Un hombre tiene suerte si es el primer amor de una mujer.
Una mujer tiene suerte si es el último amor de un hombre.
Charles Dickens
Sir Killian apreció en el ambiente una pequeña transmutación que de inmediato le erizó el vello de la nuca. Solo la presencia de un ser incitaba ese lance: el pastor. Días atrás le había sucedido al llegar a casa tras la visita de dicho personajillo. Odiaba la estela a incienso que desprendía. Iba de santo, pero su buena presencia no era más que una pantomima con la que engañaba a todos. Mas, si había vuelto a importunar a Josephine, tenía claro que se enfrentaría a él de manera abierta. Aceleró el paso sobre el manto verde de la explanada delantera. Del camino lateral de la casa que llevaba directamente al jardín trasero, hacía su aparición el pastor vestido de negro, cual cuervo, con ese sombrero que empequeñecía su estatura media. No le merecía un ápice de respeto, el mismo que el religioso le profesaba a él. ¡El odio era mutuo! Al fijarse que iba hacia él, su ánimo se revolvió: adoptó un ademán soberbio con esas ínfulas de ilustrado que hacía que el pueblo lo adorase, así, él se sentía mejor, menos frustrado por no poder aspirar a Canterbury. Apretó las muelas y se marcaron más las líneas de su rostro cuadrado, forma de su sesera también. Sonrió para sus adentros, las oía rechinar. Su boca se encogió en un gesto de animadversión, mientras sus cejas se alzaron sorprendidas, tal vez, de toparse cara a cara. Era de esperar, había entrado en sus propiedades sin su permiso. Eso sí que le molestaba y prendió su ira, que ya llevaba encendida todo el día. Vaya burla, estaba pecando delante del buen pastor. ¡Debía despacharlo de inmediato!
Sin perder la compostura, lo obligó a hacer una reverencia, aunque fuese falsa.
—Pastor Craven, qué inusitada sorpresa hallarlo en Blackstone Hall. ¿Cuánto tiempo hace de su última visita? Espere que piense... —Se rascó la barbilla, irónico—. Unos cinco años, lo que lleva mi padre fallecido.
Aquel mal llamado pastor bajó la cabeza. El muy miserable se acordaba.
—Que Dios lo tenga en su gloria. —Entornó los ojos amenazante.
—No gracias a usted, pues aún no me he olvidado de sus reticencias a concederle la extremaunción. —Aquello todavía lo tenía clavado en su corazón.
—No creí que necesitara de mi consejo ni el de Nuestro Señor. Usted se ausentó de todo...
—Fueron sus agravios a un hombre agónico los que me obligaron a recortar los presupuestos de la iglesia y no necesito el consejo de un ser tan vil como usted. Ahora, dígame qué se le ha extraviado por Blackstone Hall.
—No hace mucho me contaron que la señorita Morgan sufrió un accidente en el bosque y me he interesado por su estado.
Ese comentario lo enervó. Debía dominar los instintos animales que lo empujaban a atacarle. No se podía permitir un paso en falso, menos con él.
—¿Ha comprobado que está sana y salva? —inquirió entre dientes. Abrió las alas de la nariz, echó la mandíbula hacia delante y la boca se le torció un poco, dibujando una mueca de repulsión.
—Sí, señor. Lo cual me alegra. Si me permite...
—No.
—¿A qué viene tanta preocupación o caridad por la señorita Morgan? —quiso indagar, relamiendo una victoria sobre él que no le iba a dar.
«La verdad ante todo. Va a ir a saber a su casa», se alentó a sí mismo.
—La señora Swan siempre ha trabajado en esta casa. Guardo un grato recuerdo de ella y estaré dispuesto a ayudarla, como a su familia. —En aquellos ojos azules más semejantes a los de un ave de rapiña observó el recelo.
No le temió. Los dos a la vez dieron un paso hacia adelante agresivos. Enderezó los hombros y se estiró cuan alto era.
—Me alegra que Josephine...
—¿Desde cuándo es Josephine, pastor?
—Si le ocurre algo estando aquí no habrá duda de que usted es el culpable.
—Ya vamos hablando claro, aunque esas amenazas veladas no son propias de un hombre de Dios.
—Soy un hombre antes que un ministro de Dios.
—No creo que al Señor le gusten sus formas, mas comprendo por qué su carrera hacia Canterbury se ha visto frustrada.
Esas palabras asestaron un buen golpe al pastor, que se tambaleó sobre sus pies. No se quedó callado, dio otro paso adelante, pegándose más a él. ¡Quién se lo iba a decir! El santo pastor cayendo en manos de la ira. Su natural actitud.
—A mí no me va a engañar, sé lo que es.
—Sorpréndame —lo animó, socarrón.
Le puso el libro delante de la cara.
—Esta lectura me ha mostrado que usted y toda su familia son unos monstruos.
—Un pastor no debería dar pábulo a las historias de viejas que se cuentan en el pueblo.
—No es ninguna falacia. ¿Qué pensaría ella si llegase a sus oídos?
—Nada, no le creería. Josephine es una mujer inteligente. —Le tocaba reclamar su victoria—. Si lo que pretende es tener algo con ella, debo informarle que usted no es el indicado. Ella valora su libertad ante todo y usted, con su mente obtusa, solo le reportaría infelicidad. Le aconsejo que se marche ya, pues es muy triste tener delante a un hombre obsesionado con los hombres lobo.
—Yo no dije nada de eso. —Alzó las cejas cual crío pillado en una fechoría.
—El título de su libro, sí.
—Es obra de un clérigo.
—¡Me da igual! De todos es sabido que esas criaturas no existen, que los lobos fueron exterminados hace siglos y usted en Pluckley solo fomenta el fanatismo. ¿Qué tendría que decir el señor obispo de todo esto?
—Ella no le pertenece —arremetió para protegerse—. No todo lo que hay en Pluckley es suyo.
—Aléjese de ella —le aconsejó, amenazador. Al abrir la boca sus colmillos parecían más profusos.
—No le temo, sir Blackstone.
—Yo tampoco a usted, Craven.
—Recuerde mis palabras: a veces debemos hacer algo malo para obtener un bien más preciado. —Tras lo cual, el pastor con un donaire fingido, ya que su cuerpo vibraba del rencor, se marchó.
Cuando aquella maligna figura, salida más del averno que del cielo, desapareció, no lo dudó dos veces y fue en busca de la señorita Josephine. ¿Qué la unía a ese hombre atroz? ¿Acaso era más que una simple amistad? ¿Qué había entre ellos? Debía preguntárselo. La sospecha de que pudieran tener algo más lo estaba hostigando, además, si así fuese comprendería mejor a Craven, por lo que sus actos serían sinceros para con ella. Se mesó el pelo a la vez que un rugido de frustración salió de su garganta. La incertidumbre lo estaba matando por dentro. Debía esclarecer esas desconfianzas. Las emociones que había retenido en esa charla comenzaron a fluir y lo ahogaban, le nublaban tanto la mente que a esa mujer comenzó a verla como a un enemigo. No podía ser posible. Se había percatado de la conexión que los unía, eso lo obligaba a permanecer junto a ella. Fuese como fuese lucharía hasta su última gota de sangre por ella. No iba a consentir que lo alejasen de Josephine, ¡era su cazador! Ella lo liberaría. Reconocerlo supuso que un peso se liara alrededor de su corazón. En minutos, se había convertido en una solitaria isla en mitad del océano al que debía conquistar para que no lo expulsase o, peor, lo hundiese en unas profundidades desconocidas.
Entró al vestíbulo mirando hacia los lados. No había nadie. Si alguien lo hubiese visto tendría delante a un hombre desvalido ante un destino incierto. Se paró unos segundos, tomó aire e intentó relajarse. Su corazón, el que estaba dispuesto a arrancarse para mostrar su amor, latía tan rápido que le presionaba en los oídos. Cerró los ojos para concentrarse. Volvió a abrirlos y se encaminó rápido a la biblioteca. Josephine salía con su bello rostro desfigurado. Una mezcla entre alteración y preocupación le ensombrecían la mirada, al tiempo que un pálpito le estrujaba las entrañas. Sin meditarlo, en dos zancadas acortó la distancia que los separaba, cerró una mano alrededor de su brazo y la arrastró al interior de la estancia. Con un golpe seco del tacón de su bota, cerró la puerta dando un portazo.
—¡Me hace daño! —Forcejeaba en su empeño por liberarse de su agarre—. ¡Suélteme!
Lo hizo con el único objetivo de desenmascarar la verdad. La quería frente a él fuese cual fuese el resultado final.
—¿Qué tienes con el pastor? —inquirió, afanoso.
—¿Cómo dice? —Parecía sorprendida no solo por el trato, sino por el contenido de la pregunta.
—Déjate de formalismos y responde —la urgió en voz baja, en la cual su irritación era más que audible.
—No me hables así.
—Aclara lo que tienes con el pastor —exigió.
—¿Tener qué? No entiendo dónde quieres llegar.
Se pellizco el puente de la nariz; no podía agarrarla y zarandearla para que de una vez soltase aquello que lo hería. Debía aferrarse a los últimos atisbos de paciencia.
—¿Os une algún tipo de relación que no me has referido? —Fue directo.
—No hay...
—¿Me has engañado? —la interrumpió con los nervios a flor de piel.
Abrió la boca perpleja ante su demanda.
—No he engañado a nadie. Con Thomas...
—¿Ahora es Thomas? —Escuchar de su boca aquel horrendo nombre le asestó un puñetazo en el estómago. Esos dos lo estaban matando, ¿a qué venía tanta familiaridad?
La temperatura ya había aumentado varios grados sobre sus cabezas.
—Killian, te estás obcecando en algo que...
—No soporto su olor en ti. —La mandíbula se le desvió hacia adelante al morderse la lengua, ya que sin tiento soltó esas palabras.
—Estás celoso.
Sí, cierto. No iba a reconocérselo.
—¿Quieres responder de un vez?
Ella frunció los labios en un gesto porfiado. Se fijó en ellos y una punzada de anhelo lo atravesó. Enfadada, su belleza resaltaba más.
—No tengo nada con él. Semanas atrás creía que era un amigo, pero me mintió, me había mostrado una cara que no era real.
—Sé lo que ocurrió el otro día y no has tenido el valor de decírmelo —le reprochó, apuntándola con el dedo índice. Escondía su deseo detrás de esa apostura.
—Porque sentí vergüenza ajena. Fue desmesurado su comportamiento. Otra razón fue la primera vez que te vi en el cementerio; él salía de la iglesia y te mató con una mirada de odio. Ahora sé que es mutuo. —Fugaz, le observó los labios con un halo de apetito—. No entiendo tus celos, ya que estoy demostrando que Thomas no me despierta afectos positivos.
—¿Debo explicarlo?
—Sí —alegó concienzuda.
Sir Killian rompió las pocas barreras que se interponían entre ellos. Iba a quemar la última ficha del juego que habían empezado desde que se conocieran.
Excitado y furioso al mismo tiempo, la tomó por los hombros y la besó. Su reacción lo envalentonó: no se separó, solo cerró los ojos, señal de que le daba permiso para seducirla. Ese detalle le aligeró un poco el corazón, podía ser que en su interior albergara sentimientos hacia él, así, tentó a la suerte. Se permitió arañar la felicidad, arrojándose al abismo de sus brazos. Presionó un poco más sus bocas. Josephine soltó un gemido quedo, que fue música para sus oídos; de inmediato, ella aflojó la boca, lo que aprovechó para introducir la lengua en la suya. Le rodeó el rostro entre las manos para no dejarla ir. ¡Era suya! Se embriagó por el sedoso tacto de su lengua que, tímida, le respondía. No se había equivocado, el néctar de sus labios era embriagador y, una vez que se probaba, uno se volvía adicto. Fue un beso abrasador que los elevó al cielo. A través del contacto de sus pieles podía apreciar el fluir de la sangre, el latido acelerado de su bravo corazón; raudo, le rodeó la cintura con un brazo para aplacar los temblores de su estrecho cuerpo. Josephine se agarró a su cuello y ensartó los dedos en los mechones de su pelo.
El beso duró lo suficiente para percatarse de que la llevaba grabada en los huesos.
Privado hacía rato de aire, debido al embrujo pasional en el que había caído, lo fue rompiendo lentamente, no sin antes atrapar su labio inferior entre los suyos. Era tan dulce como la miel. No pudo más que contemplarla con infinito amor. Otra vez lo había asombrado: había respondido a sus exigencias con un ímpetu y un ardor que enloquecería a cualquier hombre. Ella tardó unos segundos en abrirlos, como si no quisiera que aquellas sensaciones tuviesen fin. Mas, al hacerlo y comprender lo que había sucedido entre ellos, solo quería escapar.
Él fue más rápido, la estrechó más a su agarre. Era hora de hablar a las claras:
—Esto es lo que siento por ti. Ahora escúpeme si quieres, lánzame a los leones, empero, debes saber que me convertiré en gladiador y lucharé por ti hasta mi último aliento. Estoy dispuesto a asumir todas las batallas que se me presenten. Ante tus ojos quedaré como un necio. Un necio que es tuyo.
La soltó y, sin mirarlo, se marchó. No, el recuerdo del sabor de su beso.