—Alfred, ¿sir...?
—Descansa en sus aposentos, señorita Morgan —indicó, aliviado.
El corazón me dio un vuelco de alegría en el pecho, y el cuerpo se me aflojó un poco. Había pasado toda la noche en vela tras haber regresado de aquellas mazmorras, por designarlas de alguna manera. No logré tranquilizarme, ya que los lobos aullaron feroces trastornando todo, agitando mi espíritu.
—¿Está en casa? —inquirí sin aliento. Debía controlar la alegría que me producía su regreso.
—Sí, llegó al despuntar el alba.
—¿Y saben si cazaron algún lobo? —Nerviosa, esperaba que no nombrase a uno blanco.
—¿Disculpe...?
Parecía desconcertado ante mi pregunta, lo que me pareció extraño.
—Las batidas.
—¡Ah! Eso. No, no hubo suerte. Son animales muy escurridizos. —Alcé las cejas por el dominio que tenía sobre el tema—. Bueno, eso es lo que se dice. Si no requiere de ninguna cosa más, debo volver a mis quehaceres.
Asentí. Su actitud me hizo sospechar que algo escondía; no conocía bien a ese hombre, así que no podía juzgar. Un poco más tranquila después de saber del regreso de sir Killian y de que el lobo blanco no había sufrido ningún mal, o todo indicaba eso, subí con la intención de regresar a mis aposentos. Cambié de opinión al ensimismarme con el pomo de la escalera que llevaba al último piso de la mansión. Como si no hubiese tenido bastante con mi expedición de la noche pasada, sin meditar las consecuencias que me podía traer aquel impulso, subí. El aire fresco y limpio que se respiraba en toda la casa dio paso a un espeso olor a cerrado, a polvo. No aparentaba la misma casa.
Estaba todo oscuro, aunque al final del pasillo, por entre lo que parecían cortinajes, se filtraba una pequeña rendija de luz. Anduve hacia a ella a tientas para no tirar ni tropezar contra nada y fui a dar a una galería completamente sucia. Se notaba que hacía años que la habían abandonado a su suerte. Por algún motivo se habían olvidado de ella. Me dio la sensación de que estaba prohibido su acceso. Su aspecto tétrico se debía a que todas las cortinas, de color rojo intenso con bordes dorados, estaban cerradas, impidiendo la entrada de claridad; la poca que había dejaba entrever un sitio que se ahogaba en sí mismo en la suciedad que mis pies y el frufrú de mi vestido iban levantando. Sus suelos, lo poco que podía distinguir, no eran de madera, sino de piedra de distintas tonalidades. En cuanto al resto de la decoración, había dos poltronas gemelas y un par de columnas ornamentales, con los capiteles dorados, que servían de soporte a lo que parecían jarrones. Entre ellas había dos enormes puertas iguales. Al seguir con la vista sus dimensiones, me percaté de que sobre mi cabeza pendía una lámpara que estaba cubierta por una sábana, pero, al fijar mejor la vista, comprobé que era una telaraña. Con repulsión di un paso hacia delante y, así, fui hacia la puerta que estaba a mi diestra.
Empujé un poco y la cerradura cedió. A diferencia de la galería, ahí la luz entraba a raudales por las tres ventanas, ya que los cortinajes estaban recogidos por unos gruesos cordones con borlas. Había una similitud: el abandono. Sin embargo, esta estancia no había perdido la distinción. Era austera en comparación con otras partes, la cama ocupaba el centro de la pared a mi derecha; entre dos ventanales había una pequeña mesa redonda de madera, con dos sillas haciendo juego y un tablero de ajedrez esperando a que los jugadores retomasen la partida. Era la parte de la chimenea la que resaltaba, debido en gran medida al retrato que había sobre ella. Me acerqué para verlo mejor. La mujer que tenía frente a mí irradiaba la hermosura y la vitalidad de la juventud como un día de verano y hacía que el espectador no pudiese apartar la mirada de ese bello rostro de líneas suaves, de piel nacarada, sonrisa dulce, mejillas un tanto sonrosadas, que no apagaban el brillo de sus ojos azules, casi del color del mar, en los que se podía leer una plena felicidad y que resaltaban gracias a su sencillo, aunque elegante, vestido. Unos pendientes y un anillo en cada mano eran las únicas joyas que la adornaban, pues no requería de más. Ya la había visto antes, era la madre de sir Killian.
«Son los aposentos de su padre», pensé. Mi curiosidad aumentó. Por ello, en vez de retirarme, fui directa a la otra estancia. Nada más entrar, un olor floral me dio la bienvenida. Era como si alguien se hubiese acabado de perfumar. La finura que destilaba, incluso a través del polvo que bailaba sobre mi cabeza, no se había apagado con los años de encierro. Era tan majestuosa como simple. Tenía una fina cama de dosel recubierta con la misma tela rosa claro que las cortinas. La acompañaba una mesita de noche a su izquierda, mientras que al otro lado había una butaca tapizada en motivos florales. Sobre la chimenea estaba el retrato de su esposo, en actitud relajada. Su mirada llena de pasión te seguía allá por donde te movieras. No podías zafarte de esos impresionantes ojos azules, tampoco podías ser indiferente a esa sonrisa sesgada tan similar a la de su hijo. ¡Eran casi idénticos! En la cornisa unas figurillas de porcelana flanqueaban un hermoso reloj que ya no daba la hora. A sus lados había unos armarios, o eso parecía. Delante de uno, había un biombo, seguido de un precioso tocador. Fui hacia él. Constaba de tres espejos que, colocados como estaban, reflejaban la luz de las ventanas. Encima de la mesa continuaban ordenados pequeños frascos de cristal, un peine mugriento, un espejo de mano boca abajo y varios platillos. Todo era de plata. No pude resistirme a coger el peine y en su reverso aprecié lo que me parecía una inscripción. Lo limpié con los dedos y bajo la suciedad apareció un nombre: Cat Blackstone. Al leerlo me sentí desdeñable, hasta de que Blackstone Hall me diese cobijo. Esa sensación me reafirmó que ese mundo no tenía cabida para mí.
—¿Quién le ha permitido entrar aquí? —Aquella pregunta lacerante me asustó de tal modo que el peine se precipitó al suelo. El choque hizo eco—. ¡¿Es que no puede estarse quieta?!
El sobresalto me petrificó, el corazón me latía muy rápido y una oleada de pánico me recorrió entera. Era tanta la tensión que sentía los oídos taponados. No me atreví a girarme para encararlo. Le oí soltar aire y tomarlo de nuevo.
—Fuera —me ordenó—. ¡¡Fuera!!
Ese alarido de enfado y dolor me lanzó a la huida con los ojos llenos de lágrimas. Pasé por su lado sin mirarle. Bajé las escaleras lo más rápido que pude, me sentía culpable. ¡Había atentado contra su hospitalidad! Una vez en mi aposento, con el cuerpo apoyado en la puerta, cedí al arrepentimiento y al miedo de su enfado. Sabía que tardaría en salir de esas cuatro paredes.