La ausencia alimenta al corazón
Blackstone Hall, más conocida por los lugareños como Blackstone House, ya que el padre del nuevo baronet así la llamaba, se alzaba solitaria y silenciosa frente a las colinas de Pluckley, albergando un perturbador secreto durante siglos, del que nadie podía saber. La lanzaba a una oscuridad que pasaba desapercibida, pues, quien la viese, afirmaría que era la casa solariega más bella del mundo, con sus cuatro almenas, recuerdo de aquella época medieval en la que se debían defender las tierras de los ataques enemigos. Sus paredes, remodeladas muy pocas veces, seguían en pie; sus ennegrecidas piedras continuaban en su lugar, sus suelos eran los más firmes de toda Inglaterra. Pero aquel secreto embebía cada esquina, cada estancia, incluidas las dos que estaban cerradas a cal y canto. Se mantenía en pie a la espera de un final feliz; a la espera de un cazador que pusiese fin a su dolor.
Esa noche, al igual que todas, se camuflaba en la lobreguez de cualquier espectador curioso; solo si estuviese en la cresta de una de las colinas podría ver cómo dos únicas ventanas transfiguraban su contorno nocturno y se materializaban por la luz de su interior, concediéndole un aspecto casi fantasmagórico. Mas, en su triste monocromía, la mansión temblaba sobre sus cimientos y, con ella, la naturaleza que la rodeaba. La buena nueva que llevaba tiempo esperando podía realizarse.
Esa noche, como todas desde hacía una semana, sir Killian Blackstone volvía a refugiarse en su despacho, perteneciente años atrás a su padre, y en el que organizaba los negocios y las propiedades. Pasaba todo su tiempo en él, más que en sus propios aposentos. Lo podía describir con los ojos cerrados: techos altos y suelo de madera, cubierto en algunos sectores por tres alfombras indio-persas, cuyos colores marrones, canela y caobas combinaban con los muebles de madera noble que ocupaban los cuatro muros. Hacía horas que las lámparas de queroseno estaban encendidas y hacían destacar los dos candelabros de plata que había sobre la cornisa de la gran chimenea, en la que ardía el fuego. Allí, lejos de los ojos invasores de su servicio, sentado en su poltrona de estilo Luis XV y con un vaso de brandy en la mano, que casi rozaba el suelo, se podía liberar de la melancolía que sufría. Una que nunca había padecido. Ese sentimiento lo roía, como la polilla que se comía los maderos por dentro hasta vaciarla. Así estaba él, vacío. Se percibía en su temperamento alicaído que a todos hacía preguntarse: «¿Qué le sucede al joven amo?». Enrarecía el ambiente, cálido para cualquier visitante, aunque frío para él, equiparable al mismo que le corría por las venas.
Llevó el vaso a los labios y pegó un trago al licor castaño.
—¿Qué me gusta de la señorita Josephine? —Pensativo, perdió la vista entre las llamas—. Su carácter impetuoso, su lengua rápida, la pasión con la que defiende sus ideales, sus mejillas arreboladas cuando la importuno. La adoraríais si la conocieseis.
Uno de sus tres perros, el de bello pelaje blanco en la barriga que se degradaba en algunas partes en color arena o marrón, cuyo gesto simulaba enarcar una ceja, hizo un sonido que quedó entre rugido y gruñido en el que iba implícita una nueva pregunta.
—Ya os lo expliqué, Giles, no es como las aburridas muchachas de Londres que solo saben sonreír y dicen a todo que sí para tenerlo a uno contento. Es inteligente, versada. Tiene su propia opinión. Es culta. —Nada más expresarlo sus cejas se arquearon y las comisuras de la boca se estiraron, dibujando una mueca de horror—. Pierde la educación en la discusión.
El perro cuya hermosa piel era una mezcla entre marrones, negros y grises se apoyó sobre sus cuartos traseros. Hizo un divertido sonido gutural a la vez que ladeaba la cabeza.
—Buena pregunta, Jeremy, habló de Oxford. Quizá sea de allí.
Giles levantó el hocico a la defensiva. Su ladrido, un tanto agudo, advertía de una casualidad hasta entonces desapercibida por el joven baronet.
—Estudié en Oxford, sí, puede que sea hija de algún profesor, no lo sé. La verdad, no la asocio con ninguno.
El último de los cánidos se acomodó al lado de las brasas. Era de mayor tamaño; su melena, blanca en barriga y patas, gris en su lomo y cabeza, era densa, más larga. Sus iris cuasiamarillos se clavaron hastiados en su dueño. Lo retaban a actuar, no a plañir como una dama.
—No, Frederic, no voy a indagar. Debo olvidarme de ella, por su bien —sentenció para que les quedase claro de una vez por todas.
Giles se levantó, mostrándole los colmillos. Sir Killian le clavó una gélida mirada azul y la beta marrón de su ojo izquierdo destelló furiosa.
—No voy a discutir con ninguno, dejadme a mí. Comprendo que esté molesta, le mentí... —Se interrumpió a sí mismo. Su mente atrajo la imagen exacta de su bello rostro de finas líneas y frente ancha en la que sus cejas oscuras —como sus cabellos, negros azabache—, resguardaban unos bellos ojos azul verdosos que, si lo permitía, le robarían el alma. Sus pómulos altos, que solo se tintaban si su genio ardía, daban paso a una nariz armoniosa con el resto, y bajo ella unos labios finos, rosados, hechos para besar, eran severos con normalidad, también sabían regalar una preciosa sonrisa si se lo proponían. Así era su señorita Josephine. Sonrió entristecido. Los tres perros lo observaban extrañados, pues estaba solo presente de cuerpo—. Explota como la pólvora en el ataque. Sin embargo... —Volvió en sí. Se echó hacia delante, apoyando los codos sobre sus rodillas y señaló a los tres animales con el dedo índice de la mano en la que sostenía el vaso casi vacío—. Se refirió a los hombres, sobre todo a los nobles, de manera peyorativa. Es inusual ese comportamiento.
Jeremy gruñó.
—¿Crees que un noble la dañó? —Sopesó aquella hipótesis—. Pudiera ser, sus prejuicios hacia los de nuestra clase están muy enraizados en su interior.
Giles se recostó de nuevo con un ronroneo suspirado.
—Ya os lo he dicho, no iré a buscarla. —Se echó hacia atrás, pesaroso. Estiró las piernas, mientras se tapaba la cara con su mano izquierda.
Jeremy se acercó a él y le golpeó con el hocico en el muslo antes de gemir de modo quedo.
—Me fascina hablar de la señorita Josephine, lo confieso, mas prefiero atesorarla en mi memoria. —Soltó el aire contenido por la nariz bruscamente—. Debo seros sincero: siento una energía, un empuje que me hace ir a su encuentro, estar cerca de ella. No sé lo que me sucede. —El peso de la verdad aumentó sobre sus hombros—. Lo mejor para todos, para ella, es que se mantenga apartada de mí; una relación conmigo solo le reportaría dolor y esta familia ya ha sufrido bastante. No quiero pecar de egoísta.
Sincerarse extenuaba el alma, no obstante sir Killian no había terminado. Apartó la mano y alzó la vista hacia los retratos de sus padres, dispuestos a ambos lados del espejo que colgaba encima de la chimenea. Caldeó su brío con el último trago de licor a fin de pronunciar las palabras que pendían de su lengua. Sin fuerzas, dejó caer el brazo al lado del cuerpo y el vaso rodó por el suelo. Los tres perros compartían una mirada llena de intenciones.
—Amor —dijo con voz temblorosa—. El amor es como un silencioso aullido que se cuela en lo más hondo de las personas y no se evidencia hasta que el corazón está preparado.