—Auguro una crisis inmediata.
—¿Usted cree, señor? —El mayordomo retiró de la mesa el plato y la taza de té vacíos.
Como cada mañana, sir Killian tomaba el desayuno en la salita, una estancia contigua a la biblioteca y al despacho, de menor tamaño que este último. Tenía varias ventanas que le proporcionaban una gran claridad a lo largo del día, algo que favorecía la tela vaporosa de los cortinajes. Alrededor de la mesa de madera maciza, estaban las seis sillas a juego; colocados en diferentes partes, había aparadores donde el servició disponía las distintas bandejas de plata con la comida. El resto de la decoración la completaban una serie de cuadros, algunos diáfanos junto con dos bodegones de naturaleza muerta. Era el recuerdo más cercano que le había dejado lady Cat Blackstone, su madre.
—Alfred, un ciego lo vería. —Sir Killian movió con un golpe seco el periódico que sostenía para que no se doblase—. Ese maldito banco ha suspendido todos los pagos. El imperio del banquero de los banqueros se está derrumbando y con él miles de familias, eso es lo peor. Hmm... Agradezco haber abandonado la vida social de Londres, porque la capital está cayendo en un verdaderos caos. Y lo que queda...
En cuestión de segundos, tiró sobre la mesa el noticiero y se levantó, arrojando la silla al suelo. Alfred la sostuvo a tiempo. Sir Killian había permanecido tranquilo mientras el latido del corazón, en el piso de arriba, fue estable. Sin embargo, percibió de repente una pequeña variación, que lo hizo saltar. Se encabritaba cada vez más.
—Señor Blackstone. —Una criada estaba apostada en el umbral de la puerta.
—¿Qué quiere, Sally? —inquirió Alfred serio.
—Es la señorita Morgan, ha despertado —les informó.
Metió los dedos en su pequeño bolsillo del chaleco para confirmar la hora en su reloj.
—Alfred, debes estar pendiente de la venida del galeno.
—Así lo haré.
—Cuando llegue, que suba a los aposentos.
—Sí, señor.
No salió de allí a la carrera, como su genio le exigía, no podía, más aun, debía mantener el decoro al menos delante del servicio, por ella. Pretendía que su estancia en Blackstone Hall le resultase lo más cómoda posible, y no le agradaría que los criados chismorreasen delante de ella. Al ver que el vestíbulo estaba vacío, no lo dudó: subió las escaleras de dos en dos. Anhelaba verla, permanecer cerca de ella. Su espíritu se perturbó por no haber estado en el momento en que abrió los ojos.
La noche anterior la había pasado sujetando su mano. No la soltó, aferrado a la idea de que, si despertase de nuevo, lo sintiese.
A gran celeridad llegó a la alcoba. La puerta estaba abierta y no pudo evitar escuchar la conversación entre abuela y nieta.
—Tenemos que irnos a casa, ¡no quiero estar aquí! —demandó la señorita Josephine a la anciana.
—Josephine, no te alteres —le recomendó Fiona.
—¡No quiero estar en la mansión de un noble! —alzó la voz enfadada.
Ese vehemente comentario fue como un puñetazo en el hígado. Para reprimir la sensación de rechazo, prefirió centrarse en el estado de ella: desde su escondrijo, notó que todavía no estaba repuesta. Le costaba respirar por algún tipo de dolor, también por el enfado.
—¡Qué Dios me asista! —rogó la abuela—. Cómo no te va a doler la cabeza si no dejas de protestar. Agradecida deberías estar, fue él quien te encontró tirada en el bosque.
—Me da...
—Josephine, a una persona no se la puede juzgar ni por los títulos que posee ni por quién sea su padre. Es muy feo por tu parte.
Sin más dilaciones, pegó unos golpecitos suaves en el marco de la puerta, así informaba de su presencia.
—Adelante —ordenó Fiona. Al verlo la mujer le regaló una sonrisa—. Buenos días, sir Blackstone.
—Buenos días —saludó cortés, aunque sus ojos ya estaban sobre la mujer que lo esquivaba con el rostro girado hacia la ventana—. Me alegra que haya despertado, señorita Morgan. Nos tenía muy preocupados.
—A usted mucho, sí —musitó con desdén.
—¡Josephine! —le riñó su abuela.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó, ignorando su mordaz comentario.
Ella se volteó furiosa. «Al fin te dignas a mirarme», argumentó para sí con el orgullo herido. Al juntarse sus pupilas, en esa corta línea espacial, hubiese jurado que se había asombrado de verlo, mas viniendo de ella era difícil asegurarlo. Por un lapso se sostuvieron la mirada. Aquella era una digna disputa; la retaba a mantenerla fija en él, a pesar de rechazarlo, y se generó un vínculo que los unió en todos los aspectos. Lo supo porque su corazón pegó un brincó que le cortó el aliento al verse reflejado en los iris azul verdosos. Puso las manos a la espalda y las apretó. Debía contenerse, si no, saltaría sobre ella para estrecharla entre sus brazos, retenerla, así la protegería. ¿Qué le sucedía? Jamás una mujer lo había perturbado en ese grado. ¿Lo había embrujado? Tenía que terminar con ese juego de críos. Un sonido similar a un ronroneo salió de detrás de su garganta; como si entendiese ese aviso, Josephine bajó las cabeza con las mejillas más encendidas. Ella había cedido; él no había ganado. Aun así, estaba muy bella.
—Bien, gracias.
—Señor Blackstone, el galeno Foss —anunció el mayordomo.
—Hágale pasar, Alfred —ordenó sin separar la vista de ella.
—Buenos días. —Se inclinó reverencial el doctor.
Todos respondieron al saludo. Se acercó a la muchacha, que se había asustado un poco con su presencia. Colocó el maletín encima de la butaca.
—¿Cómo se siente, señorita Morgan?
—Bien. —Sir Killian comprobó que el tono profesional del galeno la tensó.
—¿No le duele nada? —Sacó unos extraños aparatos.
—La cabeza un poco y el pie derecho.
El galeno se dispuso a auscultarla. Un silencio frío se asentó en los aposentos, descendiendo la temperatura, ya que la expectación sobre la salud de la muchacha preocupaba a los allí presentes. Respiró hondo. Nunca había tenido que ejercer tanto autocontrol, sobre todo, al sentir las punzadas de dolor de ella.
—Bien, la hinchazón del pie casi ha desaparecido; a partir de mañana podría caminar, no correr, siempre y cuando la cabeza no le duela. Le recomiendo descansar todo lo que pueda, señorita Morgan, la caída la ha dejado bastante dolorida. En cuanto a la herida, está curando según lo previsto. ¿Le puedo hacerle una pregunta?
Ella asintió, en tanto que los dedos de su mano izquierda, nerviosos, jugaban con el borde de la ropa de cama. Se tocó con la otra mano la zona dañada en la nuca. Arrugó la nariz al ser consciente del alcance de lo que le había sucedido.
—¿Qué sucedió en el bosque? —formuló aquello que todos querían esclarecer.
Sir Killian captó su titubeo. La inseguridad se adueñaba de sus recuerdos. En un intento por darle coraje, se inclinó un poco hacia adelante, demostrándole que no estaba sola. Atrapado en ella, le regaló una sonrisa sesgada que pareció agradecer, ya que sus rasgos se suavizaron, aunque el miedo no desapareció. Otra vez volvían a estar unidos. De nuevo, las emociones se despertaban y le caldeaban la sangre.
—Fui a dar un paseo, nada malo podía ocurrir. —Fiona se removió en la butaca en desacuerdo con esas últimas palabras—. Abuela...
—Nada malo iba a suceder y mira cómo has terminado —asestó la anciana.
—Continúe, señorita Morgan —pidió el médico.
—Había pasado el claro del lobo... Allí es... Estaban... —Se le trababa la lengua, no sabía la palabra adecuada—. Estaban los... unos perros salvajes...
Un temblor nervioso se apoderó de ella y un grito de pánico los sobresaltó. Fiona se abalanzó sobre ella como si así pudiese protegerla de todo mal. El galeno cogió el frasco de láudano, vertió el líquido en una cuchara que había al lado del vaso y se lo dio a beber.
—Tranquilícese.
Sir Killian vivió aquella escena con auténtico pavor. Oler el miedo que aún la hostigaba produjo que su aguzado sentido de la protección se uniera a otro que fluyó desde el escondrijo más recóndito de su corazón: la posesión. Quería alejar al médico de ella por el daño que le había causado, mas debía permanecer inmóvil y presenciar aquello. Le carcomía las entrañas.
Pronto la señorita Morgan cedió al sueño. Mas, ni con esas, sus pulsaciones recuperaron el ritmo normal; quería echarlos a todos de allí.
—Debe descansar —dijo el galeno poniéndose en pie—. Todavía está asustada por lo vivido.
—¿Cuándo podrá retomar su vida normal?
—Ya he dicho, sir Blackstone, que está conmocionada, no puedo darles una fecha. Debe confinar esos demonios que la atormentan; una vez que lo haga, la recuperación se acelerará.
Una parte de él, con esa explicación, se sintió morir.
—Señor —lo llamó Fiona entre sollozos—, será mejor que se traslade a casa...
—No —replicó de inmediato. La pobre mujer estaba en un dilema por la conversación con su nieta. Se acercó a ella y le habló desde el cariño—. Fiona, quiero que su nieta se recupere lo antes posible, no me agrada que pase por este mal trago usted sola. También, soy de la opinión de que mover a su nieta puede ser perjudicial, ¿qué opina usted, doctor? —Giró el cuello hacia él a la espera de su criterio profesional.
—Tiene razón, señor. Debe permanecer estable en un lugar, trasladarla, por muy corto que sea trayecto, la alteraría y ahora debemos centrarnos en su pronta recuperación. Como médico, no me han pasado desapercibidas las manchas azules que hay debajo de sus ojos, eso es indicativo de que llevaba tiempo descansando mal. Permitámosle un reposo tranquilo. Es mi consejo, señora Swan, pero usted tiene la última palabra.
—¿Qué hacemos, Fiona? —Sir Killian dominó la angustia conteniendo la respiración.
—Si no le causamos ninguna molestia, nos quedamos. Lo primordial es que ella esté bien.
—Buena decisión, señora Swan —asintió el galeno.
—Deberíamos avisar a sus padres...
—No, no quiero preocupar a mi hija ni a mi yerno. —Se soltó de su agarre para enjugarse las lágrimas—. No hay una gravedad por la cual deban presentarse de inmediato. Sé que en unas semanas estarán aquí y les referiré todo.
Los músculos en tensión de su cuerpo se relajaron bajo la tela de sus vestimentas.
Fue uno de los momentos más duros de su vida.
Esa misma noche, sir Killian estaba arrodillado al lado de la cama de la bella mujer durmiente que no tenía alma suficiente para despertarse, hecho que lo encerraba en el purgatorio. La lluvia golpeaba inclemente contra los ventanales; las gotas de agua que caían desde las alturas celestiales rodaban por los cristales como las lágrimas que se formaban en sus ojos, que le oprimían el corazón y le fustigaban el alma. Los rayos horadaban las nubes, atravesaban el cielo, lo iluminaban y, en la oscuridad del aposento, pues había apagado todas las velas, le daban la apariencia de una criatura fantasmal. La idea de que, si mantenía los ojos sobre ella, la retendría a su lado, lejos de las tinieblas de los infiernos, se coló en su pecho y se afianzó con el paso del tiempo. Sin poder contenerse más, depositó un dulce beso en los tibios nudillos. ¡Era bella a pesar de la situación! Apoyó la frente donde segundos antes sus labios habían estado.
Jeremy, uno de sus tres cánidos que lo acompañaban esa noche, que había permanecido a los pies de la cama de la joven, se acercó a él y lo golpeó con el rabo de un modo gracioso. Le dolía ver cómo su amo se consumía en la tristeza. Ese latigazo lo devolvió a la realidad. No pudo reprimir el aluvión de sentimientos que lo embargaban.
—Es la primera vez que siento la imperiosa necesidad de proteger a alguien, incluso domeñarla para mantenerla a salvo. Y tenía que ser ella; ella que me rechaza por mi condición de noble. Si supiese la verdad sobre mi persona, no pararía ni un minuto aquí. —Suspiró lacrimoso con el alma y el corazón desgarrados—: Por favor, vigiladla cuando yo no esté cerca de ella.