«Un noble jamás reporta nada bueno, solo desgracias». Estas palabras me las repetía para no olvidarlas, ya que tenía pruebas de ello: había sido testigo de la estela de sufrimiento que dejaban a su paso. Venían con lisonjas y destruían el pundonor de cualquier muchacha. ¡Yo me negaba a pasar por algo similar! Esa afirmación, desde el día anterior, tras esa despedida en la terraza en la que mis propias barreras cayeron y mi cuerpo dejó de ser mío para rendirse a sir Killian, fluía por mi sangre como una rata que me iba dentellando por dentro, y la única muestra era mi carácter cada vez más exacerbado. Me disgusté tanto conmigo misma que eludí la comida y la cena compartida con él. Alegué cansancio, la mejor dispensa. Nadie me molestó. Solo vino mi abuela para interesarse por mí. Creía que durmiendo me calmaría. Sucedió todo lo contrario.
Esa mañana mi carácter era más combativo. Las recriminaciones que me hacía eran cada vez mayores: había sido débil, incoherente con mis promesas. Me enfurecía intuir que mi corazón latiese por él o que mi piel guardase el recuerdo de su roce. Lo que avivó las llamas de mi genio fue que él quisiera cumplir su propuesta de enseñarme los jardines, de los cuales me había prendido. ¿Por qué tenía que ser distinto a otros? ¿O es que me estaba mostrando su faz más amable y guardándose su verdadero ser? Rabiosa, desbarré al dar rienda suelta a mi lengua delante de Lorna, la criada, quien me calló: «No debería hablar, mas debe saber que el señor Blackstone ha estado muy preocupado por usted y la ha cuidado durante las noches para descanso de la señora Swan. Las apariencias engañan, señorita. El señor Blackstone no es como otros hombres, nos trata con mucho respeto, no todos los sirvientes pueden decir lo mismo de sus señores. Él está solo en la vida, no tiene a nadie que le ayude en sus cuitas ni nadie con quien parlamentar los asuntos más primordiales. Para un hombre como él debe ser muy duro y nunca lo oigo quejarse».
Su defensa fue una azotaina. Me avergoncé de mi comportamiento, del error que había cometido al expresarme en voz alta. Asimismo, fueron la señal que me empujó a ir a su encuentro, ya que la curiosidad por conocerlo pudo más que mis prejuicios hacia los nobles. Al salir de la estancia me tropecé con Alfred, el mayordomo. Era un hombre alto, cuerpo estrecho y rostro muy afilado, debido en parte a las profundas entradas que le despejaban la frente del grisáceo cabello. Aun así, su expresión era amable, al igual que sus ojos oscuros y su sonrisa, que le afinaba más los labios.
—Sir Blackstone la espera en la terraza, señorita Morgan —me anunció con una inclinación.
—Gracias.
—Si me acompaña.
Me condujo por el pasillo que se tomaba para ir a la salita, que dejamos atrás, y había otras dos puertas a su lado que me eran desconocidas, no sabía qué escondían detrás. Desdeñé preguntarle a Alfred, no quería resultar una fisgona. Volví la vista; frente a mí apareció él, con las manos en la espalda, erguido cuan alto era, vestido de negro como siempre. Estaba imponente y mi corazón se desbocó por su presencia.
—Buenas tardes, señorita Morgan —me saludó sin volverse.
—¿Cómo sabe que soy yo? —inquirí con el aliento atrapado en la garganta.
—Es la única persona en esta casa que pisa tan firme. —Se giró hacia a mí y vi cómo sus ojos chispeaban de alegría—. Me aventuraría a decir que la casa tiembla bajo sus pasos, a pesar de que su pie no está aún recuperado. —Las comisuras de sus labios se movieron hacia abajo antes de que se estirasen en una calurosa sonrisa.
—¿Gasta bromas?
—De vez en cuando y cuando me lo permiten. —Se encogió de hombros. Un gesto un poco despreocupado para él—. ¿Se encuentra más repuesta que ayer? —Empleó un tono más serio.
—Sí, gracias.
—En tal caso, permítame mostrarle los secretos que albergan estas tierras.
Estiró la mano indicándome que comenzásemos la visita. Altiva, pasé por su lado y rechacé el brazo que me ofrecía de modo cortés. Quería tenerlo alejado lo más que podía, ya me había costado contenerme a su sonrisa.
Al salir de la sombra de la casa, el candor del sol me golpeó, me calentó las articulaciones y la piel a través de la tela del vestido. Noté que mi mal genio se aflojaba. Respiré profundamente, así capté el aire fresco que procedía de algún punto desconocido o quizás de la cumbre de la colina, asimismo, los aromas de las flores conseguían crear un ambiente veraniego que aligeraba el alma. Bajo mis zapatos, la reverdecida hierba era una mullida y tupida alfombra, parecía que debajo de ella no había tierra. Esa explanada se abría más adelante en un pequeño descanso de piedra que descendía al jardín mediante cuatro anchos escalones. Aquella zona era un parterre en sí mismo.
Sir Killian me ofreció de nuevo el brazo, esta vez no pude rechazarlo, aunque lo solté nada más llegar al paseo laberíntico de guijarros. Fui callejeando delante de él, para contemplar aquella maravillosa estampa en la que cada parterre, unos de piedra con formas geométricas, otros delimitados por pequeños arbustos, se iban alternando y pintaban cada tramo con una policromía digna de una obra de arte, gracias a la combinación de flores que crecían en su interior: así azucenas y margaritas de distintos colores junto a algunos allium crecían salvajes, sin orden aparente; había otra que no reconocí, pero no faltaban las rosas. De hecho, en un pequeño parterre crecían unidas entre sí rosas rojas y blancas.
—La rosa roja de los Lancaster, o eso se cree, pertenece a la familia Gallica, introducida por los romanos en Francia; y la blanca, la heráldica de la casa York, la rosa alba —me explicó—. Mi padre me contó que hubo épocas en las que faltaba una de las dos.
—¿Por la posición del bando al que seguir?
—No se vaya a creer, los Blackstone no fuimos ni somos tan importantes. Es cierto que brindamos ayuda siempre que nos la reclaman y nunca jugamos a dos bandos; si se requería nuestra presencia ahí estábamos... —Se quedó meditabundo unos instantes—. No resultamos molestos como otros ni tenían que vigilarnos.
—¿De aquella época son estas flores? —indagué, ya que era la primera vez que tenía tan cerca los símbolos enfrentados de la guerra civil.
—Si lo que quiere saber es si nos ocasionaron algún problema, la respuesta es ninguno. Eso sí, se plantaron juntas tras la coronación del rey Enrique VII.
Giré sobre mis pies para evitar mirarlo directamente. Su cercanía me cautivaba al igual que había hecho el día anterior. Me afectaba mucho y era irremediable, por eso me centré de nuevo en el jardín.
—¡Qué bello! He visto algunos jardines, mas le aseguro que ninguno como este. Es divino.
—Me alegra que disfrute. Fue obra de mi madre, y mi padre, tras su muerte, lo conservó intacto. Es el recuerdo más vívido que me queda de ella. —Oteó a su alrededor.
Alcé los ojos hacia él y un aura melancólica lo envolvía. Me sorprendió que me hiciera partícipe de una confesión tan personal. Mi corazón, debido a la remembranza de Lorna, se desgarró y las yemas de los dedos me picaron, quería acariciarlo para aliviar su alma.
—No turbemos este agradable rato. Le he afirmado que Blackstone Hall la sorprendería, pues ahora va a ser testigo de cómo una leyenda de Pluckley tiene una base muy real y está en estas tierras. ¿Me acompaña? —Extendió una mano hacia mí. Estaba inclinado a brindarme su compañía y no con la intención de regodearse de sus posesiones—. Le prometo que no se arrepentirá. —Una expresión pícara aniñó las sinuosas líneas de su rostro. Algún tipo de travesura cruzó el azul de su ojos, en cambio, la veta marrón no borró la tristeza.
Los nervios me hicieron titubear. Miré por encima del hombro y detrás de mí estaba Blackstone Hall alzada en sus tres alturas y rozaba el cielo con sus cuatro almenas. Austera en su exterior, solo había hileras de ventanas y una galería. Sin embargo, lo que llamaba la atención era el aspecto oscuro de sus piedras que le daba un halo triste, como a su dueño. No era normal en una mansión de su clase, estilo y majestuosidad. «Las apariencias engañan», me dijo la voz de mi conciencia. Volví el rostro hacia él. Dio un golpe seco a su mano y, movida por el impulso de mi corazón, se la tomé.
Tiró de mí sujetándome con fuerza y a paso acelerado abandonamos el jardín. Nos adentramos en la arboleda, salpicada por árboles frutales, tras los cuales, robles y hayas se mezclaban entre sí mediante un sendero ancho, bien conservado, que a veces serpenteaba entre ellos. Por sus copas se colaban caprichosos los rayos del sol, que nos salpicaban cómplices de nuestra huida. A cada zancada, a cada nueva bocanada de aire, me hacía sentir que íbamos a vivir una gran aventura. Jamás me había sentido tan viva, a pesar de que el pie me molestaba. Era tal la emoción que no pude más que reír. Como si esperase esa señal, él miró hacia atrás y comprendí que sentía lo mismo. No era una risa cualquiera, era de liberación. Sir Killian tuvo la capacidad de hacerme olvidar su condición de noble, mi rechazo por él, mi enfado. Todo ello fue remplazado por la libertad que se deslizaba por mis venas. ¿Podía ser? ¿Podía ser que a su lado mi libertad no se viese en peligro? No tenía respuesta, empero, en aquellos momentos solo éramos él y yo.
Al rato, se reveló un lugar único. Si la magia existiera, afirmaría que detrás de aquel paraíso perdido, en mitad de la campiña inglesa, estaba la mano de un brujo. A los pies de una de las colinas que formaban Pluckley había un pequeño lago que parecía manar del interior de la tierra, en cuyas aguas cristalinas se reflejaban la amalgama de verdes, del más claro y refulgente de la hierba, al más oscuro de las copas de los árboles. Desde mi posición podría afirmar que tenía un fondo verdecido. Estaba segura de que la paleta de ningún pintor podría transmitir esa belleza. Embelesada, me fui acercando a la orilla. Sir Killian había logrado su propósito de asombrarme, ¡no me daban los ojos para contemplar todo en su dimensión! Me fije en el sauce que se inclinaba implorante sobre el agua en la orilla opuesta.
—Ha merecido la pena bajar hasta aquí, ¿verdad? ¿A qué es un sitio espléndido?
—Sobran las palabras, sir Killian. Este lugar es casi mágico. —Recordé un apunte que había hecho. Puse una mano sobre la frente para proteger los ojos del sol—. Había dicho algo de una leyenda.
—¿Sabe la leyenda del licántropo u hombre lobo? —Asentí—. Pues bien, según cuenta, el amante de la luna le había pedido un objeto con el cual verla aquellos días que no bajaba a la tierra. Ella le regaló un lago, aquí lo tiene señorita Morgan. Este es el lago del que hace referencia esa historia.
—¡¿De verdad?! —exclamé sin aire en los pulmones.
—Sí. Venga, vayamos a la sombra. —Volvimos sobre nuestros pasos, adonde las hayas nos proporcionaron cobijo—. Este lugar es muy especial. Siempre que tengo algún contratiempo vengo aquí a calmarme.
—No es de extrañar, este lugar sosiega el espíritu.
—Apóyese en el tronco que tiene detrás.
Hice lo que me mandó de buena gana y de repente, como si el sol nos estuviese buscando, sus rayos se colaron entre las ramas haciéndose visibles a mis ojos.
—¡Mire! —Se lo señalé con el dedo.
Él siguió la dirección que le indicaba.
—De niño creía que ese efecto eran los puentes que Dios forjaba para conceder una segunda oportunidad a las almas perdidas que no habían alcanzado el cielo en un principio. —Suspiró con esa melancolía de la que no se había desprendido—. Aún lo creo.
No pude quedarme quieta; no pude quedarme indiferente. Acorté la distancia empujada por una fuerza que se desprendía de lo más hondo de mi ser. Busqué su mano a tientas, en algún punto en medio de nosotros se toparon y nuestros dedos se enlazaron. Sin querer controlarme, apoyé mi otra mano sobre su mejilla. Su piel estaba fría bajo las yemas de mis dedos, esa sensación provocó una oleada de placer. Ese tacto, nuestras miradas forjaron un vínculo que no podíamos ignorar, irremediablemente, estábamos unidos. Inclinó el rostro para aumentar el contacto con los ojos cerrados. Cogió mi mano y la acercó a la nariz. Me olió, luego me besó la palma. Aquel acto me desconcertó. Abrió los ojos. Su azul era más intenso, tanto que casi me veía reflejada en él.
—Señorita Morgan, ¿por qué odia mi condición de noble? —inquirió con un grave ronroneo.
Di un paso hacia atrás, no me esperaba esa pregunta. Debido al miedo, actué como una cobarde para no exponerme, para no responderle. Eludí la verdad al salir corriendo hacia la mansión.