Epílogo

Dos meses más tarde...

La maldición se había roto. En la noche de luna llena del siguiente mes, no se convirtió. Yo misma lo acompañé al lago a sabiendas de lo que me podía ocurrir si se convirtiese. No lo hizo y nunca más lo haría. Nuestro amor había ganado.

«Dentro de dos meses, no es más», así lo anunciamos a nuestros invitados: por parte de Killian, eran sus dos mejores amigos, sir Pembroke y su esposa, Lady Helen, junto con Edward Marlow y su esposa, la señora Iona Marlow. Desde que los conocí se mostraron muy atentos conmigo. Las dos mujeres, risueñas, de conversación fácil, además de dulces, enseguida me acogieron con los brazos abiertos. Entre nosotras se forjó una rápida amistad, éramos de la misma edad, pensábamos parecido en muchos temas y no nos hizo falta decir que, en Londres, esos lazos se estrecharían más. Killian ya no tenía más motivos para esconderse en Pluckley. Mi familia y mi mejor amiga, junto con la suya, fueron las personas que reuní para ese día. Abrazar a Easter fue el mayor de los regalos que mi boda pudo traer. Hacía muchísimo que no nos sentábamos a charlar y ponernos al día con nuestras vidas. La correspondencia no era lo mismo, no podía escuchar su jubilosa risa ni leer entre líneas en sus silencios. Killian se ganó su afecto casi de inmediato, igual que con mis hermanas y mis cuñados. ¡Nadie quedaba indiferente a los encantos de sir Blackstone! Eso me gustaba.

Me sorprendió que viniese la tía Gertru en el último momento. Abandonó su confinamiento en la capital alegando que debía estar presente en el casamiento de su díscola sobrina.

Un enlace en menos de dos meses fue todo un reto para mis hermanas, mi madre y mi abuela. A pesar de que se celebraría en Blackstone Hall, los nervios reinaban en casa, sobre todo por mi atuendo: un sencillo vestido blanco (color escogido por la misma reina Victoria) con un elegante bordado floral que subía a lo largo de la falda. El conjunto lo terminaba el velo que utilizó mi madre en su boda, como mis hermanas, enganchado en el recogido del pelo por un pasador de plata con incrustaciones de piedras que Killian me había regalado. Había sido de su madre.

Al final, la fecha acordada llegó. Un bonito día otoñal en el que el manto de las primeras hojas caídas de los árboles eran una alfombra natural en tonos de marrones, rojos y naranjas. Un carruaje de Blackstone Hall nos llevó a mi padre y a mí a la iglesia. A la entrada, respiré hondo. Estaba a un paso del cambio más brusco de mi vida: iba a contraer matrimonio, lo que años atrás ni se me hubiera ocurrido. Si me lo hubiesen dicho, me echaría a reír o pegaría tal bufido que alguien quedaría sordo.

—¿Nerviosa? —inquirió mi padre con una sonrisa tranquilizadora.

—Sí. —Tenía la garganta tan seca que no pude articular más palabras.

—No temas a los cambios, Jo. —Se volvió hacia mí y tomó mi rostro entre sus manos para imprimirme valor—. Nuestras vidas, nuestra existencia, se alimentan de ellos. No les temas, así no temerás las decisiones que tomes. Afróntalos con el coraje que te caracteriza.

Asentí en silencio.

—Y bueno, el único nervioso puedo ser yo, que entrego a mi pequeña —apostilló con connivencia.

El camino hacia el altar se me hizo más largo de lo que realmente era. No veía el momento de estar al lado del hombre que allí me esperaba, enfundado en un elegante traje negro. Nuestras miradas se tropezaron y ya no se soltaron; en muy pocas ocasiones lo hicieron, ya que esos iris azulados eran mi horizonte, mi infinito; eran el espejo en el que me quería reflejar siempre.

La ceremonia fue sencilla, corta, oficiada por el nuevo pastor, de cuyo nombre no me acordaba. Solo era consciente del ritmo frenético de mi corazón. Casi era lo único que escuchaba.

Al terminar, gente del pueblo nos esperaba a la salida, sobre todo, aquellos que trabajaban para Killian, a los que les había dado el día libre. Mientras todos los invitados regresaban a Blackstone Hall, nosotros hicimos una parada obligada en el camposanto. Fuimos a la tumba de su madre, allí deposité mi ramo de flores.

Salió todo a pedir de boca. Mi abuela y la tía Gertru se evitaron todo el convite. Fueron la comidilla de un dicharachero grupo integrado por mi padre, mis cuñados, al que se le unieron sir Pembroke, el señor Marlow y mi flamante esposo. En mi caso, los nervios y la ansiedad por la noche de bodas fueron haciendo mella en mí a medida que pasaban las horas. Durante los días anteriores, mis hermanas me hablaron de sus propias experiencias sin entrar en detalles, lo cual agradecí, pues de otro modo no podría haber mirado a sus maridos a la cara. Easter fue la que se implicó un poco más: «Si tu marido es un buen amante, te hará gozar en la cama».

Su frase me vino a la cabeza esa noche. No me atenuó la inquietud.

Estaba en los aposentos de Killian, que se convirtieron en los nuestros por expresa decisión suya. Las criadas se habían esmerado en decorarlo con velas; sobre la refinada ropa de cama habían esparcido pétalos de flores.

Hacía rato que lo esperaba, de pie, a un lado de la cama, con mi nuevo camisón de seda. Era finísimo, de color azul, tirantes y un provocativo escote que sugería, más que enseñaba. La impaciencia latía en mi sangre; caminaba de un lado a otro, sin embargo, el ruido de la puerta al abrirse me frenó. Era Killian. Se había despojado del lazo del cuello y del chaleco. Estaba descamisado, lo que me permitió observar el vello de su pecho. Froté las yemas de mis dedos entre sí, anhelaba acariciarlo. Él parecía haberse quedado sin aliento, se había quedado quieto y no hacía nada más que recorrerme con la mirada. De pronto, una lobuna sonrisa se dibujó en sus labios. Acortó la distancia que nos separaba, descalzo; nunca lo había visto así. Debía acostumbrarme a esa nueva imagen de mi marido. Se inclinó sobre mí y arrimó su boca a mi oreja:

Estás preciosa. Atrapó el lóbulo entre sus dientes.

Y... —Tragué con dificultad. Y tú.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. Nunca me cansaría de oírlo reír, de verlo feliz.

Nunca me habían llamado precioso. Gracias.

Me besó.

Fue un beso largo, ardiente. En cuestión de segundos se convirtió en profundo. Él deslizó la lengua en el interior de mi boca, estimulando a la mía para que comenzase un juego, un baile de seducción que aumentó mi fuego interior y me sofoqué, haciendo que mis senos chocasen contra su fornido pecho. Sin separarse, enganchó entre sus dedos los tirantes del camisón y los deslizó por mis hombros. La fina tela cayó al suelo, a la vez que yo me agarraba a su cuello y mis dedos se perdían entre los mechones de su pelo. Él me rodeó por la cintura, pegando más nuestros cuerpos, con lo que me hacía partícipe de su abultada entrepierna. Abandonó mi boca para besarme la mandíbula, ir bajando lentamente hasta el cuello, donde se demoró. El temor del principio se convirtió en excitación. Amor y placer era lo que siempre encontraría entre sus brazos.

Alejó escasos centímetros la boca de mi piel y susurró:

Eres preciosa. Alzó la vista. Sus ojos brillaban a causa de la pasión y la veta de su ojo izquierdo había adquirido un intenso color marrón.

Su mano derecha ascendió por mi costado hacia mi pecho. Lo apresó con suavidad, con su dedo pulgar le estimuló el pezón delineando lentos círculos. Arqueé la espalda ante aquella excitante sensación que me hacía vibrar, desear más.

Perdí cualquier atisbo de vergüenza.

Un pequeño gemido salió de mi garganta al sentir una punzada de deseo en mi bajo vientre y despertó en mí una necesidad casi sobrenatural.

No me quedé quieta. La ansiedad de la anticipación, el anhelo, me pudo. Agarré su camisa y tiré por ella hacia arriba. Él, interpretando lo que quería, se terminó de desabrocharla y yo ayudé a quitarla. Contemplé admirada el pecho que tantas veces me había sostenido. Era fuerte, amplio, cubierto por un vello que le condecía una mayor virilidad. Extendí la mano, mis dedos temblorosos lo recorrieron inseguros. Él se estremeció bajo mi caricia. Saber que me deseaba tanto como yo lo deseaba a él fue lo que me permitió relajarme y perder el miedo. Incluso me pareció notar bajo su piel la cadena que nos mantenía unidos.

Eres lo único que quiero, Jo confesó. Su mirada regresó a mí.

Y yo a ti. Fue lo que se me ocurrió en aquellos instantes.

Me besó de nuevo más exigente. Recibí con gusto su lengua, que me rozó el paladar. Esa caricia me encendió. Me cogió en brazos y me llevó a la cama. Me depositó en el colchón, como si me fuera a romper, y se liberó de las últimas prendas que no nos permitían estar en pleno contacto: los pantalones. Sus ávidos movimientos no me prohibieron regocijarme en sus torneados músculos o en sus estrechas caderas y asombrarme con sus atributos masculinos. Se me secó la garganta. Era magnífico en todo su esplendor.

Nuestras miradas se engancharon, no existía nada más que no fuéramos nosotros. Conocerlo me había cambiado la vida, ahí, atrapada entre el colchón y su cuerpo me entregué a él. Le confié mi alma, porque él era mi brío, mi hálito; cada latido de mi corazón le pertenecía.

Se tendió sobre mí y, en un arrebato pasional, le rodeé la cintura con las piernas, así no le permitía alejarse. Quería sentir su cuerpo sobre el mío. Me dio un liviano beso en los labios, en el mentón, en el hueco del cuello; de ahí su boca rodó a mis pechos. Succionó uno tras otro, mientras una de sus manos se coló entre nuestros cuerpos en busca de mi pubis. No me había percatado de mi propia humedad, ese detalle me ruborizó, a él no pareció importarle, pues introdujo un dedo en mi interior. Gemí de placer por esa pequeña invasión, nunca había experimentado algo parecido. Era indescriptible, solo tenía consciencia del mar de sensaciones que me producía aquel ritmo seductor en el que me hundía y del que no quería salir. Cerré los ojos completamente extasiada. Poco a poco, se tornó más intenso hasta explotar en un torbellino de placer que me dejó jadeante. Él recogió cada temblor de mi cuerpo con el suyo.

Me abracé a él casi desfallecida.

Sin haber recuperado el resuello, percibí cómo algo más grande y grueso se introducía dentro de mí con un fuerte empellón. Me sujeté a sus hombros, abriendo los ojos de golpe. Todo sucedió muy deprisa. Me tensé. Él dejó escapar un gruñido; de mi garganta se escapó un grito. Killian se irguió.

—¿Estás bien? ¿Te hice daño? Me acarició los pómulos.

En su mirada había una mezcla de preocupación y ternura que me enamoró más. Acaricié las líneas de su rostro; limpié su frente perlada de sudor; alcé la cabeza, en ese instante, era yo la que lo besaba, demorando así la respuesta.

No.

Comenzó a moverse lentamente. Aquella intensa fricción provocó que las emociones se tornaran a flor de piel. Estar unidos a ese nivel era más potente de lo que nunca había imaginado, mas tenía la impresión de que mi cuerpo lo rememoraba.

El placer de tenerlo enterrado en mí era inmenso, sentir ese poder animal que todavía su piel desprendía me desinhibió tanto que, en un arrebato, mis manos le agarraron su terso trasero. Quería retenerlo. Eso le confirió mayor confianza y embistió con más urgencia. Aquel placer me consumía, a la vez que parecía que volaba entre sus brazos. El deseo nos dominó, nos dejaba más ávidos del otro; en ese estado alcé las caderas para recibirlo. Ese acto instintivo lo prendió más, incrementando el ritmo. Sus continuos embates eran cada vez más implacables, exigentes. Lo recibía con ganas. Era suya. Siempre lo había sido. Mis músculos se contrajeron ante la punzada de éxtasis que me cubrió entera, y la pasión contenida todos aquellos meses estalló. Arrastró a Killian, que, en breves segundos, se dejó ir con un gruñido. Aún encima de mí, pegó nuestras frentes.

—Te quiero —declaró sobre mis labios.

Yo no respondí, no tenía energía. Estaba cansada con los músculos laxos. Aprecié su sonrisa en mi boca. Salió de mí y me arrastró con él. Puse la cabeza en su pecho, así oía los descompasados latidos de su corazón, a la vez que sus manos acariciaban mi espalda. Lo abracé.

En los días que me queden, jamás te soltaré.

Fue lo último que escuché esa primera noche de nuestra nueva vida.

Fin