El amor se ríe de cada impedimento
y se alimenta de obstáculos
que parecen casi insuperables.
Modos de comportamiento en el amor y el cortejo, 1850
En el mismo momento que de mi boca salió esa aceptación, me arrepentí.
Al llegar a casa, mi abuela estaba preparando la comida en la cocina. No debí contárselo, sin embargo, su insistencia por saber adónde había ido y por qué lloraba tan desconsolada me obligó a claudicar. Su desmedida reacción no se hizo esperar.
—¡¿Cómo?! —vociferó fuera de sí. Jamás la había visto tan furiosa—. Ahora sí que digo que has perdido el oremus, muchacha. ¡¿Dónde tienes la cabeza?! —No contesté, su mirada hablaba más que sus recriminaciones—. De verdad, Jo, tu comportamiento de estos últimos días está dejando mucho que desear. Me estás decepcionando. —Chasqueó la lengua—. ¿Cómo osas contradecir a tu padre?
—No lo estoy contradiciendo. —Me tragué las ganas de llorar.
—¡Sí, lo haces! Y lo peor de todo es que te niegas a reconocerlo —señaló acertadamente la parte que más dolía—. ¿Acaso él no había aceptado la proposición de sir Blackstone para contigo? —Dio un golpe en la mesa que me sobresaltó—. Jamás has rebatido a tu padre ¿y ahora vienes con estas? ¿Y sir Blackstone?
Fue oír su nombre y me dispuse a encerrarme en mi alcoba.
—¿Qué pasa contigo, Josephine?
Obvié su pregunta. No tenía ni energías ni ganas de enfrentarme a ella. Cerré de un portazo y me tiré en la cama a llorar.
No haber encontrado a la señora Hughes me ofuscó, me confundió, ¡no entendía lo que me quiso decir! Le daba vueltas y más vueltas, una y otra vez, así agoté mis sentidos. Me desesperaba cada nuevo intento para poner en orden sus palabras. Mi estado de nervios fue tal que, con manos temblorosas y dedos débiles que apenas podían sostener la pluma, las escribí, creyendo que a lo mejor cobraban un sentido que en mi mente no apreciaba. Fue en vano.
Todo era en vano.
Tendría que aprender a olvidarme de Killian. Aprender a estar alejada del hombre al que amaba más allá de la razón. ¿Por qué no se lo dije en su momento?
—¿De qué te ha valido tu orgullo, estúpida engreída? —me grité.
¿Por qué no disfruté de su compañía? ¿Por qué el sino me lo arrebataba tan pronto? Estas y otras cuestiones me asaltaron la mente, además de originarme horribles dolores de cabeza.
Al día siguiente de darle mi palabra a Thomas, no salí de casa ni supe nada de él. No así al segundo día. Por orden expresa de mi abuela tuve que acompañarla al pueblo. En la plaza, nuestra presencia levantó expectación. Mientras que mi abuela los ignoraba, yo me sentía estudiada; los que antes me miraban como a un bicho raro habían cambiado su comportamiento por la pena y la compasión. Había quien a mi paso negaba con la cabeza, ¡ni hubiese llegado mi hora! Una de las beatas que jamás se había acercado a mí nos reveló que Thomas las reunió a todas para contarles la buena nueva, mas ellas desconfiaban de la noticia. «Ese hombre no está cuerdo», nos confesó a media voz. Incluso la mujer del tabernero nos refirió que lo había celebrado en la taberna y que los allí presentes se chancearon de él. Mi abuela hacía caso omiso, aunque, de regreso, me hizo saber su opinión otra vez.
—Eres tan torpe que desobedeces los deseos de tu padre. ¿Se puede saber qué aire te ha dado? Ya puedes ir deshaciendo este entuerto.
Me mantenía callada, no podía contarle lo que había presenciado, me llamaría loca. Delante de ella ya había optado por guardar silencio, llorar a solas, así no me vapuleaba con sus constante retahíla de reproches. Si ya sufría por el impulso de aceptar a Thomas sin haber en mí un ápice de cariño por él, ella incrementaba mi aflicción y, lo que era peor, yo me consideraba mala persona. Discerní en aquellos momentos que, por mi propio bien, mi único refugio serían los recuerdos de Killian; su voz concentrada al explicarme algo; la fortaleza de su cuerpo; lo segura que me sentía a su lado...
En la puerta de casa, cual fantasma, lo tenía delante. A él, a Alfred y a los perros. ¿Era una visión? Si así fuese, y hubiese perdido por completo la cordura, no querría volver a la realidad. Ahí estaba, con el pelo alborotado, más ondulado; se había dejado crecer la barba, le confería un aspecto más rudo, tampoco disimulaba sus entristecidas facciones: ojos caídos, mirada cansada, resultado de sus evidentes ojeras, su boca inexpresiva. Me dio la impresión de que estaba más delgado. Su modo de vestir era más desaseado con las botas de montar y los pantalones sucios de polvo, camisa colgando, chaqueta larga y abierta. Era un Killian al que no estaba acostumbrada. ¿Podría ser que esta separación lo afectase como a mí? No, no, él reconoció que no me amaba. Todo sucedió de manera lenta: nuestra presencia provocó que mi abuela y Alfred compartieron unas palabras.
—Sir Blackstone, no hace falta que espere...
—Me quedo —contestó de inmediato.
Entraron en casa, dejándome a solas con él.
—Hola, Josephine —dijo con la voz apagada.
Qué bonito sonaba mi nombre al ser pronunciado por él.
No pude mirarlo a la cara. Era una cobarde, sí, pero si alzaba la vista sabría que me lanzaría a su cuello, de ahí que optase por permanecer cabizbaja. Me dolía percibirlo tan dentro de mí.
—Hola —le respondí.
—Me he enterado de tu compromiso con Thomas. —Un gruñido se frenó en su garganta. Nunca antes me había estremecido ese ruido—. Me alegro, has hecho una buena elección.
—¿Para quién? —musité, enjugando las lágrimas.
—Por nosotros dos.
—Señor, ya he terminado —anunció Alfred con su tono inexpresivo de mayordomo. Lo echaba de menos a él, a todos, a Blackstone Hall—. Gracias, señora Swan. Tenga buen día, señorita Morgan.
Vi cómo sus pasos lo distanciaban de mí, lo llevaban de vuelta a la mansión. Para mi asombro, uno de los perros, Jeremy, lo supe por las tonalidades de su pelaje, se me acercó, lloriqueando, me golpeó con el hocico; quería que lo acariciase. Mi mano voló sola a la vez que mi alma desfallecía a causa del dolor que portaba. En cuanto entramos en contacto, el animal compartió mis lágrimas. Jamás imaginé vivir algo tan insólito. Killian le silbó para que se marchara.
—Adiós —me despedí.
Exhausta, me disculpé ante mi abuela y me confiné en mi alcoba. Caí de rodillas al suelo con la boca abierta. No emití ningún ruido, pues el grito se ahogó en mí. Ese breve encuentro me dejó sangrando por dentro, me sumergió en un calvario que me transformaba en un ser insignificante y feo. Ya no percibía los latidos de mi corazón, en su hueco solo había dolor, porque me lo había arrancado. «Me alegro, has hecho una buena elección», esa frase era una lanza que me atravesaba al igual que una aguja en la tela. Ese encuentro provocó, además, que el reloj se ralentizara y el día se prolongara. La noche se tornó infinita, mientras yo agonizaba.
Mi abuela decidió tomar las riendas de la situación. Durante días mantuvo a Thomas a raya, alejado de mí. Fue una decisión correcta. Él no se daba por vencido, insistía en aparecer. No quería estar con él. Seguí en mi encierro, llorando y, a veces, me permitía cerrar los ojos. No supe si dormía profundamente o me aletargaba, de lo que sí estaba segura era de que Killian me visitaba en sueños, lo que avivaba el dolor del desengaño y cuya cicatriz perduraría hasta el día de mi muerte. Ser consciente de ello me hizo ver la realidad: perder la posibilidad de ser feliz junto a Killian sería una mancha permanente en mí.
A los tres o cuatro días, no lo sabía a ciencia cierta, ya que había perdido la noción del tiempo, Thomas apareció y se autoinvitó a cenar sin importarle las protestas de mi abuela, alegando que pronto serían familia. Bajé sin arreglarme. Él ni se fijó, ni se preocupó, solo se dedicó a contar lo que le vino en gana y a decir que todo el pueblo le había dado la enhorabuena. Dudaba de esa afirmación. Durante toda la cena, mi abuela hizo grandes esfuerzos para no perder la cortesía, él mantuvo una histérica alegría y yo, bueno, yo guardaba silencio.
—La rectoría necesita de la mano femenina y sé que mi estupenda mujercita hará un buen trabajo. No se preocupe por nada, señora Swan —cortó a mi abuela que iba a pronunciarse—, vendremos a visitarla, también sepa que nos podemos ver en misa.
—Prefiero estar sola que mal acompañada. Lo que iba a recomendarle es que no hable tan rápido, pastor, se va a atragantar y no va a llegar al día de su propia boda.
—¡Es verdad, querida! —Omitió el comentario sarcástico de mi abuela, que a Killian le haría gracia—. No hemos fijado el día del enlace. ¿Has avisado a tus padres?
—No se preocupe —se me adelantó mi abuela—. Fijen el día que yo me encargo de comunicárselos a mi yerno y a mi hija.
—Una pena que no pueda viajar a Oxford, con lo que me gustaría ir a la ciudad.
—Sí, de verdad, una pena muy grande —la ironía de nuevo. En mi oído escuché la carcajadas de Killian.
—Puedo ir yo...
—De eso nada, tu sitio está aquí, a mi lado. Nunca viajarás sola, te lo prohíbo.
«Killian no me lo prohibiría, vendría conmigo», pensé.
—Pastor, una recomendación: delante de mí, no vuelva a tratar a mi nieta de ese modo.
—Es mi deseo...
—A día de hoy mi nieta no es nada suyo; es más, le recuerdo que este compromiso es inexistente, porque el señor Morgan no ha dado su consentimiento. Y dudo que lo haga.
Los miraba a ambos. Era una lucha muda en la que se retaban. Ella mantenía una frialdad que le era impropia; él contenía la ira, frunciendo el ceño junto con los labios, y rechinaba las muelas, percibí el sonido desde mi sitio.
—¿Qué quiere decir? —inquirió entre dientes.
—La mano de mi nieta le pertenece a otro. —Se levantó arrastrando la silla—. Ahora le agradecería que se marchara.
Sin decir nada, cogió y se fue. Yo no pude callarme por más tiempo.
—Abuela, ¿qué has hecho? —le reproché.
Ella se acercó a mí y agarrándome por los hombros me dijo:
—Te estoy dando tiempo, Josephine, reacciona, piensa bien lo que quieres y a quién quieres.
Tras aquella noche, el comportamiento de Thomas se tornó veleidoso y autoritario. Debía cumplir cualquiera que fuese su capricho, por ejemplo, ir todos los días a misa. Se había encargado de guardarme un asiento en primera fila solo para hacer ver, delante del pueblo, la relación que teníamos. A la finalización de cada servicio, se acercaba a mí con intenciones cariñosas. Yo me zafaba, ya que el encuentro con Killian, aunque hubiesen pasado bastantes días, había depositado en mí un poso de dolor que no desaparecía al no poder tenerlo a mi lado. No poder amarlo. Eso me roía, pues era lo que más anhelaba en mi vida, unido a declararle ese te quiero del que lo privé por mi testarudez. Así, sucedió que, cuanto más asco sentía por Thomas, mi amor por Killian aumentaba. El afecto del amor, ese vocablo tan corto, tan fácil de pronunciar, se reía de mí en la cara. La confluencia de todos esos factores me empujaron a tomar una drástica decisión: si no podía tener una vida al lado de Killian, no la tendría con ningún otro hombre. En un breve lapso, Thomas me retiró parte de su confianza ante mis continuos rechazos, sin cejar en su empeño de buscar un ápice de cariño.
—¿Por qué me rehúyes, mujer? —Hacía media hora que el último oficio de ese viernes había terminado. Solo quedábamos nosotros dos en la iglesia.
Respiré hondo para afrontar la situación y apechugar con las consecuencias que yo sola me había ganado.
—Thomas, no quiero que me beses ni que te acerques.
—Estamos prometidos, no puedes cambiar ese hecho —recalcó aquella patraña.
—Mi abuela tiene razón, mi padre no te ha dado su permiso y nunca te lo dará.
—¿Es por eso? No seas bobalicona, hablaremos con él...
—No te tolera y...
—¿Y?
—Yo no te amo. Nunca he sentido por ti nada más allá de una amistad.
Una fugaz expresión de sorpresa le atravesó los ojos y dio lugar a otra más sombría. Di un paso hacia atrás para alejarme de él.
—¡Eres mía!
—No tengo dueño.
—Me has dado tu palabra y eso te convierte en mi mujer. —Una mueca desencajada le desfiguraba el rostro.
—No sirve de nada, Thomas. Mi padre le ha concedido mi mano a otro hombre, ese compromiso no se puede romper.
Para demostrarle que no había nada más de que hablar, me giré sobre mis pies dispuesta a marcharme.
—Blackstone —afirmó, pertinaz, entre dientes, apretando la mandíbula.
El ambiente en la iglesia se enrareció. Me volví y un aura peligrosa lo rodeaba; yo me estremecí, no sabía si por el miedo que me daba o por frío, ya que mi temperatura corporal había disminuido por los nervios.
—No debí darte...
—Tu abuela no es la que miente, eres tú. Me has utilizado, me has embaucado, te has chanceado de mí y de mis buenos sentimientos.
—Eso no es verdad, te aprecio como amigo.
—¡Me vas a someter a una humillación pública! —vociferó, iracundo. Se echó encima de mí, me agarró por los hombros y me zarandeó—. ¿Eso fue lo que te pidió Blackstone que hicieras?
—No. —Estaba asustada.
—Embustes, embustes y más embustes. —Me zarandeó otra vez—. Puedo ver que te has entregado a él.
Se separó de mí en un estado enloquecido. El odio que había exhibido en otras ocasiones reapareció de nuevo con mayor intensidad. Lo siguiente que hizo me sorprendió: me escupió en los pies. La amenaza consiguiente se clavó en mí como una fría daga.
—Habéis jugado conmigo y me vengaré. ¡Fuera de aquí, pecadora!