Para ella, él era el último hombre;
para él, ella parecía ser la única mujer.
Jane Austen, Orgullo y prejuicio
Estúpida.
Inepta.
Pardilla.
Estos eran algunos de los bonitos improperios que me regalaba a mí misma, encerrada en mi alcoba, caminando de un lado a otro como una demente, mientras me fustigaba con respecto a Killian. No, mejor dicho: sir Killian Blackstone. Cada vez que rememoraba su noble condición social me estremecía de pánico. Sabía de lo que eran capaces los de su condición. ¿Por qué se interpuso en mi camino? Años atrás me había prometido a mí misma mantenerme alejada de los nobles, de sus maléficas redes de telarañas que enredaban de mala manera a las mujeres, que nos obnubilaban con sus falsas lisonjas solo para aprovecharse. También me estremecía de tristeza, de decepción, para conmigo. La perspicacia que tanto alababa mi familia y mi buena amiga Easter me había fallado. ¿Dónde tenía la cabeza? ¿En los pies? Era cierto que su ropa era de buena calidad, pero jamás me imaginé su estatus social. ¡No lo sospeché! Dios mío, ¿qué pensaría de mí Easter? Debía ratificarme en mi promesa.
Por otro lado, dejando aparte mi opinión personal de los hombres, de los nobles —no quería pensar lo que suponía casarse con uno, ya que debía ser una tumba en vida—, me sentía engañada. A ciegas, entré en su engañifa. Sí, me había parecido raro que se presentase con su nombre de pila, mas no lo solventó, ni quiso. Traicionó mi confianza. De ahí que sea culpable. Él pudo averiguar mi identidad y se benefició de mi despiste y de su propia clausura; nunca lo había visto por el pueblo, a fin de engañarme, de tratarme como una imbécil de cabeza hueca.
Respiré hondo. Por mucho que me hirviese la sangre y la traición me pinchase el corazón, algo era claro: no había hecho nada de lo cual arrepentirme. Solo había cruzado con él cuatro palabras, ya eran más que suficientes. Los pocos sentimientos románticos que pude albergar por él, aquellas sensaciones que me provocaba, afortunadamente, quedaban lejos y había que enterrarlas en un hoyo profundo, debido a que nuestras clases sociales no nos permitían mezclarnos. Cualquier relación entre nosotros era imposible, a no ser que se tratase de una mera aventura y yo no iba a permitir que ocurriese.
Cuando el día se hizo noche, había tomado la decisión de enfrentarme a él. No lo había hecho en la iglesia, por respeto a los muertos, que no tenían la culpa de las faltas de los vivos. Desasosegada, con una falta de premeditación propia de mi instinto y de mi impulso, empujada por la zozobra, salí de casa con el candil para iluminar el camino. Me exponía a que las batidas me encontrasen, incluso a que Thomas me estuviese vigilando y me siguiese, pues sus palabras me habían calado hondo. Hasta podía notar su aliento en mi nuca. En ese ambiente imprevisible, el helado rocío se dejaba notar. Las oscuras llanuras que se abrían a ambos lados del sendero, que me vanagloriaba de conocer tan bien, en esos segundos se convirtieron en una peligrosa tierra de nadie en la que se proyectaban todo tipo de peligros que no podía ver, ni percibiría. La sensación de que la oscuridad era mucho más densa esa noche fue en aumento a medida que avanzaba a través del pedregoso sendero, ¡parecía que habían puesto más piedras! Para entretenerme y no caer en el desánimo ni en el terror acérrimo, comprobé que el tamborileo de mi corazón estaba acompasado con mis pies. Así, poco a poco, alejé a ciertos fantasmas para que no me arrebatasen el coraje; debía parecer lo más fría posible, no podía permitir que las emociones me nublasen la mente en el instante que le espetase todo lo que quería, ya que siempre cabía la posibilidad de que no me tomase en serio.
—¿Señorita Josephine? —Me asaltó antes de llegar a las lindes del bosque.
Di dos pasos atrás alzando el quinqué e iluminándolo.
—Buenas noches, sir Killian Blackstone —lo saludé fríamente, incluso saboreé la victoria. Pronunciar su nombre en alto produjo que la bilis me subiese por la garganta y me dejase un regusto amargo en la boca.
Pegó un brinco hacia atrás como si le arrease un puntapié.
—¿No va a decir nada?
Inhaló aire de manera lenta, casi sin atreverse antes de preguntar:
—¿Cómo se ha enterado?
—Por usted no —dije, orgullosa y sin perder el control. Su rostro cobró un tono más mortecino—. Me ha estado engañando todo este tiempo sin pretender subsanarlo. Normal, es otra artimaña más de los de su calaña, solo quería sacar de mí algún beneficio...
—Es mentira, no todos los hombres somos iguales —me interrumpió con voz ahogada.
—¿Por qué no me desveló su identidad?
—Porque, si se lo dijese, no sería usted misma, se comportaría de otro modo.
—No me conoce, sir Blackstone. No me hubiese quedado a su lado ni por todo el oro del mundo. Nunca estaría cerca de un noble —aseveré con desprecio—. Hombres como usted se aprovechan de la ingenuidad e ignorancia de las jóvenes, a las que encandilan con su atractivo y retienen a su lado con sus títulos, con falsas promesas que luego no cumplen, con el fin de robarles lo único que nos pertenece: la honra, sin importarles un ápice el lugar donde nos dejan cuando se cansan de nosotras.
Se inclinó hacia mí a la defensiva, malhumorado, y me apuntaba con el índice.
—A un hombre no se le debe juzgar por las botas.
—Y a una mujer nunca se la debe subestimar. —Hice una reverencia a modo de despedida—. Hasta más ver, sir Blackstone.
Giré sobre mis pies. Debía marcharme antes de que soltase aquello que tenía clavado en mi garganta. La segunda promesa que me había hecho. Unos dedos largos y robustos como el acero me sujetaron por el brazo impidiéndome huir.
—Espere, se lo ruego.
Me solté de su agarre.
—Nada me retiene en mitad del bosque. Es más, estoy segura de que si chillo las batidas llegarían enseguida. —Era una simple amenaza, no tenía pensado hacerlo—. Le recuerdo que no debería estar manteniendo esta conversación, los de su clase son reacios a mezclarse con los de la mía. Lo que no puede ser, no puede ser.
—¿Es una despedida? —inquirió de modo perentorio. La incredulidad brillaba en sus ojos.
Al escuchar sus palabras, la sangre borbotó hasta mi cabeza llena de furia. Aferré mis dedos en el candil, con la mano libre apreté la falda de mi vestido.
—¿De verdad precisa una afirmación?
No le permití ni hablar ni que me retuviese más. Me fui de allí lo más deprisa que pude para no escupirle todo el veneno: «no voy a ser la ramera de ningún noble».