27

Paso atrás.

Paso adelante.

Paso atrás.

Vuelta a empezar.

Inquieta, esperaba a mis padres en el camino frente a la casa. Mis pies se movían solos a causa de los nervios por volver a verlos. No tendría que estar nerviosa, mas así era. Mucho debía referirles, y debía anticiparme a mi abuela, no podía permitir que tomase partido en ello. Tenía que ser yo. Ahí radicaba mi desasosiego, ya que, a veces, lo más sencillo era lo más complicado de contar.

Deberían estar al llegar, el tren nunca se había retrasado. Pluckley, desde 1842, contaba con su estación de tren, que pertenecía a la South Eastern Railway, que unía el pueblo con la capital en la línea London Bridge a Ashford. Mis padres no se conocieron en él, sino en una antigua e incómoda diligencia: él iba a ser el tutor de los hijos de un noble, al tiempo que se dedicaba a su tesis doctoral; ella regresaba a casa por una breve visita, ya que tras dejar su último trabajo como institutriz quería ver a sus padres. Los dos se impresionaron mutuamente, lo que no sabían era que sus destinos ya estaban unidos, pues la nueva casa en la que entraba a trabajar mi madre era la de mi tío. Mi padre la conquistó y con ello se ganó otra desaprobación, la de mi abuelo.

Nada pudo con ese amor.

Nada lo destruyó.

Miré al lado contrario del sendero. Ese al que señalaban las puntas de mis zapatos. Ese que me conduciría a Blackstone Hall. Hacía dos días que no veía a sir Killian y me sentía liberada, desintoxicada de esa casa, de su dueño, de sus habitantes. Con el transcurso de las horas, percibí una cadena que me unía a él de una manera que yo no podía comprender. En las inhóspitas profundidades de mi corazón, esas en las que no quería horadar, sabía a la perfección que estaba ahí fuera, no solo por mis padres, sino por atisbar, de lejos si fuese posible, a sir Killian. No era capaz, debido en parte a que los rayos de ese lindo día casi estival me deslumbraban.

Al girar, dos figuras aparecieron en el horizonte. Una portaba una maleta, la otra una cesta; una era muy alta, la otra más baja. ¡Mis padres!

—¡Ya están aquí! —grité para que mi abuela me oyese.

Salí corriendo cual zagal. Mi padre dejó la maleta en el suelo para recibirme entre sus brazos.

—Mi pequeña Jo. —Me besó en el pelo. Me sostuvo al igual que de niña, cuando lo sorprendía por las noches en su despacho escribiendo alguna disertación para sus clases. Allí estaba segura, era el único... No, ya no lo era. En algún momento en los brazos de sir Killian aprecié lo mismo.

—Mamá —me abracé a ella con los ojos anegados en lágrimas.

¡Cuánto los había añorado!

Mi madre me separó del hueco de su cuello donde había apoyado mi cabeza, me rodeó el rostro con sus finos y blancos dedos y me escrutó con esa maternal mirada bañada en azul con betas verdes.

—Hija mía, te veo distinta —declaró con su melosa voz que raras veces alzaba.

—¡Distinta! —expresó mi padre sin comprender. Sus rasgados ojos azules me contemplaron en busca de algún daño o alguna deficiencia. Eran más sagaces de lo que parecían. No pude sostenérselos.

—Josephine —susurró mi madre.

—¿Qué es lo que no te atreves a contarnos y te ves en la obligación de hacerlo? —Ahí estaba mi padre poniéndome en una tesitura de la que no podía escapar.

—Vayamos a casa, tu abuela nos está esperando.

Anduve en medio de ellos, enganchada a sus brazos. En la puerta, la abuela los esperaba con una gran sonrisa. Pasamos a la salita donde una tetera humeante esperaba encima de la mesa con sus tazas a juego de motivos florales junto a un bizcocho que habíamos horneado hacía unas horas. Mis padres me observaban insistentes y, empujada por el codazo que mi abuela me regaló en el costado, empecé mi relato por el ataque de los perros. No les escondí las atenciones que sir Killian me procuró para mi pronta mejoría. No les mentí en nada, solo omití algunos detalles, como el beso.

—¿Cómo no nos avisasteis de ese accidente? —Mi madre se enojó, sus mejillas se volvieron más rosadas.

—Si la gravedad fuese mayor os haría llamar, jamás lo dudes —aclaró mi abuela.

—No es su deber considerar que es grave o no, es nuestra hija, madre, y debemos estar al tanto de lo que le suceda.

—Quedó en un susto, se ha recuperado muy rápido y ha estado muy bien atendida.

—Aun así, debería habernos mantenido al tanto...

—Margaret —la interrumpió padre—, tu madre actuó de buena fe. Te entiendo, Jo también es mi hija y me hubiese gustado conocer este suceso; entiendo a Fiona, quizás hubiese actuado como ella. Ya no vale de nada preocuparse, está aquí, está bien. Esto me permite traer a colación que tus cartas son cada vez más escuetas. Sé más de tus hermanas que de ti

—Perdone, padre. —Acepté su queja. Mi padre siempre disfrutaba de mis largas cartas.

—Ahora, creo que deberíamos avisar... —Alguien llamó a la puerta cortando la conversación—. ¿Esperáis a alguien?

—No —respondió mi abuela.

—Voy a ver quién es.

Mi padre acudió presto. El ruido de la puerta dio paso a un caluroso saludo.

—¡Profesor Morgan!

—¡Sir Killian Blackstone, cuanto tiempo!

«¡¿Qué!? ¡¿Se conocen?!», vociferé para mis adentros. A la sazón de aquello me acordé de que sir Killian se había referido, en alguna ocasión, a sus años en Oxford y yo había callado que mi padre era profesor de universidad. ¡Qué horror, por Dios!

—Estábamos hablando de usted.

—¿De mí? —Su tono de sorpresa era de esperar.

—Sí, sí, pero adelante, por favor, no se quede rezagado en la puerta.

Entraron juntos en la salita y las tres nos levantamos.

—Sir Blackstone, le presento a mi esposa, Margaret.

—Un placer conocerla, señora Morgan. —Inclinó cortés la cabeza.

—Igualmente, sir Blackstone, y permítame agradecerle todo lo que ha hecho por mi hija. —La humildad y la dulzura que despertaba mi madre eran increíbles. Hacía un rato estaba enfadada con el proceder de mi abuela, ahora, delante de él, estaba sumisa y encantada.

—Era lo mínimo que podía hacer.

Yo no podía articular palabra, ya que toda mi atención estaba puesta en ese hombre al que premiaban. Correspondía a las palabras de mi madre con gran afabilidad apostado a la diestra de mi padre, que se mostraba orgulloso de su antiguo alumno. En comparación eran distintos: sir Killian era unos centímetros más bajo, de fuerte corpulencia; el rostro alargado del primero contrastaba con esas líneas sinuosas del joven noble, que no necesitó de halagos para que mi familia lo tratase como a uno más. Nuestras miradas conectaron, se enlazaron y mi cuerpo reaccionó: las piernas me temblaron, las manos comenzaron a sudarme, se me cortó la respiración y todo a nuestro alrededor desapareció. Delante de él debía reconocer que lo estaba echando de menos.

—Señorita Morgan...

—¿Sí? —Agité la cabeza, debía salir de mi abstracción.

Él metió su mano derecha en el interior de su chaqueta y sacó una carta.

—Vino con el correo de esta mañana.

Me la tendió y las yemas de mis dedos al entrar en contacto con su piel produjo un estímulo que me recorrió entera. Era como si nuestras pieles volviesen a reconocerse tras estar alejadas.

—Señora Swan, ¿qué le parece si convidamos a sir Blackstone a cenar esta noche? —le consultó mi padre a mi abuela.

—No...

—Señor Killian, por favor, acepte —insistió ella ante la inminente negativa.

—No me dejan escapatoria. —Volvió sus ojos a mí—. Acepto.

***

Mi querida Jo:

El empleo de tal cantidad de papel en tu última carta, excepcionalmente larga, ha debido mermar tus provisiones. Las mías, desde luego. ¡Le he hurtado a mi padre una hoja para poder terminar la presente! Jo, jamás me hubiese figurado que caerías presa del hastío más absoluto.

Empecemos por orden: tu ahijada está bien, aunque ha pasado un pequeño proceso febril. Gracias a tu cuñado, Marcus, que vino a hacernos una visita por mediación de tu padre, nos tranquilizamos. Ahora, corretea por la casa adelante. Henry y yo a veces la miramos y pensamos lo mismo: ha crecido. Por cierto, no sabes cuántos gestos tiene con Henry sin ser su hija biológica. Es increíble. Hay gente que nos comenta lo mucho que se parecen. También he visto a Maggie. El embarazo le sienta muy bien. Fueron muy atentos con la niña, en especial tu cuñado (va a ser muy buen padre, te lo digo). Y bueno, yo... Dentro de unos meses seremos cuatro. ¡Estoy encinta! De momento, eres la primera persona a la que le cuento esta buena nueva.

Jo, ¿qué réplica esperabas del pastor Craven? A veces, los pastores jóvenes cuentan con los raciocinios más rancios. No debería cogerte de susto, tu padre de quien menos se fía es de la Iglesia. Sé que voy a blasfemar, y que Dios me perdone por ello si lo ve a bien: la Iglesia desea custodiar el conservadurismo imperante que, durante siglos, ha acompañado a la sociedad. Ella fue la primera en defender ese papel que adoptamos como Ángel del Hogar al casarnos. Es defensora férrea de este continuismo insostenible. Nunca nos apoyará, menos en aquello que atente contra su poderío. No vuelvas a comentarle nada a ese respecto, pues ganarás sus suspicacias.

¡Cómo me he carcajeado en la parte final de tu carta! Siempre he soñado que algún día esta conversación tendría lugar y aquí está. ¡Oh, Jo!, ¿debo ser yo la persona que esclarezca tu corazón? En tal caso no me andaré con melindres: estás enamorada de ese hombre. Hasta un necio se daría cuenta. Y, por como lo describiste, queda de manifiesto que no es ningún falaz o delincuente. No prejuzgues a aquel que con buenas intenciones te ronda. Abro inciso: me entristece conocer lo mucho que esa parte de mi vida te ha influido para mal. Que un desalmado me abandonase portando a su hija en mis entrañas, que me tuviese que casar con Henry apresuradamente para salvaguardar el honor de mi padre en Oxford no significa que tú, mi buena Jo, vivas lo mismo. Si después de todo he conseguido ser feliz al lado del hombre que me adora, tú, que eres una mujer valiente, podrás lograrlo. No todos los nobles actúan del mismo modo; el bien y el mal se asientan en todas las clases sociales por igual. No hay distinciones. Mas concédete la posibilidad de rozar la felicidad con ese hombre que, si no me falla la intuición, debe tener unas cualidades muy buenas para que te haya afectado tanto. A tu última pregunta: el hombre cuyo sentir es desinteresado nos proporciona esa seguridad, debido a que su corazón es puro y su amor, verdadero.

Me despido entusiasmada a la espera de otra de tus cartas.

Tu buena amiga,

Easter Hemsley

P. D.: El sentimentalismo es muy tuyo. Siempre te acompaña.

Releí la parte final de la carta de mi buena amiga varias veces. ¿Qué había leído Easter? ¿Leyó las mismas palabras que le escribí? ¿Enamorada? ¿Yo enamorada de sir Killian? Era más grave de lo que me imaginaba. ¡No podía ser! Era cierto que me costaba reconocer que me gustaba. Estos días añoré su compañía... Lo añoré. De ahí a estar enamorada me parecía un poco excesivo.

Sentada de medio lado sobre el borde la cama, giré la cabeza hacia la ventana. Las luces del ocaso, a esas horas, teñían el campo de unos tonos pálidos en los cuales ya no se apreciaban las sombras de las nubes, sí las mías, más oscuras y alargadas. Suspiré. ¿Easter podría estar en lo cierto? Otro suspiro se escapó de entre mis labios.

Dos toques armoniosos me sacaron de mis cavilaciones. Cierta alarma me hizo esconder la carta debajo de la almohada.

Josephine, hija, sir Blackstone ha llegado —me informó mi madre desde el otro lado de la puerta.

Voy, madre.

La saqué para guardarla a buen recaudo en el tomo que él me había regalado de Persuasión. Antes de salir, repasé mi aspecto en el espejo. Fuera, por paradójico que pareciese, tras el ajetreo de la tarde, aprecié la casa bastante tranquila, salvo por algunos ruidos procedentes de la cocina. Fui hacia la escalera y lo vi, abajo, con las manos en la espalda. Charlaba con mi padre.

—Está muy mal.

—He leído las noticias, una pena —le comentaba—. No son nada halagüeñas.

—¿Se acuerda del Profesor Hemsley?

Bajé sujeta a la falda de mi vestido, como si ella me pudiese ayudar en caso de caída.

—Cómo no iba a...

—Josephine. —El frufrú de mi vestido alertó a mi padre de mi presencia.

Sir Killian se dio la vuelta y la seriedad que mantenía dejó deslumbrar la alegría, o eso me pareció, que le daba verme. Sus ojos me recorrieron entera, subiendo y bajando por mi ropa. Lo mismo hice yo, pues estaba bien gallardo con su elegante traje negro, al igual que su chaleco, del que pendía, en uno de los bolsillos, la cadena del reloj. Solo había una diferencia: el pañuelo del cuello era blanco. Era la primera vez que se lo veía.

—Padre, sir Blackstone —los saludé.

—Buenas tardes, señorita Morgan —me sonrió.

—¿De qué habláis? —inquirí para distraerme de ese hombre.

—De la crisis; le iba a comentar que Edgar Hemsley ha leído, no recuerdo donde, que un erudito economista es optimista en cuanto a la rápida salida de nuestro país de este bache.

—¿Conoce al profesor Hemsley? —Su pregunta iba envuelta por un halo de curiosidad e inocencia.

—Sí, es el padre de mi mejor amiga —respondí, seca.

—La mujer de la carta —dio por sentado.

«Padre, intervenga», le rogué cabizbaja.

—Richard, por favor, ven —la voz de mi madre llegó de la cocina.

—Disculpadme.

Mi padre se fue, dejándonos allí solos en la entrada. Vi cómo uno de sus pies se movía y reaccioné.

—Será mejor que esperemos en la salita —anuncié, evitando mirarle.

Nada más entrar, una mano de fuertes y delgados dedos se aferró a mi codo. Al alzar la vista, pestañeé varias veces, el azul de sus ojos, resplandecía, ¿por mí? Su veta marrón destelló por un breve instante bajo la luz. Su boca exhibió una sonrisa que hizo aletear mi corazón en el pecho. Para mi alma fue una brisa fresca, nueva, y, sin saber cómo, despertó mi deseo por tenerlo cerca.

—No me dijiste que tu padre era Richard Morgan —me recriminó.

—¿Y qué? No tenía el deber de hacerlo. Además, cuento lo que quiero —lo encaré. Su reproche no servía de nada conmigo.

—Tú sabes que estudié en Oxford.

—¿Ser la hija del profesor Morgan cambia la percepción que tienes de mí?

—No, por supuesto que no, solo que ahora entiendo algunos aspectos de tu persona. —Si con esa explicación pretendía esclarecerlo, no lo había conseguido.

—¿Como qué?

—Que tengas voz propia en determinados temas.

—Soy distinta.

—Eres única, eso me gusta de ti —declaró sin amilanarse.

De repente, las mejillas se me encendieron en dos hogueras.

—No...

—Es lo que opino y lo que siento. No dudes de mí.

—No era mi intención, si me dejaras terminar sabrías que yo no me veo única —protesté por suspicacia.

—Yo sí.

Nuestros cuerpos se pegaron por la fuerza de nuestras miradas. Su mano, que todavía me agarraba, se deslizó hasta mi mano. Su frialdad me atravesó. No me estremecí, era una agradable sensación que me transportó directa a aquellos días en Blackstone Hall. Parecían lejanos y no lo eran. Lo echaba de menos aun teniéndolo tan cerca.

—Muchachos, estáis aquí —la voz de mi padre nos sorprendió como dos críos que están cometiendo una travesura. De inmediato, nos separamos.

Mi padre, hombre perspicaz, ya había reparado que entre nosotros podría ocurrir algo. Así me lo hizo saber a lo largo de la cena. No nos quitaba ojo de encima y, a medida que avanzaba la velada de anécdota en anécdota que sir Killian se permitió desvelar al no estar ligado a la universidad, tomaba mayor conciencia de ello. Mi falta de apetito fue otra señal inequívoca. La ansiedad que acumulé me había contraído el estómago produciéndome calambres en los costados. Me hundía cada vez más en la silla, me empequeñecía, quería desaparecer a causa de las consecuencias que me podría acarrear esa situación. Busqué en mi mente algún resquicio por el cual evadirme, mientras ellos seguían charlando y recuperaban el tiempo perdido. Al fin, di con una cita de Austen que hacía bien poco había leído: «Los hombres han tenido toda clase de ventajas sobre nosotras a la hora de contar su historia. Su educación ha sido siempre muy superior; la pluma ha estado en sus manos». A la vez me hizo recordar la opinión que de mí tenía sir Killian: «Eres única, eso me gusta de ti».

Me ruboricé.

¿Esa visión de mí podría tener un origen amoroso?