—Señorita Morgan, permítame pedirle mis más sinceras disculpas por haberla importunado esta tarde y le agradezco que aceptara cenar conmigo. —Bajó la cabeza un tanto avergonzado, un gesto poco frecuente en alguien de su alcurnia. Se rascó la nuca—. No estaba seguro de que me acompañase.
—¿Por qué no? Su pregunta fue adecuada a mis comportamientos y palabras, mas tengo derecho a callar aquello de lo que no quiero hablar.
—En efecto.
Su atractivo bajo la luz de las lámparas de queroseno se acrecentó y tuve que reprimirme en ser la primera en apartar la mirada, pues la suya era abierta y sincera, a pesar de los claroscuros de su rostro. Había entrado en su despacho nada más terminar la cena. Era grande, de techos altos, como en toda la mansión, dividida en dos claros sectores: el primero formado por el sitio de trabajo con un amplio escritorio lleno de libros, cuadernos y papeles, al lado estaba la licorera; el segundo se organizaba delante de la chimenea por una elegante poltrona y un pequeño sofá. Las alfombras que cubrían el suelo mantenían la calidez que desprendía el fuego del hogar. Todas las paredes estaban cubiertas por estanterías llenas de libros descolocados. Los únicos elementos de decoración eran dos bellos retratos de un hombre y de una mujer; en medio de ellos había un espejo que le daba mayor profundidad a la estancia. Y, como en la salita, los ventanales daban a un lateral del jardín, cubiertos por cortinas similares a las de allí.
—Puede sonar osado por mi parte lo que voy a decir: quiero que sepa que puede confiar en mí. —Sir Killian se me acercó y me asió por los hombros. El ambiente ya caldeado aumentó unos grados. Me estremecí bajo su agarre, todavía no estaba acostumbrada a su contacto. Me asombraba cómo el frío de su mano traspasaba mi vestido y conectaba con mi piel, más cálida. Los opuestos se atraían, se notaban más sensibles. Me ruboricé.
—Se lo agradezco —dije agarrada a la falda de mi vestido, confundida por sus palabras—. Entiendo que la deferencia hacia mi abuela...
—No se confunda, señorita Morgan —me interrumpió—. Lo hago por usted.
Aquella había sido una declaración de intenciones. Mi corazón dejó de latir durante un breve lapso, cuando retomó su movimiento, el ritmo era irregular. Además, tardé en recobrar el hálito.
—Formuló su pregunta con buenas intenciones, quizás la que debe una disculpa por salir corriendo soy yo.
—Ninguno de los dos estuvo acertado.
Asentí en silencio. Me alejé de él inquieta, debía distanciarme para mantener la mente fría, ya que los sentimientos por él parecían ir en aumento cada vez que se acercaba a mí. Él, intuyendo de algún modo misterioso mis motivos, fue hacia la licorera.
—¿Quiere alguna copa de licor?
—No, gracias.
—¿Pido que traigan alguna infusión?
—No me coge más en el estómago.
—Si me permite una apreciación, nunca he visto comer a una mujer a dos carrillos con tanta ansia. —Las líneas de expresión rodearon su sonrisa sardónica.
—Más molesto es comer al lado de alguien que solo mira —repliqué, molesta—. Sir Blackstone no sabía de su gusto por la mezcla entre mujer y comida.
—Es una chanza.
—Lo mío también —contesté, lacónica.
Alzó las cejas en una divertida mueca de desconcierto. Sonreí al girarme, al igual que hacían los dos retratos que desde su altura nos observaban. Eran los espectadores. Mi interés se centró en ellos. Fui hacia la chimenea para verlos de cerca. Supuse que eran sus padres: ella de rostro redondo, delgado, ojos claros, su nariz afinada daba paso a una boca de labios finísimos que se abrían en una amplia sonrisa, que le confería un aspecto más juvenil. Era muy bella y las pocas joyas que vestía la resaltaban. En cambio, el hombre tenía un ademán más circunspecto; aunque su mirada penetrante sonreía, podía atravesar el alma de cualquiera. Sir Killian se parecía mucho a él.
—¿Quiénes son? —preferí preguntar para cerciorarme.
—Mis padres —contestó detrás de mí con sus labios pegados a mi cabello.
Pegué un brinco. ¡Era demasiado sigiloso! Inspiró mi olor, con él, mi alma. El susto se transformó en una oleada de placer. Empezaba a ser habitual esa reacción en mí. Debido a mi disminuido raciocinio, cometí una osadía que en situación normal ni me atrevería.
—¿Cómo murió ella? —Nada más formularla me tapé la boca y su abdomen se tensó en mi espalda. Yo no era nadie para hurgar en su vida personal.
—Murió cuando solo era un niño, por eso el jardín es su recuerdo, aparte de este retrato. En cuanto a su pregunta, mi padre no me lo contó, se lo llevó a la tumba.
—Se parece a ellos —apunté, meditabunda, en un conato por remediar mi error—. Su mentón es como el de su madre; los ojos, la nariz y la boca, en cambio, son de su padre, como las líneas que se le marcan al sonreír.
—Nunca nadie me había descrito con esa facilidad —reconoció en mi oído con voz seductora.
«¡Lo dije en alto!», me grité. No lo estaba arreglando. Mientras yo me regañaba, sus labios rozaron el lóbulo. Respiré con dificultad, el aire se volvió denso.
—Lamento mi... —Las palabras se me trababan en la garganta.
—Me agrada comprobar que en el fondo me ve con tan buenos ojos —sonaba satisfecho.
De repente, se separó de mí. Una impronta de abandono sustituyó a todo lo anterior. Sentirlo lejos produjo un amago de vacío. No supe cómo fue capaz, ya que la situación era intensa.
—Por favor, tomemos asiento.
Me senté en el sofá, era más mullido de lo que aparentaba. Él en la poltrona.
—Quiero que vea esto. —Me entregó un pequeño libro con pastas de cuero, gastadas. Aparentaba ser más pesado de lo que era.
—Recopilación de historias y leyendas de Pluckley —leí en voz alta—. Este es el libro que escribió su antepasado.
—Exacto, ahí están recopiladas todas las leyendas del pueblo que él conocía. Ábralo.
No necesitó requerirlo más. Acaricié las letras suavemente con las yemas de mis dedos. Tenía un poco de relieve. Pasé la portada y se abrió en abanico por la leyenda de la Dama de Rojo. «Perteneciente a la familia Blackstone», era el preámbulo. Mi ojos volaron con rapidez entre las líneas para obtener más información, pero solo se ceñía en contar la historia de la mujer que vagaba por la iglesia. Pasé la página y la siguiente era la Dama Blanca, también con el mismo encabezamiento: «Perteneciente a la familia Blackstone». Levanté la cabeza turbada. Él me miraba por encima del borde de la copa de brandy, esperando mis preguntas.
—Eran familiares suyas —enuncié, asombrada—. La verdad, debo serle sincera, desconocía estos datos.
—Lo fueron. —Cruzó una pierna sobre otra—. Como ve, los Blackstone tenemos hasta fantasmas.
—¿Tienen algo de real? —inquirí, pues en esa historia también faltaba esa explicación.
—No lo sé. Presumo que, si alguna vez —y quiero barruntar que así fue— se supo la verdad sobre ellas, o bien se ha perdido en los albores de los tiempos o bien se omitió. Lo único que me refirió mi padre al respecto fue que murieron en extrañas circunstancias.
—Nunca termino de comprender por qué a la Dama Blanca se la enterró en un sarcófago de roble dentro de siete ataúdes.
—La interpretación que mi padre tenía era un poco singular. —Se sentó al borde de la poltrona para explicarse—. El roble, según las creencias populares, es un árbol mágico que da protección, y, al número siete, las Sagradas Escrituras le confieren, asimismo, un halo mágico. ¿Cosa de brujería de por medio? —Se encogió de hombros—. No sabría decirle, señorita Morgan. Es cierto que esta mujer no era conocida por su buen talante. Ahora bien, eso no significa que fuese la causa de ese enterramiento tan especial. Mi explicación personal es que esta historia no aclara la realidad, sino que mezcla ese halo de misterio con fantasía de la gente.
—La Dama de Rose Court ¿también perteneció a su familia?
—No, por lo que yo sé. No lo puedo afirmar, que conste, y mi padre tampoco descartaba esa posibilidad.
—Ya veo que su padre disfrutaba de estas historias.
Asintió con la cabeza. Juraría que puso los ojos en blanco antes de mirar su retrato.
—Era un hombre que disfrutaba del folclore popular. Tenía una sed insaciable por saber más, por investigar. Recuerdo cómo interrogaba al servicio sobre estas leyendas, ya fuese de Pluckley o de otro sitio, le encantaba hallar diferencias, semejanzas entre unas y otras.
—Mi padre siempre dice que este pueblo pasará a la historia por sus fantasmas —expuse esa idea con añoranza, ya que discerní que echaba de menos a mis padres.
Sir Killian se levantó con movimientos felinos. Dejó la copa en la cornisa de la chimenea, apoyó un hombro y pasó un talón por encima de otro. El pantalón se pegó a sus piernas.
—Probablemente esté en lo cierto. Si se siguen añadiendo más, cosa que no descarto, creo habrá tantos espectros como habitantes.
Nos echamos a reír por esa alocada ocurrencia.
Una idea nació en mi mente: ¿cómo era posible que dos mujeres compartiesen un final similar? Metida en la cama, seguía dándole vueltas. Algo era cierto, cada familia noble podía tener sus escabrosas historias de amoríos, duelos, incluso asesinatos. Este caso no difería... Una duda me asalto: ¿ese era el final que le esperaba a todas las mujeres Blackstone?