Esa no fue la única chanza que me gastó. Durante las semanas siguientes la biblioteca se convirtió en nuestro refugio; ese lugar en el cual podíamos debatir, charlar o leer acomodados a los pies de la chimenea. A sir Killian le gustaba que le leyese en voz alta y aseguraba que mi entonación era perfecta, aunque la mayor parte de las veces, si nos entusiasmábamos, interpretábamos. ¡Parecíamos críos! Nos agradaba. Me sentía tan bien entre esos estantes que hubo noches que bajé. En ese tiempo hubo espacio para la historia. Me explicó que el primer baronet Blackstone fue quien empezó a crear la biblioteca, luego sus sucesores continuaron la tarea. Allí, entre libros, mi opinión sobre él se afianzó y debía reconocerme a mí misma que no era un noble al uso. Tenía unos principios morales tan arraigados que actuaba a través de ello, por eso, siempre cumplía su palabra.
Observaba, con el hombro apoyado en el marco de la ventana de mi aposento en Blackstone Hall, parte de una de las colinas de Pluckley, que en el siglo XIV sirvieron de refugio para una población que, diezmada por la peste negra, escapó hacia allí por la creencia de que esa zona era la más saludable. Yo también lo haría, escaparme de mí misma, de las dudas que me asaltaban por sentir como sentía hacia él. Debía ser sincera conmigo misma: estar a su lado, compartir nuestras horas, produjo un fuerte cambio en mi interior. Mi corazón aleteaba por ese hombre; no me podía ser indiferente; no podía enfriar mis emociones al estar cerca de él. Tenía cierto poder sobre mí: sabía aplacar mi carácter, me sosegaba, me hacía anhelar aquello que un día, años atrás, arrinconé de mi vida. Mas mi mente, fría y racional, envestía con la incertidumbre propia del futuro. Me bajaba los pies al suelo, ya que la realidad era más dura: no podía albergar ningún sentimiento hacia él. ¡Éramos de dos clases diferentes! Lo nuestro era imposible. Ilusionarme solo me traería pesar. Aquella primera noche en el bosque dos mundos opuestos chocaron; ignorante, la colisión arrambló conmigo. El destino se reía de mí delante de mis narices, aunque, si había algo claro, era que entre él y yo solo podía haber una entrañable amistad. Debía grabármelo a fuego.
Casi todo eso se lo explicaba a mi amiga Easter en la carta que le había escrito y que sir Killian enviaría entre su correo privado. Salí de mis aposentos para entregársela, aparte, lo requería, ya que el día anterior, sin saber el motivo del cansancio, había permanecido encerrada entre esas cuatro paredes. Bajé las escaleras tomando conciencia de que debía disimular mi estado de ánimo, sobre todo, por él.
—Alfred, ¿dónde está sir Blackstone? —le pregunté al mayordomo, que estaba en el vestíbulo.
—Ha salido de buena mañana, los hombres de las partidas vinieron a buscarlo —me explicó con su amabilidad usual.
—¿Sabe cuándo llegará?
—No sabría decirle, señorita Morgan, ¿necesita que la ayude en algo?
—Sí, quería entregarle esta carta que he escrito, él la va a enviar entre su correo, pero ahora...
—Démela y la pongo entre el montón que me ha dejado.
—Gracias.
Una vez sola en el gran vestíbulo de la casa y rodeada por un silencio atronador, me dirigí a la biblioteca. La inmensidad de aquella casa me asolaba, se tornaba agobiante, sobre todo, en mí que no estaba acostumbrada a ella. La soledad era manifiesta, la podías palpar con estirar la mano; se encaramaba en cada esquina, en cada baldosa, en sus paredes. Se me hacía extraño estar allí sin él. Lo extrañaba.
—¿Señorita Morgan?
Pegué un brinco al escuchar la voz de Alfred. El miedo se apoderó de mí, quizás tendría que haber regresado a mi aposento y no aventurarme aquí. Tomé aire y di la cara.
—Sí —mi voz sonó empequeñecida por la amplitud de la estancia, que no me ayudaba a relajarme.
—Tiene una visita —me informó, serio.
—¡¿Perdón?! —exclamé. No me esperaba esto, no tenía amistades.
—El pastor Craven —esclareció—. ¿Le hago pasar?
—Sí, por favor.
Ya comprendía su circunspección. Intuí que no le gustaba esa presencia.
Una cuestión se asomó en mi mente: ¿por qué Thomas había esperado tanto tiempo? No necesité barruntar mucho. La tarde que vi en el camposanto a sir Killian, no me había pasado desapercibida la mirada asesina de Thomas. El dueño de la casa estaba con las batidas esa mañana, así que él, promotor de estas, era conocedor de ello. Alfred desapareció y volvió acompañado por la oscura figura del pastor. Nunca mejor descrito, no solo porque vistiese de negro, sino porque el hombre que yo conocía había desaparecido. Su rostro estaba contraído en un gesto huraño, furibundo; sus ojos habían perdido su color azul, ensombrecidos por su ceño fruncido en exceso y su boca era severa. Tenso, miraba a todos lados incómodo a la espera de que algún tipo de criatura saliese a su encuentro, y nervioso, ya que el sombrero y el libro que sostenía entre sus manos temblaban.
—Buenos días, señorita Morgan —saludó, adusto.
—Me alegro de verle, Thomas. —Uní las manos delante del corpiño del vestido.
—Quién lo diría —arremetió.
—¿Cómo?
—No se haga la estúpida conmigo. Sabe perfectamente que nadie me ha informado de que estaba aquí, me tuve que enterar por terceros de lo sucedido, porque no tuvo la deferencia de avisarme. Creí que le importaba nuestra amistad...
—Pastor Craven —lo interrumpió mi abuela. Su actitud era altiva ante aquella presencia que ella rechazaba. Iba a arder Troya varias veces esa mañana.
Él se giró entre nosotras de tal modo que no nos daba la espalda a ninguna de las dos.
—Señora Swan, buen día. —Su inclinación de cabeza fue seca.
—¿Qué le trae por aquí?
—Interesarme por el estado de su nieta —respondió, cortante.
—Como puede observar se está recuperando bastante bien de su accidente.
—Sí, y ahora que la tengo aquí permítame mostrarle mi consternación, ¿cómo ha dejado que la trajeran a esta casa? —denunció en un estado de rabia tal que en las comisuras de sus labios se acumulaba saliva. Echó el cuerpo hacia delante a la defensiva—. ¿Cómo no la llevó a la casa parroquial? Allí estaría mejor.
Mi abuela colocó las manos sobre su barriga para rebatir las preguntas del pastor, mientras yo, consternada, alternaba los ojos entre uno y otro. No entendía las reprobaciones de Thomas.
—Pastor a mi edad no le debo ninguna explicación a nadie, mas le diré que, gracias a la rápida intervención de sir Blackstone, mi nieta está viva. No comparto este malestar suyo, pues siento esta casa como mía, ya que trabajé en ella desde los catorce años y no hay mejor lugar para que se recupere de sus heridas.
—¡Qué insolencia la suya! No me esperaba esta desfachatez de su parte. Está perdonada, su avanzada edad está haciendo los primeros estragos en su sesera. —Se dirigió a mí lleno de ira—: Josephine, las apariencias engañan y no conoce a quien le ha dado cobijo. —Sin despedirse se marchó.
Seguí mirando hacia la puerta, desconcertada por sus palabras.
—Abuela, ¿qué fue eso?
—La reacción de un pusilánime estrecho de miras que solo tiene como horizonte la punta de su nariz, querida. Acuérdate lo que te dice tu abuela: mal termina quien con ínfulas de libertador entra en casa ajena.
***
«Las apariencias engañan», recordé esa noche. ¿Qué les había dado a todos con esa frase? En el pastor carecía de sentido, a no ser por el odio que le tenía a sir Killian. Esa visita marcó el día. Había sido muy desproporcionado en sus palabras y en las formas, sobre todo hacia mi abuela a quien le había perdido el respeto. ¿Quién era él para remachar que no conocía a sir Killian? A esas alturas podía apreciar que tenía mejor fondo que el pastor siendo un hombre de Dios. De súbito, un aullido de lobo atravesó la oscuridad en el exterior de la casa. Me levanté para mirar por la ventana, ya que no pegaba ojo. Fuera la espesa negrura no me permitía observar nada, aunque me pareció captar algún movimiento cerca. De entre las nubes, se asomó la luna llena. Comprendí por qué los hombres habían llamado a sir Killian: podían dar caza a esos animales. Un pinchazo cubrió mi corazón al acordarme de mi lobo blanco. Esa vez no podía salvarlo como me había señalado la señora Hughes. Despejada, cogí un candelabro, encendí la vela y salí de mi aposento.
La casa estaba en total silencio, los únicos sonidos eran los aullidos. Si en esos momentos alguien hubiese salido, me confundiría con una aparición que se adentraba en el pasillo opuesto a mi alcoba. Agarrada fuerte al objeto de plata que alumbraba mi camino, comprobé que a ambos lados había puertas cerradas. No me paré delante de ninguna, seguí y llegué a la larga galería desde la que se tenía una excelente visión de la totalidad del jardín. Nada más entrar, tuve que taparme la boca con la mano para no gritar, por culpa de una armadura que relució a la luz de la vela. Una mullida alfombra cubría el suelo, me calentaba las plantas de los pies y amortiguaba mi paseo, gracias al cual podía contemplar a los difuntos antecesores de sir Killian. ¡Aquello era un recordatorio familiar! Los enormes cuadros que colgaban de la pared, cuyas efigies parecían darme la bienvenida, tenían una placa dorada con el nombre junto a dos fechas; debajo de ellos, colocadas en fila como un ejército, estaban las armaduras. Salvo en uno.
Entre dos retratos de menor tamaño que el resto, había un arco apuntado que le daba esa forma a una puerta, entornada, de la que salía una brisa fría. Me acerqué y asomé la cabeza. Había una extraña escalera de caracol de piedra maciza que descendía casi hasta las profundidades de la tierra. Movida por la curiosidad, comencé a bajar los escalones pisando firme y con una mano apoyada en la pared. No sabía adónde me llevaría. En ese descenso intuí que era el centro de la casa, el corazón alrededor del cual se construyó todo. Un aire helador se colaba entre las piedras, me atería entera; se oía el discurrir del agua, había goteras incluso donde no lo parecía, ya que me cayó una en el nacimiento del pelo y se deslizó por la frente. Me la limpié con la manga del camisón, con ella me tapé la nariz. Había llegado al final. Allí un hedor a putrefacción me golpeó los sentidos, el estómago se me puso del revés y noté cómo se me revolvía. Era nauseabundo. Mas no me resultó un impedimento para continuar. Seguí de frente y a mi derecha se abrió una enorme sala llena de grandes columnas de piedra. El suelo era un revoltijo de cadenas, harapos, huesos que fui sorteando como mejor pude para no clavarme nada, ya que no quería que se descubriese mi presencia en ese lugar. Estaba segura de que, si chillaba, nadie me oiría. En las paredes había garrotes para mantener a las personas encarceladas o cautivas. La historia de los Blackstone se remontaba al medievo, así que... ¿pudo haber prisioneros? ¿De antiguo los Blackstone impartían justicia? Cierto era que aquella zona carente de humanidad no había sido pensada para que sus señores habitasen en ella. Solo el odio, el horror y el dolor tenían cabida. Lo más asombroso era cómo por una de las rendijas que daba al exterior se colaban los rayos de la luna llena y bañaban cada uno de los garrotes.
Los lobos aullaron de nuevo, esta vez más cerca de mí, y unos ruidos me advirtieron de que alguien podía acercarse. Petrificada, di varios pasos hacia atrás, antes de regresar arriba. La intrincada escalera de caracol me ralentizaba, con tan mala pata que pisé el bajo del camisón y me hice daño en el mentón. Seguí adelante, solo quería salir de allí. Una vez en mi aposento, me senté en la cama, abrazada a mis piernas y esperé el amanecer.