19

—La situación en Londres es insostenible, es un hervidero de pánico y lo peor es que se está extendiendo como la peste a lo largo del país —juzgó sir Killian la crisis económica que, por lo que me había enterado, era a nivel mundial.

—¿Tan grave es? —pregunté, dejando mi taza de té sobre el platito.

Estábamos en la salita terminando de desayunar. Nos acompañaban Alfred y mi abuela, como todas las mañanas. Esa, en particular, estaba acentuada por las malas noticias, además del tiempo. Fuera, el cielo estaba triste, cubierto por nubes bastante oscuras que presagiaban lluvia.

Exorbitante, señorita Morgan —me respondió mirando por encima del periódico. Desde hace días se han suspendido los pagos y la situación salpica a otras ciudades aparte de Londres. La gente no puede recuperar lo que le pertenece, su dinero, ¡los ahorros de toda una vida! exclamó con indignación. Los engañaron de modo fraudulento. No solo afecta a la alta sociedad, sino a todas las clases por igual. Esto es lo que hace la codicia.

—El matrimonio Willoughby, cuando fui a recoger nuestros baúles, estaban preocupados por su hijo; la firma para la que trabaja estaba muy relacionada con ese banco. —Mi abuela tomo asiento bastante apenada por nuestros vecinos.

Alfred se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.

—Ha azotado a todos, señora Swan, pero es más doloroso cuando conocemos casos cercanos.

—Utilizaron el engaño para inflar más la burbuja del ferrocarril a costa de la buena gente que confió en ellos. —Arrugó de malas formas el diario y lo tiró encima de la mesa—. Confío en que este país saldrá adelante, tiene los recursos adecuados, mientras tanto, las noticias no serán muy halagüeñas. Solo espero que se juzgue a los culpables.

Cogí el periódico. Efectivamente, la crisis ocupaba los titulares centrales, incluso los más pequeños. Se hacía alguna referencia a otros países afectados en el continente, como al otro lado del Atlántico. Fui pasando las páginas y, casi al final, había un breve comentario de un mitin en Hyde Park sobre los derechos civiles de la mujer. Trataban el tema del voto y reivindicaban, una vez más, la necesidad de que la mujer casada controlase sus propios ingresos y sus propiedades.

—¡Qué falta de consideración! —protesté acallando a todos a mi alrededor.

—Totalmente de acuerdo, señorita Morgan —sostuvo sir Killian—. Ahora, de nada nos sirve lamentarnos...

—Entiendo la gravedad de la crisis por su magnitud mundial, mas ¿tan poca importancia tienen los derechos de las mujeres?

Nadie me respondió. El silencio era absoluto. Mi abuela corrió la silla apoyándose en la mesa.

—¿Vuelves con esas? ¡Qué aire te ha dado! —me recriminó—. Hay asuntos más acuciantes en la vida que esas peticiones absurdas.

—¿Cómo por ejemplo? —arremetí.

—Preocuparte por tu futuro —asestó—. ¡Te lo he dicho! Déjate de fantasías y búscate un marido, sino serás una paria social. Ahí tienes a tus hermanas y a tu amiga, Easter. Toma ejemplo de ellas.

¡Tenía tantas cosas para contestar! La culpa había sido mía por incitarla. En esos momentos, la rabia y la impotencia explotaron en mi interior. Por no poder responderle a causa de la presencia de los dos hombres, me impulsaron a levantarme y salir corriendo.

—¡Será maleducada esta muchacha! —fueron las últimas palabras que oí de mi abuela.

A toda velocidad pasé la terraza, el jardín, y no quería parar. ¡Quería escapar! Mi corazón golpeaba contra mi pecho con sonidos sordos por la furia; en mi sangre, cual hoguera, ardían la cerrazón y el dolor, porque en ese mundo en el que vivía no había lugar para mí, estaba sometida a una sociedad anquilosada en un pasado teñido con falsos tintes de modernidad en el que no podía luchar por mi libertad personal. Antes de adentrarme en la arboleda, vi de refilón una nube negra que se acercaba amenazadora y en el horizonte resonó un trueno, alegoría de cómo se sentía mi ser. Por primera vez en mi vida hallé cierta comprensión en la naturaleza, pues los robles y hayas, más mustios que la otra tarde, me contemplaban pasar a su lado, entristecidos, carentes de sombra. Fatigada, llegué al lago. Sus aguas quietas e impasibles estaban más oscurecidas, reflejo del cielo. Con mi cuerpo empapado en sudor, las varillas del corsé clavándose en mis costillas, puse las manos en mi cintura para recobrar el aliento. Un grito se quedó bailando entre mi garganta y mi lengua, no podía soltarlo.

Una mano firme y fría se cerró en mi hombro. A consecuencia de su presencia, una nueva oleada de ansiedad me cubrió, el nudo en mi garganta se convirtió en una soga y los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Josephine —masculló.

Giré sobre mis pies desencajada por el resentimiento hacia todos. Mantuvo una distancia precavida conmigo. A los lados de mi cuerpo los puños me dolían, los huesos de los nudillos iban a traspasarme la piel y las uñas se me clavaban en la palma. Iba a pagar los platos rotos.

—¡Váyase! Si ha venido a defenderla, váyase. Doy mi opinión al igual que Austen o Gaskell la dieron mucho antes en sus escritos, porque se dieron cuenta de que en este mundo las mujeres somos insignificantes, incluso las trabajadoras de las fábricas ganan una miseria en comparación con sus maridos.

—Ya sé que...

—No, usted no sabe; es más, mis palabras no le convienen en este mundo donde su ágil pluma es quien escribe la historia alejándola de aquellos cuyas voces son meros susurros en la lejanía, ya que mi educación me hace inferior a usted. Hasta la ciencia me indica que andaré toda mi vida unos pasos por detrás. La igualdad entre hombres y mujeres es imposible.

—Darwin.

—¡Sí! —Me mordí el labio inferior para no romper a llorar. No podía más. No podía con la injusticia que imperaba en la sociedad hacia la mujer.

—Ojalá todos nuestros políticos hablasen con esa vehemencia suya, señorita Morgan. El país iría mejor. He leído El origen de las especies y no estoy de acuerdo con algunas de sus teorías, entre ellas la selección natural y sexual que privilegian al hombre sobre la mujer. —Hundió los pulgares en los bolsillos de su chaleco oscuro. Estaba en mangas de camisa—. Cualquier persona de cualquier clase social debe tener derecho a ser oído. No, señorita Morgan, ahora me va a escuchar. Un trueno sonó muy cerca de nosotros dándole la razón. Me mantuve quieta. Debe comprender que esos cambios que quiere tardarán años en conseguirse; la sociedad todavía no está preparada para ellos. Es comprensible que su abuela, una mujer de edad, que creció en otra época...

—¡Es una egoísta! Estoy en Pluckley porque mis padres no querían dejarla sola. ¡Mi sueño era ir a Bedford College! —escupí el dolor que llevaba dentro. El labio me temblaba—. Y estoy aquí por ella, mis padres no querían que estuviese sola aquí tras la muerte de mi abuelo. Perdí mi sueño por la familia.

Sir Killian con una seguridad apabullante se acercó a mí y me rodeó entre sus brazos.

—No, no quiero su compasión ni su consuelo. Sé lo que quiere de mí, lo que pretende de mí. —Sorbí por la nariz. Al no ser capaz de liberarme de él, empecé a pegarle en el pecho—. Me ve como un mero entretenimiento con el que divertirse fuera y dentro del dormitorio.

—¡No es verdad! ¡Cómo osa acusarme de tal disparate! —Me agarró por los hombros para que dejase de forcejear.

—¡Es un mentiroso! Sabe que tengo razón. Cuando se canse o le resulte molesta se irá sin importarle nada, solo usted mismo, y, si ese desliz tuviera consecuencias, se zafaría del problema con facilidad, porque no soy nadie para usted, aunque lo quiera enmascarar todo con la deferencia hacia mi abuela. ¡No consentiré que me suceda lo mismo que a Easter!

Me soltó por mi inopinada revelación.

Así que eso fue lo que pasó. Su tirria por mi condición social viene por lo que su amiga sufrió con un noble.

El aire se me congeló en los pulmones y un torrente de lágrimas se desprendió de mis ojos por culpa de mi incontinencia verbal. Paladeé un resabio amargo. Un trueno prorrumpió encima de nuestras cabezas, increpándome.

—Usted es como el resto ¡lo odio!

—¡No pienso convertirme en el hombre que quiere que sea! ¡Es que no se da cuenta de que estoy lo...! se interrumpió. En un arrebato rodeó mi rostro entre sus manos, enjugó mis lágrimas, luego, pegó nuestras frentes. No soy ningún ruin, detrás de mis actos no hay oscuros propósitos, lo que ve es lo que soy y le prometo que jamás le haré daño, la respeto.

El apasionamiento de su declaración me abrumó tanto que temerosa me agarré a sus muñecas para no caerme, ya que las rodillas amenazaban con no aguantar el peso de mi cuerpo. ¡No me lo esperaba! El cielo tomó partido al descargar una manta de agua sobre nosotros, a fin de bautizar nuestra unión, o confirmar sus palabras. Una extraña magia nos desnudó el alma; aunó nuestros alientos a través de las gotas de lluvia. Nos pertenecíamos. Era tal la intensidad que el anhelo por sentir sus labios sobre los míos me sacudió entera. Quizás percibiendo lo mismo, se aproximó más a mí. El corazón se me detuvo ante la anticipación de un beso que... no existió. Se separó con una facilidad asombrosa, yo no podría. A pesar de ello, una extraña emoción, cercana al amor, brilló en sus ojos.

—Quiero enseñarle un lugar donde sé que hallará la paz. —Limpió mis párpados con las yemas de sus dedos—. Y sus lágrimas cesarán. ¿Confía en mí?

—S... sí —confesó por fin mi corazón.

Cogidos de la mano, corrimos hacia la mansión. Parecíamos dos chiquillos. Entramos calados, nos dio igual. Paramos frente a esa otra puerta que siempre estaba cerrada. Era doble, los dos pomos dorados tenían la forma de cabeza de lobo. Los cogió y empujó hacia adentro. Un olor acre, a papel, polvo y una pizca dulce se adelantó a lo que estaba a punto de contemplar: ¡una impresionante biblioteca! Entré con el corazón acelerado y boquiabierta. Tuve que controlar las ganas de chillar de emoción, ya que la euforia me dominaba. Era la estancia más majestuosa que había visto en Blackstone House, ¡eran tres habitaciones en una! Se accedía por la del medio y estaban separadas por grandes arcos que sostenían el techo abovedado de madera del que pendían, en cada parte, dos enormes lámparas sujetas por cadenas de oro. Todas las paredes, de arriba abajo, eran extraordinarias estanterías llenas de libros y se dividían en dos secciones: la parte baja era la más elegante; cada balda tenía unos remaches de oro; columnas de madera sostenían la balaustrada de la parte superior a la que se accedía por unas elegantes escaleras de caracol, que se repetían en ciertos tramos. Allí arriba, las estanterías no eran continuas, sino que se ajustaban a los ventanales —parecía que estaban incrustados en ellas— desde los cuales la luz descendía y lo iluminaba todo. Las cornisas estaban decoradas con preciosas molduras florales, geométricas y, a veces, aparecía la figura de algún angelote, todo revestido en oro, como los artesones de las arcadas en cuyo interior había una flor tallada en el mismo metal. En los extremos había sendas chimeneas, encendidas, que eran las encargadas de mantener ese ambiente acogedor; frente a ellas, butacas orejeras creaban apacibles zonas de lectura. Los espacios libres se ocupaban con ménsulas, globos terráqueos de distintas épocas y tamaños, y en cada parte había mesas llenas de papeles y libros, salvo la que estaba frente a nosotros que era una mesa con vitrina. Giré en redondo sobre mis pies varias veces porque no podía creer dónde estaba.

—¡Ah! —gemí atónita.

—¿Está bien? —inquirió un poco inquieto.

—¡Es maravilloso! —Me tapé la boca y la nariz con las manos.

—He esperado el momento oportuno para mostrarle la biblioteca, sabía que le gustaría. Cada vez que quiera venir por algún libro, puede hacerlo, le he dado orden a Alfred de que la deje pasar aunque yo no esté.

—No... Yo... Yo no... —las palabras se me atrancaban en la garganta, no sabía qué responder a su proposición. ¡Era desmesurado!

—Solo acepte.

—De acuerdo —dije sin aliento.

—Ahora le voy a mostrar la joya de la corona de la biblioteca de Blackstone Hall. —Me hizo un gesto con una mano para que fuera a su lado.

Así lo hice, limpiándome los ojos con las mangas del vestido y con una duda.

—Discúlpeme, yo he conocido esta casa como Blackstone House —le expuse mi confusión.

—Sí, como todo el mundo. —Apoyó una mano sobre el cristal y tamborileó los dedos marcando un ritmo extraño—. Mi padre así se refería a ella, para él este era su hogar, así marcaba la diferencia con la casa de Londres que se abría cuando yo estudiaba en Eton u Oxford. —Me miró sonriente—. Por favor, mire —me indicó el cristal.

Me incliné y ante mis ojos apareció un antiguo manuscrito. Debía tener al menos varios siglos, ya que tras el transcurso del tiempo el papel parecía más fino. Las letras negras, un tanto angulosas, eran otra señal de su antigüedad. Me costaba leerlo. Algunas líneas estaban tachadas y había alguna que otra mancha de tinta. Parecía original. Me aproximé un poco más, en el encabezado había un nombre.

—Rey Enrique... —De la impresión giré el rostro hacia sir Killian notando cierto sonrojo en las mejillas. Tenía que estar equivocada—. ¿Enrique IV?

—Sí —afirmó con el pecho henchido.

—Dios mío, ¿su familia conoció a Shakespeare? —No salía de mi asombro, hasta sudaba.

—Eso parece...

—¡Increíble! —exclamé.

—No tanto, verá, por aquella época sir Edward Blackstone era conocido por adquirir cartas, manuscritos raros, mapas, libros, cualquier tipo de objeto que llamase su atención. A él se le debe esta adquisición.

No dejaba de observar aquella rareza de la literatura. Lo que darían algunos profesores de Oxford por ese manuscrito.

—No me lo puedo creer, ¡es la letra de Shakespeare! —Sacudí las manos nerviosa como una chiquilla.

Sir Killian se carcajeó.

—Señorita Morgan, ya le dije que Blackstone Hall la asombraría.

—Sí, pero no me esperaba esto. —Me estremecí de frío sin apartar los ojos del cristal.

Una mano me sujetaba con firmeza mi muñeca derecha. Levanté la cabeza y mi mirada tropezó con la de él. Era alegre, mas en su rostro apareció la sombra de la preocupación al fruncir levemente el ceño y su boca tampoco mostraba una sonrisa.

—Váyase a cambiar de ropa. Se está recuperando bien del accidente y no quiero que se enfríe.

—Me encuentro bien...

—Tiene frío —afirmó, categórico—. No quiero discutir, Josephine. Cuídese; vaya a cambiarse, la biblioteca y yo estaremos esperando su regreso —se chanceó de mí.