—Abuela, ¿soy rara? —Asalté su mutismo. No podía dilatar ese tema que me atañía por más tiempo.
—¿Rara? ¿Cómo rara? —me devolvió la pregunta sin inmutarse ni separar la vista de su labor.
—Bicho raro. —Cerré el libro que sujetaba con fuerza.
La aguja quedó suspendida en el aire, la tela se deslizó de sus arrugados dedos hasta desplomarse, cual nube caída del cielo, sobre su regazo. Desde mi posición sentada en el suelo, su figura quedaba recortada por la claridad que entraba por la ventana de la salita: una estancia pequeña, decorada de modo sencillo: cerca de la chimenea, un canapé; un mesa redonda ocupaba el espacio justo al lado de la ventana, donde mi abuela tenía la mecedora y tejía; al otro lado había un amplio mueble auxiliar en cuyas estanterías había alguna pieza de loza. Mi abuela giró el rostro con movimientos lentos impropios de ella. La aguja destelló. La sangre había abandonado su rostro, lo que provocaba que las arrugas fuesen más profundas y oscuras, igual que sus ojos que me observaban con malestar.
—¡¿Qué desfachatez es esa, niña?! Por supuesto que no eres rara. Eres mi nieta y ninguna de las tres sois raras —aseveró con rotundidad—. ¿De dónde has deducido tal dislate?
—Creo que la gente habla...
—Crees, crees. ¡Josephine Morgan, deja de creer tanto! —Me señaló con la aguja, su nueva arma blanca—. Este es un pueblo pequeño, acostumbrado a sus pequeñas miras que no van más allá de las colinas y tú, una muchacha con una rica educación, gracias a la profesión de tu padre. Eres muy versada y, eso mismo, suscita cierta suspicacia. Tienes arrojo, poco común entre las mujeres de este lugar, seguras en sus convencionalismos. —Su rostro se suavizó, reflejo del cariño—. Debes estar orgullosa de quién eres. Tus padres han hecho un buen trabajo...
Los golpes del llamador resonaron por toda la casa haciendo eco.
—¿Quién será? —inquirió mi abuela que miraba al mismo lugar que yo.
—Ahora saldremos de dudas.
Me levanté a toda prisa para abrir. Podrían ser noticias de Oxford o de Londres. Me equivoqué. Al otro lado estaba la señora Willoughby.
—Buenas tardes, señora Willoughby. Adelante. Mi abuela está en la salita. —Me mostré lo más amable posible.
—Gracias, muchacha.
No me creí su amabilidad. Cerré la puerta con una mueca de asco.
—Agatha, ¡qué sorpresa! —exclamó mi abuela.
—¡Ay, Fiona! Preciso de su buen hacer con la aguja.
Entré de nuevo; con la presencia de aquella mujer, la salita se convirtió en una celda. Cogí el libro del suelo y me alejé todo lo que pude, sentándome en el canapé. Las letras bailaban ante mis ojos para que les prestase un poco de atención, aunque no podía hacer oídos sordos a la charla que mantenían como si no estuviese delante. Mi abuela le había preguntado por su hijo, George, un joven algo mayor que yo, que trabajaba a las órdenes de un reconocido arquitecto. Con la boca llena de elogios hacia su retoño, no escatimó en detalles de lo bien que le iba al joven y que lo azuzaba a buscar una esposa que lo correspondiese bien en todos los aspectos de la vida. Entre las noticias que le relataba a su madre en las cartas, le aseguraba que se acercaban tiempos convulsos, según la prensa se avecinaba una crisis económica. La señora Willoughby no pudo dar más detalles.
—Y, por si fuera poco, están esas locas que se creen que luchan por nuestros derechos. En más de una ocasión, George me dijo que salían a las calles. Ya le dije bien claro: «No unas tu vida a una mujer que tenga la lengua más larga que su decoro».
—Esas mujeres tienen serrín entre los hombros —sentenció mi abuela despreciativa.
—No se equivoca, Fiona. ¡Qué insensatas! Solo falta que se metan en política...
Carraspeé sin la necesidad de hacerlo; mi genio estaba dispuesto a arrollar a las dos ancianas. ¿Cómo se atrevían a dirigirse de ese modo a las militantes? ¿Es que no les importaba el futuro de la mujer?
—Llevan años organizándose, Agatha —apuntó acertadamente mi abuela.
—¿Ah, sí?
Mi abuela colocó sobre la mesa el fardo de tela que revisaba. Se recostó en la mecedora con las manos unidas bajo su pecho.
—Un año en Blackstone House se contrató a una joven sirvienta. No me acuerdo de dónde era, de Pluckley no. Se la veía muy contenta trabajando para el padre de sir Blackstone, un hombre, como ya sabes, que no gustaba de las trifulcas y procuraba estar alejado de esas nuevas ideas revolucionarias. No así ella, que las apoyaba con fervor y estaba organizada en algún tipo de grupo. Él, de muy buenas maneras, le pidió que no hiciese ruido, quería que su nombre se mantuviese alejado de todo ese asunto. No duró mucho, por decisión propia se marchó a la capital.
—No sé a qué aspiran...
—A un ideal.
Mordí la punta de la lengua en un burdo intento por controlarme. Me estaba ahogando en mi propio veneno, tanto era así que los pies y las manos los tenía fríos. Percibí el ambiente más denso a mi alrededor.
—No es de extrañar que la mayoría sean mujeres solteras, ¿qué hombre aguantaría esos desatinos?
Aquella pregunta al aire me descompuso. Ya no podía mantenerme en silencio:
—Esas mujeres están luchando para que el mañana de las niñas de hoy sea mejor. Que tengan leyes justas, que las defiendan de ciertos actos abominables de los hombres, y unos derechos que las conviertan en ciudadanas. Nosotras no solo servimos para parir o ser las esclavas del esposo perfecto. Nosotras pensamos y queremos que nuestras ideas sean escuchadas y valoradas, porque estamos cansadas de vivir bajo la sombra del hombre, recluidas en casa como si fuésemos unas apestadas. Debemos luchar por aquello que creemos. Por la justicia social.
Dejé con la palabra en la boca a esas dos mujeres que no tenían miras de futuro. Impotente, salí corriendo hacia la pradera que había detrás de casa, cruzando el jardín trasero. La frustración y la ira galopaban en mis venas, como corceles de batalla, encendidas por esos prejuicios sobre las mujeres que alzaban la voz a lo largo del país para mejorar nuestra situación y no debíamos cejar en ese empeño. Los convencionalismos en los que estaba asentada la sociedad eran dañinos, pues no nos protegían de los excesos de los hombres ni del poder que las leyes les conferían. Perdíamos nuestra libertad, nuestra esencia más pura, nos perdíamos a nosotras mismas a través del matrimonio. Nos convertíamos en un mero objeto con patas que solo tenía valor por la dote o el estatus social que le regalábamos a un hombre, del tres al cuarto, egoísta. Todas esas razones eran las que me mantenían alejada de un posible noviazgo y posterior matrimonio. No quería regalar lo mejor de mí a un hombre que no se lo mereciese. ¡Jamás me casaría!
«Jamás es mucho tiempo, pequeña», recordé a padre.
Mis padres, por algún motivo que nunca me comentaron, también se mostraban cómodos con mi soltería. Fueron mis cómplices al oponerme a ir a Londres con la Tía Gertru. A ellos les horrorizaba aquella idea y alegaron ciertas dolencias. En mi lugar fue Elea. Mi mejor amiga, Easter, no me juzgaba por ello, al revés, me apoyaba, y si tenía que reñirme no se apocaba por mi mal genio. Yo era conocedora de que, a mi edad, casi veintisiete años, estaba violando las normas sociales, de ahí que la gente me lo hiciese saber. No obstante, era mi vida y me pertenecía, a no ser que padre se impusiera.
Me tumbé debajo de un rosal, aprovechando los primaverales rayos que aquel día nos obsequiaba el sol. Su candor atravesaba la fina tela de mi vestido y caldeaba mi piel fría por la carrera, por la exacerbación vivida, que nada tenían que ver con los sufridos la noche anterior. Aquel hombre todavía me turbaba y percibía cierto ardor en mis mejillas, no por el sol, sino de rubor. ¿Por qué reaccionaba así a él? No tuve que meditar mucho para dar con el quid de la cuestión: su presencia importuna, sus veloces réplicas, su descaro; su porte, su físico, su sonrisa sesgada... Las ganas de volver a verlo se incrementaron.
No vacilé un segundo en escaparme de nuevo esa misma noche. Mi abuela me lo puso difícil, pues no se acostó temprano como otras veces. ¡Estuve a punto de ofrecerle una infusión! En el momento en el que me puse la capa para irme, los nervios me agarrotaron el cuerpo y tenía las manos humedecidas. A paso apurado no me detuve hasta que, cerca del claro, me paré a tomar varias bocanadas de aire, debía relajarme para no mostrarme ante él, si es que estaba, anhelosa. Retomé el camino asiendo con fuerza la lámpara y la novela que no la había soltado en todo el día. Él ya estaba sentado en mi raíz del árbol. Me tocaba disimular.
—¿Otra vez usted aquí? —inquirí con más fuerza de la debida.
—¡Qué sorpresa!
—¿Nadie le ha referido que es muy latoso?
—Así me llaman.
—Tiene contestación para todo. —Ya me arrepentía de haber venido.
—Sí, de pequeño me aprendí todos los libros de preguntas y respuestas. —Tiró una ramita al suelo antes de levantarse y estirar los músculos de todo el cuerpo. Su atuendo era similar al de ayer, a excepción de la chaqueta larga, que lo abrigaba del relente. No me había fijado que sus ajustados pantalones negros se pegaban a sus fuertes y largas piernas como si fuesen una parte más de su cuerpo—. Siéntese aquí. Hagámonos compañía, le doy mi palabra de que me mantendré callado.
—No —mi negación fue instintiva.
Echó la cabeza hacia atrás soltando una sonora carcajada, que hizo eco en el bosque y se perdió en la inmensidad de la oscuridad que nos rodeaba, salvo por mi lámpara. La sonrisa que permaneció en su boca me desarmó. Era sincera, sensual, amplia, mostrando una dentadura perfecta en la que sobresalían los colmillos. Su rostro rabiaba con ella y las líneas de expresión que se marcaban desde su nariz le favorecían. Era un hombre muy guapo.
—¡Es una caja de sorpresas! No se fía de mí, pero no teme sentarse aquí sola a sabiendas de que puede ser atacada de verdad por cualquier delincuente más peligroso que yo. —Negó, pesaroso—. No me equivoqué con usted.
—¿Qué? —Fruncí el ceño con desconfianza.
—Es una imprudente, una inconsciente —sentenció, socarrón y confiado en sí mismo. Tiró de las comisuras hacia abajo. Confirmado, era para contener la risa. Las arrugas entorno a la boca lo delataban.
Agotada por su actitud, me dispuse a retirarme. ¡Que se divirtiese él solo! No a mi costa.
—Me reitero: si se queda no abriré la boca —insistió.
Apreté los ojos, de nuevo estaba dividida: una parte de mí quería salir a la carrera porque no se fiaba de él; la otra quería quedarse, para eso había llegado hasta aquí. Me reproché mi propia debilidad. Tomé asiento y coloqué la lámpara en mis piernas. Abrí la novela con doble intención: la primera, comprobar si era verdad que podía guardar silencio, y la segunda, leer unas cuantas líneas.
—¿Qué lee? —Aquella pregunta me auxilió. Agradecía que no se mantuviese callado.
—Persuasión —le aclaré—. Me considero una gran admiradora de la señorita Austen.
—Humnn...
Se movió un poco y la juguetona brisa de Céfiro arrastró hacia mí su olor, similar a la frescura del alba en la hierba y un toque a cuero. Era cierto que nunca había estado tan cerca de un hombre para compararlo con él, mas aquella fragancia me embriagó los sentidos, me podía arrebatar el alma, me atraía. Solo anhelaba estar más cerca de él. Ese electrizante perfume y su cercanía produjeron una extraña punzada en mi bajo vientre y las mejillas me ardieron. ¡Qué vergüenza!
—Lamento desilusionarlo con mis preferencias literarias. —Lo distraje para que no se percatase.
—¿Disculpe?
Volví el rostro hacia él. Su expresión era de total confusión por mis palabras.
—Sea sincero, no ve lo suficientemente intelectual este tipo de lecturas, sino más bien una pérdida de tiempo. Ningún hombre leería un libro romántico. —Estaba demasiado nerviosa.
—¿Por qué me juzga con tanta facilidad si no he expresado mi opinión? —preguntó irritado mientras un ronroneo se creaba en su garganta. ¿Cómo era posible?
—¡¿Que yo le juzgo?!
—Sí, bien sabe que lo hace.
—¡No digo ninguna mentira! Para los de su género estas son lecturas femeninas estúpidas. Debo aclararle que disfruto de la pluma de otras autoras, como la difunta señora Gaskell. Una magnífica narradora y no por sus historias de amor, sino por el fiel reflejo que hace de la sociedad y el dominio de la lengua de las distintas clases sociales.
—Y yo me enorgullezco de leer a Dickens. —Cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz. Al abrirlos me fijé que en el iris de su ojo izquierdo tenía dos colores: en su totalidad era azul, con una mancha marrón en la parte superior. Me fascinó—. No entiendo por qué está tan a la defensiva con todo lo que digo.
—La ignorancia femenina —lo acentué— choca con el intelecto racional de los caballeros. Me alegra que disfrute con Dickens, es agradable saber que no solo sostiene entre sus manos aburridos tratados de economía o agricultura. Se sorprendería si me viese leer y analizar los panfletos feministas.
—¿Las apoya? —La curiosidad le teñía la voz y me observaba como si le hubiese caído una de las ramas del viejo árbol, como a Newton le cayó la manzana.
—Sí. Opino que las mujeres no somos débiles, ignorantes o inferiores a nadie. Si ustedes, incluidos los soberanos, nos viesen como a iguales y nos concediesen las mismas oportunidades, aprenderíamos del mismo modo y con la misma fluidez que los hombres. Mas los hombres nos encuentran peligrosas. —Me levanté con la intención de marcharme—. Creo que nuestra conversación por hoy a rematado.
Con el libro y la lámpara en mano me disponía a comenzar mi regreso. Me había expuesto lo bastante en esa semana que todo me salía del revés: el lobo; los comentarios hacia mi persona; Thomas y, para finalizar, este discurso a un desconocido. Por mi bien, debía guardarme un tiempo de todos y todo.
—Vivo mitad en la agonía, mitad en la esperanza. No me diga que llego demasiado tarde, que se han perdido esos preciosos sentimientos para siempre. Le ofrezco mi ser otra vez con el corazón más rendido que cuando casi lo destrozó hace ocho años y medio.
Me paré en seco. Esa frase, aquellas palabras eran de la carta del capitán Wentworth. Giré sobre mis pies y ahí, de pie frente a mí, estaba él igual de esperanzado que el protagonista de Austen. Los dos dimos un paso al frente y citamos al unísono:
—No diga que el hombre olvida antes que la mujer, que su amor muere más pronto.
—Lo ha leído —dije con voz queda, respiración entrecortada y temblando de pies a cabeza.
—No se debería criticar aquello que se desconoce. ¿Se queda un poco más?