La venganza tan dulce a primera vista,
¡qué amarga es al fin, pues que recae en el vengativo!
John Milton
Aquella pregunta por su parte me sentó como un jarro de agua fría. De repente, este último mes de mi vida lleno se sinsabores y tristezas, lágrimas y penas, pasó delante de mis ojos ante el reconocimiento de mi abuela sobre la bestia. Me tapé la cara con las manos y rompí a llorar de rabia e impotencia. La inquietud que apresaba mi espíritu se apretó más. Había gastado mucho tiempo en comprender las palabras de la señora Hughes, que podían haber tenido respuesta en ella. Eso me empujó a limpiarme la humedad de la cara y a encararla con furia.
—¡¿Lo sabía todo este tiempo y no me lo dijo?! —la reprobé con razón.
—Estaba esperando a que te dignases a contármelo.
—Usted tampoco insistió mucho —espeté—. ¡No me ha contestado!
—Lo sé desde que era un bebé. Lo de su padre, sir William, y sus tres hermanos, ahora convertidos en lobos por decisión propia. Alferd también conoce el secreto de Blackstone House. Somos las únicas personas del servicio en disposición de él. Le juramos a sir William que jamás lo desvelaríamos y así lo hicimos. Solo se lo conté a tu abuelo y él jamás se lo dijo a nadie. La maldición que pende sobre ellos es real y seguimos trabajando sin importarnos quiénes eran o quiénes son.
—¿Por qué no me dijo nada? Me puede ayudar...
—Te equivocas —me interrumpió negando con la cabeza—. No te podía ayudar. Primero debías aclarar tus sentimientos por él, luego asumir que lo amas. Creo que ya estás en disposición de salvarlo.
—Abuela, yo... —Sorbí por la nariz—. No sé cómo puedo hacerlo. ¡Es que no puedo!
Mi abuela se levantó de su asiento, colocó la labor encima de la butaca y se acercó a mí. Me abrazó fuerte, como de niña, luego, me tomó de las manos imprimiéndome valor.
—¡Claro que puedes! Solo debes retomar el camino correcto y ese está en dirección a Blackstone House, ese es tu hogar. Desde que os vi juntos, supe que tu lugar en la vida estaba a su lado. Sir Killian te pertenece como tú le perteneces a él.
Ahí erraba. El día que nos separamos, él me había dicho que no me amaba... No, sus palabras exactas fueron: «Si con eso sé que te mantendré a salvo, es cierto, no te amo». Me estaba protegiendo, me estaba alejando de su parte animal que en noches como esa se descontrolaba y, para no causarme daño alguno, prefirió romperse el corazón. No quería perderme para siempre.
—Tú eres el cazador que romperá la maldición. Tu luna así lo indica y con el paso de los años lo has demostrado. La valentía es uno de tus rasgos característicos, la sacas para defender tus ideas, no te amilanas. —Negó con la cabeza, poniendo los ojos en blanco—. ¿Te asusta una simple maldición?
—No es que me asuste, que sí, lo que no sé es cómo romperla.
—Según la leyenda, será con el amor verdadero. Tú lo amas, ¿me equivoco?
—Con toda mi alma.
—¿Y se lo has confesado?
—No.
—Ahí tienes tu solución: debes encontrar al lobo y confesarle tu amor por él.
El corazón me dio un brinco en el pecho, reactivando mi mente de tal modo que las imágenes de Killian fueron pasando en mi recuerdo, convergiendo en el precioso lobo blanco. La cadena tiró de nuevo por mí y la mano en la que estaba impreso el beso del lobo hormigueó de un modo casi mágico. Movida por un impulso, me solté de mi abuela para salir a la carrera, empero, unos ladridos fuera y unos arañazos en la puerta me frenaron.
—¡Qué sucede ahora! —exclamó mi abuela, resignada.
Acudimos a la puerta y, como una exhalación, Giles, el perro de la ceja enarcada, bueno, el hermano de Killian, entró en casa. Estaba muy nervioso, saltaba, ladraba con desespero y gimoteaba. No podía descifrar lo que quería transmitir, por eso, me acuclillé delante de él con la intención de calmarlo. Le acaricié la cabeza.
—Tranquilo, tranquilo, Giles, ¿qué pasa?
Dos ladridos. Debía pensar rápido: si estaba en esa situación era porque algo había ocurrido.
—¿Qué pasa? ¿Es Killian?
Jamás imaginé lo que estaba a punto de presenciar: asintió con la cabeza. De súbito, un disparo rompió el silencio que procedía del exterior. El perro gimoteó.
—Giles, llévame junto a Killian, llévame a su lado —le pedí, impulsiva.
—Toma esta lámpara. —Mi abuela me la dio.
A la carrera cogí mi capa y seguí al animal.
Corrí lo más rápido que pude atravesando el camino hacia el bosque. Giles iba delante de mí. No tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo; ni siquiera me lo podía imaginar, ya que tenía la mente aturdida, confusa. A cada zancada, las lágrimas se me agolpaban en los ojos. Poco a poco, muy a mi pesar, se fueron derramando y volaban de mi piel debido a la velocidad de la carrera. En mi corazón, manando a través de mis venas, sentía la combinación de la magia, el amor y el deseo más vívida que nunca. Esa era la fuerza que se había acumulado en mí a lo largo de mi vida, que me había permitido seguir adelante y que nunca había podido explicar en voz alta: era el vínculo que nos unía. Mi vida estaba ligada a ese hombre del que renegué. Por él debía luchar.
Al atravesar las lindes del bosque, me percaté de una extraña percepción: la naturaleza estaba demasiado estática, como si hubiese entrado en un estado de letargo. Era un mero paisaje oscuro, al cual la luna llena bañaba con sus rayos de plata, aunque, momentáneamente, las nubes que atravesaba la bóveda le ocultasen la faz, quedando todo en una mayor negrura. Desaparecía en segundos. Se oyó un nuevo disparo y una sensación de desenlace fatal me cubrió entera por ese peligro inherente que intuía.
Allí, en el claro del lobo, con la luna como único testigo, la imagen que vieron mis ojos fue terrorífica.
Killian en su forma animal estaba flanqueado por Jeremy y Frederic, que rugían en posición de ataque a un enloquecido Thomas, que los apuntaba con un arma de fuego. A saber de dónde la había sacado. El miedo ante aquella escena crecía dentro de mí como una bola que se iba acumulando en mi entrañas y que me mantuvo clavada en el sitio; se fue desenroscando sobre sí misma y pude reaccionar para tomar partido.
—¡Os voy a matar, criaturas inmundas! —bramó Thomas.
—¡No, Thomas! No lo hagas —le pedí intentando mantener una calma que me había abandonado.
—¡Claro! La que faltaba, la mujer que viene en busca de su endiablado amante. Cuando termine con ellos, te tocará pagar el precio de la mentira.
Los tres lobos rugieron. Giles permaneció a mi lado.
—Thomas. —Me fui acercando a él con las manos en alto, no me fiaba de su tenebroso carácter—. Thomas, no quieres hacerlo, eres un hombre de buen corazón.
—¡Debo exterminar a estas bestias del averno! —Falló otra vez. Estaba tan exaltado que no mantenía estable el arma.
Respiré.
Debido al ruido, una lechuza ululó al tiempo que aleteó en algún punto del claro. Dejé en el suelo la lámpara y mi capa para concentrarme solo en él.
—Son solo perros...
—¡Mentira! —vociferó, abriendo la boca llena de saliva—. Todos ellos son licántropos.
—¿Los has visto convertirse? —inquirí para ganar tiempo y pensar qué podía hacer.
—Lo he leído de la pluma de un sacerdote erudito en el tema.
—Es un tanto pueril tu acusación. Esos personajes no existen, solo están en los libros. ¿No te acuerdas que tú mismo me lo dijiste?
Aquello le hizo pensar. Entorné los ojos hacia los tres lobos: Killian y Frederic continuaban enseñando los colmillos, con el pelaje del lomo erizado. Jeremy se mostraba más tranquilo ante mí. Thomas me miró y sus mejillas se tornaron de un color granate.
—Me quieres engañar de nuevo, solo has venido a salvarlo a él. —Me apuntó. Los dos lobos dieron un paso adelante, incluido Giles, a quien le protegían las sombras del bosque, además del silencio que aguardaba—. Solo te importa él...
—¿Él, quién? —me hice la tonta.
—¡Sir Killian Blackstone! —declaró.
—Thomas, ese hombre no está aquí. —Me encogí de hombros.
—Es él. —El arma voló de mí al lobo blanco—. Te tengo a tiro, animal del averno.
—¿Cómo sabes que detrás de ese lobo está sir Blackstone? —le pregunté otra vez.
—Porque la leyenda del lago se refiere a esa maldita familia y sé que en su propiedad hay uno, me escabullí y lo vi a los pies de una colina.
—Eso no demuestra nada, Thomas, solo explica la aparición del lago. ¿A qué viene tu odio por él?
—Su padre y él me privaron del dinero que siempre aportaban a la Iglesia, una suma considerable que me proporcionaba cierto nivel de ingresos. —«Les estaba robando», aquella declaración me dejó estupefacta, sin embargo, no podía pararme en ese detalle. Todos corríamos peligro—. El dinero les sobra y, ahora, me privan también de ti. —Volvió la vista hacia el lobo blanco, recargando el arma—. Si ella no es mía, no será suya.
En ese instante escuché la voz de la señora Hughes: «No permita que le dé caza antes que usted. No una su vida a ese otro, solo le reportará sufrimiento». Aquellas palabras, de las que no me había acordado, señalaban a Thomas. Debía proteger a Killian de él. Rápido, antes de que terminase de cargar el arma, cogí la lámpara y empecé a buscar algo que pudiera utilizar. Al lado de Giles había lo que parecía una rama caída. La dejé para sujetar bien el pesado madero. Me acerqué a él llena de rabia y con todas mis fuerzas le pegué en la cabeza. Cayó derribado al suelo. Verlo tendido inerte, ensangrentado, provocó que soltase las lágrimas que me había aguantado. Tenía la respiración alterada por el pavor a que le ocurriese algo malo a Killian o a alguno de sus hermanos.
Levanté la cabeza y frente a mí el lobo blanco me mostraba sus fieros colmillos. Depredador y presa. El corazón me latía tan desbocado que quería salirme del pecho. ¡Tenía que declararle mi amor! Eso debía hacer me costase o no la vida.
—Killian, soy yo —dije, dando un paso al frente. Él gruñó, me obligó a retroceder. Fruncí los labios, abrí las alas de la nariz y caminé hacia él—. Killian soy yo, Josephine. Soy Josephine.
Repetir mi nombre tuvo un efecto casi inmediato. El lobo me reconoció, lo que me permitió acercarme más, tanto que me arrodillé ante él. En sus iris azules, con esa beta marrón en su ojo izquierdo, vi al hombre que se escondía detrás del animal. Le cogí la testuz entre las manos y, mirándolo fijamente, seguí hablando.
—Soy yo, Killian —repetí entre lágrimas—. He venido a salvarte, no puedo vivir alejada de ti por más tiempo. Te he engañado, me he engañado, al no confesarte mis sentimientos. —Apreté mi agarre para que me sintiera, si eso era posible—. Te quiero —dije al fin y percibí la cadena moverse en mi pecho.
«Clic», ese pequeño chasquido resonó por todo el bosque, al igual que el disparo que le siguió. En cuestión de segundos, un lamento de un perro me sobrecogió. Me giré y vi a Frederic malherido. El pelaje blanco de una pata estaba encharcado en sangre.
Thomas se carcajeaba histérico. Su rostro estaba desfigurado por una grotesca mueca de victoria.
Killian se deshizo de mi agarre, con tan mala suerte que perdí el equilibrio. Me caí de culo, impresionada: el lobo pegó un salto mostrando su majestuosidad, la belleza de su fuerza...
—¡No! —Mi grito hizo eco en todo el bosque y puede que en todo el pueblo.
Thomas disparó a Killian. Empero, esta vez, sus actos no quedarían impunes. Giles y Jeremy se abalanzaron sobre él.
—Josephine, Josephine, ayúdame. Ayúdame, Josephine, ¡van a comerme! —lloriqueaba—. Por favor, te lo imploro, ¡Josephine!
Ignorándolo, gateé hacia Killian. Sus gemidos de dolor me desgarraron el corazón. Lo abracé nada más estar a su lado.
—Killian, no, no cierres los ojos, no los cierres, por favor. —Desesperada, lo besé en el espacio que había entre ellos—. No me dejes, te amo —dije justo cuando los cerró—. ¡No! No te vayas... —Las lágrimas brotaban de mí furiosas por el dolor que me producía la idea de perderlo para siempre. Me abracé a su cuerpo para retenerlo conmigo—. No me dejes. Te amo —repetí.
De pronto, su cuerpo se encogió entre mis brazos. Me separé para comprobar qué sucedía. Los rayos de luna se reflejaban en su bello pelaje blanco como si se tratase de un espejo. Su brillo resplandeciente iluminó el bosque. Era cosa de magia. Una magia extraña que no podría explicar y que tomaba forma delante de mí. Rodeado por un aura fina y traslúcida, el lobo fue desapareciendo: el rostro de Killian se tornó visible a medida que el pelaje se transformaba en piel; sus extremidades resurgieron de las patas; las pezuñas se estiraron en falanges. Killian recuperaba su humanidad.
Una vez que terminó la metamorfosis, temerosa, no sabía si acercarme o no. En un impulso fui a junto él. Tenía los ojos entreabiertos.
—Josephine —pronunció mi nombre con voz débil.
—Sí. —Le tomé el rostro entre las manos.
—Josephine, estás aquí... —Perdió el conocimiento.
Me derrumbé a su lado.
No supe cuánto tiempo había transcurrido, mas yo seguía abrazada a él en el momento que alguien lo cubrió. Levanté la cabeza y vi a mi abuela.
—Abuela, abuela.
Me abrazó, consolándome.
—Ya está, ya ha pasado todo.
—¿Va a morir?
—No, Josephine, solo está herido.