su pelaje blanco brillaba bajo su luz, no podía imaginármela ensuciada con su propia sangre. Una enorme pena me estrujaba las entrañas y una sensación de vacío se expandía por mi pecho con solo pensar en esa posibilidad. Estábamos unidos y no podía explicar el porqué.

La otra mitad de la noche la pasé tratando de recordar la conversación con la señora Hughes, empero, mi mente embotada se obstruía más a medida que me forzaba. Al final, me rendí y opté por algo completamente opuesto. Me instigué para hablar con Thomas sobre la idea que se me ocurrido sobre la educación de los niños. Mi interés por las reformas y las causas sociales no tenían fin. Si se la exponía con claridad, sabía que me secundaría, ya que más de una vez conversamos de este tema.

—Abuela, voy a la iglesia. —Asomé la cabeza por la cocina.

—No me gusta que vayas por ahí tú sola —me advirtió por encima del hombro.

—Solo voy a ir al iglesia y no me saldré del camino. —Fui hacia la entrada de la casa—. Volveré pronto.

Me cubrí la cabeza con la caperuza de mi capa azul. Fuera el día no estaba nada apacible. Lloviznaba desde bien temprano y los cielos cubiertos de gruesas nubes no permitían el paso de los rayos del sol. Era más otoñal que primaveral. También se notaba en el campo, su verde ya no brillaba, estaba un poco más apagado. Solo las flores silvestres que lo salpicaban indicaban que era la época de retoñar, antes de la explosión de vida del verano. Como ya era habitual, a lo largo de la llanura no había una sola oveja o caballo, y no era por causa de la noche anterior, sino que, tras el descubrimiento del cuerpo de Jack, Pluckley se había encerrado en sí mismo, había cambiado todos sus modos de vida. Si antes no me encontraba con mucha gente en el camino, a partir de entonces era imposible. Gran parte de la culpa la tenía Thomas: les pedía a todos los ciudadanos que se guardasen en casa, que solo saliesen si era necesario. Para mí era un modo más de atemorizar a las personas. El clima se contagiaba.

Yo llegaba a la iglesia y Thomas salía meditabundo, abrazado un libro. Dio varios pasos cabizbajo. ¡No estaba en la tierra! Juraría que hablaba solo. Había tenido mucho trabajo, ya que la gente recurría a él más que nunca; se acercaba a casas de aquellas familias que estaban más apegadas a Jack. Por otro lado, las misas u otros aspectos de la vida, como la enfermedad, no cesaban por lo ocurrido. Me acerqué a él fingiendo una tranquilidad que no sentía y al percatarse de mi presencia me regaló una sonrisa que jamás había visto: era amplia, demasiado alegre para aquellos instantes y cansada. Hallaba un respiro.

—Señorita Josephine, permítame decirle que se ha convertido en la mejor visita desde hace horas. —No borró la sonrisa del rostro.

—¿Tantas ha tenido? —inquirí un poco indecisa por aquellas palabras.

—Créame que sí. —Agitó un libro delante de mí. Se titulaba El libro de hombres lobo.

«¿En serio profesa alguna veracidad sobre esos seres?», me cuestioné sin dar crédito. En tal caso, él no buscaba lobos, buscaba hombres lobo. Tuve que disimular.

—¿Qué la trae por aquí?

—Me gustaría exponerle una idea —dije lo más sumisa que pude. No quería que el entusiasmo me lo echase todo al traste—. Si tiene prisa puedo esperar...

—No, no, adelante. —Se agarró las manos en la espalda.

—Es a colación de la última vez que enseñamos a los niños.

—Sí, lo recuerdo, vinieron muy pocos y no me complace informarle que de momento se suspende.

—Ahí surge mi idea.

—El espíritu educativo de su padre la acompaña —apostilló con un leve tono de censura—. ¿Van a venir los señores Morgan?

—Sí —afirmé, tajante para que no me desviara del tema.

—Me alegro. Por favor, continúe.

—Es sobre la educación de esos niños. —Capté su interés, pues me miró más intenso—. La educación es un problema enquistado del que nadie se preocupa, sobre todo, la primaria. Es bien sabido que no está muy extendida y a ello se le suma otro obstáculo: la educación secundaria y la universitaria son privadas. A raíz de todo lo expuesto, y con su beneplácito, se podría lograr aquí, en Pluckley, que los menores de ambos sexos acudiesen a la escuela casi de modo obligado, ya que, si ellas tuviesen una mínima educación, no se abusaría... —Mi ímpetu se fue apagando como una vela. A medida que estudiaba mi sugerencia, su rostro se tornó impertérrito; sus cejas se unieron y dos pliegues se formaron entre las líneas, efecto que captaron sus ojos de inmediato al oscurecerse, perdiendo su característico color azul. Se tornaron impredecibles. El brillo de la agresividad destelló al encontrarse de nuevo con los míos.

—Debería mostrar cierta delicadeza en un asunto como este, en el que la opinión de una mujer, por mucho que se trate de la hija de un profesor de Oxford, no es bienvenida.

—Es un asunto que atañe a la sociedad.

—No, señorita Morgan, se equivoca; estos niños tienen la obligación de ayudar a sus familias, deben aportar lo poco que puedan para poder llevarse un pedazo de pan a la boca y así solventar la carga que son para sus padres. ¿Y esa absurda idea de que las niñas estudien?

Su acritud, su falta de iniciativa al progreso contradecían a esas otras que no hacía muchos meses él mismo defendía. ¿O me había mentido? Nunca lo había escuchado hablar así. ¿Cuál era el verdadero Thomas: él joven de ideas reformistas o ese fanático conservador?

—Si tienen un mínimo de conocimientos no se aprovecharán tanto de ellas —arremetí con cierta impotencia ante su explicación.

—¿De qué les servirán? —arguyó, despectivo. Enderezó los hombros para abatirme—. La mujer no necesita conocimientos de geografía para cocinar un estofado, de cálculo para limpiar su hogar o, peor me lo pone, de historia para amamantar a sus hijos. —Su tono cada vez era más sardónico—. Señorita Morgan, la consideraba una mujer superior a la media; me ha decepcionado que dé pábulo a las peticiones de cuatro locas, en general solteronas, que no tienen en qué perder su tiempo más que en revolucionar al resto con sus estupideces. La mujer siempre irá por detrás del hombre —parafraseó a Darwin—. Le recomiendo que no haga caso de todo lo que escuche o lea, no son más que quimeras. —De repente, alzó el rostro al cielo, rastreando algún tipo de aroma en el aire—. ¿Huele eso?

Negué en silencio, ya que me estaba ahogando en mi propia inquina.

—Huele a lobo. —Se acercó más a mí. Me tensé, su olor a incienso me repugnaba y contuve la respiración, echando la cabeza hacia atrás. Notaba el palpitar del pulso en el cuello—. Procede de usted. —Entrecerró los ojos. Su aliento a alcohol me rozaba la piel y algunas gotas de su saliva caían en mis labios—. ¿Cómo puede ser, señorita Morgan? Creo que deberíamos vigilarla más de cerca.

Con una inclinación de cabeza, se marchó. Tardé bastante en recomponerme de todo eso. Me limpié deprisa la boca con la manga del vestido, entretanto, el estómago se me revolvió. Aquel comportamiento no era normal.

«Está perdiendo la sesera con tanta lectura sobre hombres lobo», razoné. Nadie en su sano juicio se creería la existencia de los hombres lobo. Una idea peregrina me pasó como un rayo por la cabeza: desde la aparición del lobo mi relación con Thomas había empeorado. Lo más increíble era la manera en la que se refería a esas mujeres que luchaban por nuestros derechos. El aturdimiento por sus palabras me impidieron rebatirle todos aquellos pensamientos retrógrados y enquistados que mantenían a la mujer en un último plano. El asombro fue dando paso al enfado. Él se sentiría decepcionado conmigo, mas yo me sentía estafada por un hombre que en estos años me estuvo engañando con una falsa faz. ¿A cuántos más estaría embaucando?

Me dispuse a marcharme, ya no pintaba nada allí, y reparé en una figura masculina. Era el hombre misterioso que conocía Thomas. Iba vestido igual, todo de negro, esta vez con una chaqueta larga que lo protegía de la llovizna, hasta repitió el mismo gesto: besó la rosa y la depositó en la tumba. Se giró un poco y... Tenía un gran parecido con Killian, empezando por el corte de pelo, el cuello, y siguiendo por su nariz y su boca. «¡No es Killian!», me regañé.

Me iba a acercar para tener una mejor visión, sin embargo, un comentario me lo impidió.

—Qué guapo... —suspiró una muchacha.

—Vete olvidando, nunca se fijaría en ti, está muy por encima de nosotras.

Aquella contestación me cogió de súbito.

—Disculpen —me entrometí sin permiso—. ¿Lo conocen? —Señalé al hombre con la cabeza.

—Claro, todo el pueblo —me dijo la segunda muchacha.

—Es sir Killian Blackstone. —Volvió a suspirar la primera.