Esa noche Blackstone Hall guarecía a dos almas atormentadas.
Una estaba sumida en un pasado que le había marcado toda su vida. En unos dolorosos recuerdos que jamás olvidó.
Blackstone Hall era escondite de muchos secretos, principalmente de uno que se imponía al resto y turbaba a todos: la brutal muerte de la señora Blackstone. Todos decidieron callar, unos por miedo, otros por respeto a la familia. Nadie volvió a referirse a ella, incluidos su marido y su hijo. Ese confinamiento de su memoria, ese mutismo, la mansión los absorbió cual esponja sumándolos a los que ya soportaba. Sus paredes rezumaban un agónico dolor que se ocultaba detrás de las armaduras, de los cuadros, de la rica decoración que le conferían una falsa faz de altivez. Las piedras que la modelaban, en realidad, se alzaban vivas sobre la tierra. Imploraban un mínimo de amor a la espera de su cazador.
Esa noche sir Killian estaba sentado en el suelo de su alcoba. Las cuatro paredes se habían convertido a lo largo del día en una fría prisión que lo oprimía, ya que los sucesos acaecidos aquella mañana lo pusieron al borde la locura. Pisar otra vez aquella estancia cerrada durante décadas le despertó los fantasmas de un pasado no superado. Dentro de su cuerpo de hombre, el aterrado niño que había enclaustrado se liberó simultáneamente a las imágenes que creía renegadas en un agujero oscuro de su memoria.
Esa noche proyectaba una imagen derrotada, ahí en el suelo con la espalda apoyada en la pared libre entre dos de las ventanas, su pierna derecha pegada al pecho y, sobre ella, la cabeza. De esa guisa pasó varias horas en compañía de sus tres perros, además del tic tac de un reloj que estaba en la repisa de la chimenea. Así, se mantuvo alejado de los habitantes de la casa, no quería escuchar ni recriminaciones ni consejos. Frederic le enseñó los colmillos, gruñéndole.
—No me vengas con esas, si no fuera por Jeremy no hubiese sabido que entró en esos aposentos, porque estaba completamente dormido —les reprochó su actuación a Giles y a él—. ¿Vosotros dónde estabais?
Volvió a gruñirle, esta vez más fiero.
—En la biblioteca, ya, pues no fue allí. —La pena que sintió se hizo mayor, tanto que los hombros se le hundieron. Jeremy se le acercó y emitió sonidos lacrimosos—. Estar en sus estancias me ha supuesto recordar aquello, Jeremy. Llevo todo el día procurando mantener la mente ocupada, pero no puedo. Me es imposible. —Tragó saliva. En ella iban las lágrimas que no era capaz de derramar, no había movido un músculo ni los miró, ya que ellos sabían lo que había sufrido por la muerte de su madre. Ellos lo habían vivido con él—. No sé si algún día lograré superarlo.
Giles, el perro que tenía un gesto interrogante, debido a esa ceja enarcada, emitió un sonido sordo.
—Muy amable por tu parte, Giles. Sí, me porté como un cretino con ella al gritarle. Perdí los papeles, ¿estamos? Ahora no sé cómo solucionarlo —se lamentó.
Los cuatro al unísono levantaron la cabeza. Sir Killian echó la orejas hacia atrás captando un ligero ruido seguido por el repiqueteo de un corazón.
—Ha salido de su alcoba —confirmó.
Los cuatro compartieron una mirada cómplice, llena de intenciones por parte de los cánidos. Lo obligaban a moverse. No lo dudó. Se puso en pie y esperó unos instantes antes de salir tras ella. Cerró los ojos para concentrarse en el latir que su corazón hacía propio.
—Está en la biblioteca. —Sin meditar un segundo fue a su encuentro seguido por los tres cánidos.
Esperó unos instantes en la gran puerta. Debía calmarse para que ella tomase sus disculpas en serio y no pensase que la estaba vigilando. Un tropel de emociones le brotaban desde lo más profundo de las entrañas, jamás había sentido la imperiosa necesidad de estar cerca de una persona, de mantenerla a su lado y reconocer sus propios fallos en pos de verla feliz. Giles lo golpeó con el hocico en el muslo empujándolo a andar. Siguió el sonido de los latidos y la encontró sentada de rodillas junto a la chimenea. Nunca había contemplado una imagen tan bella, menos en su casa. Parecía una diosa griega vestida con un sencillo camisón blanco de algodón, que contrastaba con su negra y ondulada cabellera que, cual cascada, caía sobre sus hombros y la espalda. Aquella era su diosa. Reconocerlo le supuso que su corazón perdiese el compás. Ella, intuyendo que lo tenía detrás, miró por encima de su hombro. Sir Killian olió el nerviosismo que desprendía su cuerpo, ella iba a irse.
—Señorita Morgan, no he venido a discutir, por favor, no se marche —le pidió.
La languidez de su rostro se hizo ostensible: sus ojos alicaídos estaban un tanto hinchados, lo que les hacía perder cierto brillo; su boca era una fina línea, apretaba los labios a fin de contener, quizás, el miedo a él. Su expresividad habitual se había tornado en un arrepentimiento teñido de tristeza y ante él se mostraba indefensa por primera vez.
—Lo lamento, sir Killian, abusé de su confianza, no tendría que haber entrado en esos aposentos —se excusó. Estoica, mantenía la compostura sin flaquear.
Se acercó a ella de inmediato. No le agradaba que estuviese tan abatida. Colocó dos dedos bajo su mentón para encontrarse de nuevo con aquellos ojos. Debía aliviarla.
—Nunca me pida perdón. No hay excusas para haberla tratado como lo hice; si alguien debe disculparse soy yo, porque nadie la informó de que está prohibido subir allí.
—¿Por qué? —susurró más que dijo.
—Todavía causa mucho dolor. —Inspiró para darle la explicación que se merecía. Expiró por la nariz haciendo cierto ruido—. Eran los aposentos de mi madre y desde su fallecimiento se ha mantenido cerrado, solo mi padre entraba esporádicamente.
—De verdad, yo...
La calló poniendo su dedo índice sobre sus labios. Sin poder evitarlo, recorrió aquella suavidad. Deseó besarla, probar su ambrosía. No le pasó desapercibido cómo, con ese simple tacto, sus mejillas se arrebolaron y su respiración se aceleró. ¿Podía ser que ella sintiese lo mismo?
—Le confieso que... —Notó su tensión al percatarse de los perros, más por Jeremy que invadió su espacio. Giles fue directo a la poltrona y Frederic se mantuvo a su lado.
—Tranquila, no se asuste, no le harán daño. Ese es Jeremy, solo quiere que lo acaricie. El señorito tumbado es Giles, y este Frederic. —Se puso a su lado y sir Killian le rascó la cabeza—. Estuvieron muy pendientes de usted. Puede confiar en ellos.
Se demoró un rato en las atenciones al animal, de ahí que se pusiera en el borde del sofá. Él se sentó a su lado.
—¿Qué me iba a decir antes? —inquirió ella. Así su atención se derivó de nuevo en él.
Jeremy fue a la chimenea.
—La única hermandad más vívida es la soledad: ahí es donde resido.
—No está solo, se nota que Alfred le tiene un inmenso cariño, y tendrá a su familia.
—Familia directa no me queda y tras la muerte de mi padre me he acostumbrado a la soledad. Pasados unos dos años de su fallecimiento, me retiré de la vida social de Londres, solo mantengo contacto con mis mejores amigos, sir Charles Pembroke y Edward Marlow, con los que tengo negocios. Me animan a ir y yo siempre declino sus invitaciones. ¿A veces no se ha sentido sola rodeada de gente?
—Sí —convino. Era una mujer muy expresiva, eso era lo que más le gustaba de ella, no caía en el remilgo ni fingía ser aquello que no era, como la gran mayoría de mujeres londinenses. Ella era clara en todos los aspectos de su vida.
—Eso es lo que evito con mis negativas a la reiteradas invitaciones de mis amigos. Londres siempre me recuerda que no hay sitio para mí. Allí la soledad se hace más palpable y pesa el doble que aquí.
—Le entiendo, no es el único al que le pasa eso.
—¿Usted? —Alzó las cejas. Jamás lo habría pensado de su señorita Josephine—. Usted cuenta con una familia.
Se acomodó en el sofá, dobló su pierna derecha encima del cojín y el codo lo puso en el respaldo. Quería estar atento a lo que contase. Le interesaba todo de ella.
—Soy la mediana de tres hermanas: Maggie, la mayor, y Elea, la pequeña, pronto se marcharon a Londres a casa de nuestra tía paterna. Allí encontraron a sus respectivos maridos. Yo decidí quedarme en Oxford, mis padres me apoyaron en mis aspiraciones.
—Bedford College.
—Se acuerda. —Parecía impresionada por aquello. Carraspeó para seguir—. Sí, sin embargo, tuve que venir a Pluckley. Aquí la gente me mira extraño, me ven como un bicho raro, porque tengo un libro entre las manos y por mi apatía en buscar un marido —bufó, molesta. Jugueteaba con su camisón.
«Su memoria está reavivando alguna situación», barruntó Sir Killian. Apretó las muelas enfadado con los habitantes del pueblo por no mostrarle un mínimo de respeto. Contuvo un rugido en la garganta. Aquel silencio que ella guardaba le daba la oportunidad de seguir indagando.
—Alguien habrá que la esté esperando, lo que pasa es que no se ha parado a otear a su alrededor. Seguro que en Oxford tuvo preten...
—¿Pretendientes en Oxford? —lo interrumpió. Aquella pregunta lo hizo sentirse un necio, al igual que su expresión, ya que lo observaba como si le hubiesen salido seis cabezas más—. Se equivoca, los alumnos se creen más listos que nadie y no están dispuestos a que sus estudios y su inteligencia sean atentados por la lucidez femenina.
—Lo que quiero decir es que es una mujer bonita, joven...
—Debo contradecirlo otra vez, tengo veintisiete años.
—Como yo. —¡Eso sí que era una sorpresa! Él creía que era más joven, al menos eso aparentaba su físico—. ¿Qué mes cumple?
—Finales de octubre, parece ser que en la luna del cazador.
Aquella noticia lo anquilosó en el sofá. Su corazón paró, al latir lo hizo a una velocidad inusual que le producía cierta presión en el pecho. Debía aguantar impertérrito, sin demostrar emoción alguna que lo expusiese a una situación delicada. Por alguna razón inexplicable, ninguno de los dos había apartado la vista del otro. Sir Killian percibió gotas de sudor que le recorrían la espalda, ya que el ambiente se había caldeado.
—No me mire así, se lo suplico —dijo ella con voz queda.
—¿Así cómo?
—Adentrándose en mi alma... Yo... Yo no soy... —balbucía, azorada—. No quiero... Esto es imposible.
En un arrebato, él acortó la distancia y le rodeó el rostro con las manos. Le quería imprimir, a través de su piel, todo el cariño que le despertaba.
—No hay nada imposible, solo aquello que nos propongamos.
Poco a poco, sus rostros se fueron acercando más, sin remedio. Sus miradas estaban entrelazadas en un punto invisible del espacio que los separaba. En aquellos instantes casi mágicos, la realidad había desaparecido, solo existían ellos; el aire era casi irrespirable. Sir Killian acarició los pómulos de la mujer que le había robado la razón. La piel le ardía, ¿ella lo sentiría? El suspiro que se le escapó de entre los labios fue la respuesta que necesitaba para pegar la punta de la nariz a la suya. Jugueteó un poco con ella, aumentando la expectación. Ella cerró los ojos completamente extasiada, perdida en él. Lo excitó, ya que su entrepierna palpitó. Acercó sus labios a los de ella; rozó su labio inferior antes de hacerlo suyo, empero una chispa de la chimenea rompió el hechizo. La señorita Josephine abrió los ojos asustada.
—Lo siento. —Salió a la carrera.
Le fue imposible seguirla, ya que todavía estaba bajo el influjo de lo vivido.
Giles se bajó de la poltrona. Se alzó sobre sus patas traseras y se apoyó en su amo. Emitió un quejido.
—¿Crees que ella es el cazador del que habla la leyenda?