6

Me quedé con él.

La noche voló sin que ninguno de los dos nos percatásemos, entretenidos en una larga charla, gracias a la cual descubrí en Killian, así me dijo que se llamaba, a un hombre que me irritaba con sus deslenguadas réplicas y que me atraía por la insolencia, tal vez típica de los de su sexo o tal vez propia de su carácter. De mente abierta, se podía mantener una conversación interesante y estimulante, no tenía ideas preconcebidas sobre ningún tema, fuese del ámbito que fuese; aceptaba las mías, aunque las rebatiese desde el respeto. En lo tocante a la literatura y cultura, no se mostró pretencioso; no me hacía de menos o se reía por mis gustos románticos, los aprobaba, pues «la diferencia nos acerca a unos, nos aleja de otros, mas en ella está la riqueza de cada persona», había argumentado. Detrás de sus silencios dilucidé a un hombre cautivo de sí mismo; de vez en cuando, una sombra apagaba su luz interior y exponía al mundo un ser solitario que arrastraba una pena que le doblegaba el alma, lo impelía a una soledad casi perpetua o, al menos, impuesta. Esos océanos azules de sus ojos resguardaban un doloroso secreto, un misterio del que solo él era partícipe, y aquella mirada divertida daba paso a una tristeza que lo convertía en un niño perdido. Un niño perdido del que debía protegerme.

Esa noche no vi a un extraño. A mi pesar, lo que veía me agradaba.

Llegué a casa con la aurora despuntando en el horizonte coloreado de rosa y las nubes teñidas de lila. Como a mi abuela le quedaba una hora en cama, subí a mi alcoba. Estaba en el lado opuesto a la de mis padres y sus vistas eran la amplia pradera que se extendía detrás de la casa. Era la antigua habitación de mi hermana Maggie, de tamaño mediano, techos altos, con una amplia cama que yo había pegado a la ventana. A los pies estaba el armario que mi abuelo había construido con sus propias manos y donde guardaba todos mis enseres. En la esquina izquierda estaba el palanganero y al lado de la puerta, un pequeño tocador en el que había varios libros que tenía por leer. Comencé a desnudarme sintiendo que los nervios se aunaban en una ilusión que me era desconocida, efecto de lo vivido. Quitarme el vestido se convirtió en una verdadera trifulca entre la tela y mis manos. ¡No atinaban! Desesperada, tiré fuerte con la mala suerte de que algunas costuras cedieron. Mi abuela se iba a enfadar, no era la primera vez. Liberada de todo ese incordio, me refresqué la cara en la palangana, me sequé y, luego, me senté en el tocador: me hice un nuevo recogido, pese a la maraña de mi cabello. Resaltaba mi rostro de piel anacarada que contrastaba con mi pelo negro y mis ojos de color azul verdoso. Mis mejillas sonrojadas me daban un aspecto más saludable, suavizado por la sonrisa de mis labios. Tras la elección de un nuevo vestido —sencillo como todos los que tenía, me puse el de color teja, decorado en los puños, el cuello y los hombros con una puntilla color negro—, me miré de nuevo en el espejo, ya podía afrontar ese nuevo día.

En el fondo de mi ser, lo acaecido esa noche me daba miedo. Temía a Killian. Sabía de lo que eran capaces los hombres, lo había vivido de cerca con Easter años atrás. ¡Cuánto había sufrido! La vi llorar lágrimas de sangre por un desalmado. De aquella me juré que jamás le regalaría mi alma a uno. Aquel horrible suceso me había marcado a fuego sin yo haber sido la víctima directa, pero a ciertas edades una aún era muy impresionable. Eso me ocurrió a mí. Con Thomas era distinto, por muy cordial que fuese nuestra relación, no dejaba de ser un pastor. Mi deferencia hacia él radicaba en ello. Nunca lo vería como algo más. Killian sí sería el compañero perfecto.

«Es de dinero, su ropa lo demuestra», apunté acertadamente. El hijo de un comerciante importante de los alrededores, porque del pueblo no, seguro.

No importaba nada, la siguiente noche sería la última.

Antes era yo que cualquier divertimento.

Ese razonamiento me pegó un bofetón por haberme alejado de aquellos principios a los que me aferraba, por no haber frenado toda aquella situación. Irritada conmigo misma, me fui al pueblo sin probar bocado de mi desayuno y dejando a mi abuela protestando. ¡La oía desde el camino! Necesitaba salir, la casa me ahogaba, poco a poco, se derrumbaba conmigo dentro. Había cometido el mayor error de mi vida quedándome con él. Debía agregar un error más a todos los desatinos de esos días: el lobo y mis ganas por encontrarlo. ¡Esa bestia me había salvado! Por ello mi inconsciencia no me hacía temer de él. Thomas: la situación con él no se solucionó del todo, se complicó más al acusarme de oler a lobo, ¿qué era, un sabueso? Después los comentarios hacia mi persona de gente que creía allegada, eso dolía... Bufé, lo único que me faltaba era encontrarme con la Dama de Rojo y la Dama Blanca, dos fantasmas femeninos muy conocidos en Pluckley.

Me encontré con algo peor.

La plaza estaba atestada de gente y no precisamente haciendo las compras, sino congregadas entorno a Thomas, que estaba subido a la parte trasera de un carro de caballos. Arengaba a los hombres y le respondían a gritos: «¡Matemos a las bestias!», «¡acabemos con los lobos!». Un escalofrío me recorrió el espinazo, erizando a su paso la piel. No me gustaba esa escena, además no la entendía. Miré a mi lado y había una mujer que también los observaba. No la conocía de nada, aun así, le pregunté para saber qué estaba ocurriendo.

—¿Qué ha sucedido?

—Los hombres se están reuniendo para hacer batidas en el bosque. —Sin mirarme, acercó su cabeza hacia mí como si me fuese a contar un secreto—. Van a empezar esta misma noche encabezados por el pastor Craven, que ha acordado que todo el mundo debe estar en casa antes del crepúsculo.

Asentí en silencio.

—¡Es nuestro deber salvar a este pueblo y a sus gentes de esas criaturas infernales! —bramó Thomas por encima del griterío. Sus palabras fueron recibidas con aplausos.

Mucho había cambiado su opinión. Él me contó que había sosegado los ánimos de los hombres y ahí estaba él caldeándolos más, al igual que el ambiente en la plaza que, debido a la cantidad de gente y a la falta de viento, se hacía insoportable permanecer allí. Por si fuera poco, se incrementaba el hedor de las heces de los caballos. Di media vuelta para marcharme, me negaba a seguir contemplando aquel disparate. No había dado ni tres pasos, cuando un jinete entró a la carrera en la plaza, arrollando a una pobre mujer que cayó al suelo. Ninguno de los testigos se dignó a ayudarla. Molesta con todos ellos, fui a socorrerla.

—¿Se encuentra bien? ¿Se ha hecho daño? —La ayudé a ponerse en pie.

—No se alarme, no es nada. —Echó mano a su cesta tirada volcada en los adoquines.

No lo dudé, recogí todas sus pertenencias: un frasco que contenía un polvo similar a la tierra y tres coles. Al devolvérselo, no me pasó desapercibido que me observaba con interés sin preocuparse por la caída. A mí me abrumó: su rostro casi cadavérico de líneas alargadas, terminaba en una exagerada barbilla puntiaguda y la extrema delgadez que padecía le hundían sus ojos marrón claro en unas hondas cuencas; le marcaba los pómulos; las mejillas estaban metidas hacia dentro. Solo la pequeña nariz y la boca parecían intactas a las inclemencias de la vida.

—La acompaño a casa —me ofrecí. Me ponía más nerviosa su escrutinio.

—De verdad, no hace falta, señora...

—Señorita —la corregí—. Insisto, por favor... —No terminé para que se identificara.

—Soy la señora Hughes.

No afirmó ni negó, así que yo la seguí. Apenas había escuchado hablar de ella, solo sabía lo que me comentó mi abuela: muchos años atrás había perdido a su familia y vivía retirada, lo cual era cierto, ya que el camino pedregoso con hoyos polvorientos, donde antes hubo lodo, lo frecuentaban los viajeros que llegaban con el ferrocarril, cuya estación pronto dejamos atrás. Casi en las lindes de Pluckley, en una vasta llanura, se levantaba una pequeña cabaña medio destartalada. A su redor crecían plantas y arbustos que no conocía. En el maltrecho porche de madera colgaban amuletos tales como plumas o patas de conejo. La mujer, con una agilidad asombrosa, entró. Yo me quedé unos pasos detrás de ella, dubitativa.

—No tema, niña, de esta pobre vieja —me alentó a entrar con la emoción de haber hallado un objeto perdido hacía mucho—. En cuanto le diga lo que debe saber, la dejaré marchar sana y salva al lado de Fiona.

—¿Conoce a mi abuela? —Aquello sí que era una sorpresa. Mi abuela no me lo había dicho.

—Este es un pueblo pequeño, todos nos conocemos.

Mis pies se movieron en contra de mi voluntad. Desoí los recelos que me atenazaban y me aconsejaban prudencia, dado que ella había suscitado mi interés con sus enigmáticas palabras. Al pasar el umbral, una suave brisa cálida me envolvió, alborotando un poco mi cabello. Me quedé asombrada por el interior, que para nada tenía que ver con el exterior. Reinaba un pulcro orden, y un olor juguetón a flores se colaba por mi nariz. Era un poco lúgubre por la falta de iluminación, solo había una ventana, lo que no impedía observar cómo a lo largo de las vigas del techo colgaban ramilletes de hierbas disecadas; en el suelo cestas llenas de hierbajos, o que en la chimenea se extinguía un fuego que ella se encargó de avivar. Las únicas dos comodidades eran un raído sillón frente a ella y una mesa, sobre la que había un mortero, una jarra, un cuenco y una vela encendida sostenida en un viejo candelabro, con sus dos sillas. Había, además, dos muebles llenos de frascos de todos los tamaños y algunos albarelos agrietados o astillados.

—Siéntese.

La obedecí. Ocupé una de las sillas, dejando la cesta a mis pies. Ella hizo lo propio en la de enfrente. Cogió la jarra y vertió el agua en el cuenco, luego, hizo lo mismo con la cera líquida de la vela y agregó el líquido viscoso del mortero. Cerró los ojos, moviendo las manos encima del cuenco. Abrí la boca todo lo que me dio cuando vi el agua girar y crear un remolino. ¿Cómo era posible? Al abrirlos de nuevo, sus pupilas estaban dilatadas.

—¿Alguien le refirió su fecha de nacimiento? —inquirió con voz impostada y agitando los brazos.

—Sí, octubre...

—No —me interrumpió—. Su luna.

Negué con la cabeza en silencio. No sabía a qué se refería.

—Ha nacido bajo la luna del cazador —soltó sin esclarecer nada más.

—¿Eso es malo? —quise saber.

—No lo será para la historia que le tocará vivir.

—¿Qué historia? ¿De qué habla? —Me tensé tanto que la silla crujió bajo mi trasero.

—No debe temer por nada, niña; él la está esperando desde hace mucho tiempo. Es su cazador.

Estaba tan, tan asustada por sus mensajes encriptados que uní las manos hasta clavarme las uñas en las palmas. Me humedecí los labios antes de formular la siguiente pregunta. Solo me mantenía allí el misterio que se cernía sobre mi sino.

—¿Él, quién?

—El lobo —atestiguó, bajando los brazos.

¿Cómo lo sabía? ¿Es que ella había estado escondida en el bosque aquella noche? Al borde de un ataque, arrastré la silla para alejarme de esa extraña mujer. Su chirrido contra el suelo me atemorizó todavía más. Mi nerviosismo contrastaba con su desconcertante tranquilidad. Se mantenía impasible ante mi reacción.

—Tranquila, no pienso mal de usted, no voy a delatarla. ¿Me muestra su mano? —Encima de la mesa coloqué mi mano derecha—. La izquierda.

Al final, puse las dos mano. Me la tomó y sus pulgares huesudos me acariciaron las líneas impresas, mientras que sus ojos las estudiaban.

—Tiene una marcada línea del corazón, al igual que el cinturón de Venus.

—¿Qué es eso?

Dibujó un semicírculo entre mi dedo corazón y el anular.

—Indica que es una mujer muy sensual, de carácter inquieto e impulsivo. —Volví a abrir la boca, ¿todo estaba escrito en mi mano?—. Le pertenece, la ha marcado.

—¡Cómo! —Agité la cabeza, confundida.

—Con el beso del lobo. Su magia fluye dentro de usted a través de la vena amoris. La uña sucia de su índice descendió de mi dedo anular hasta la muñeca—. Su beso va directo a su corazón. No tema cuando lo vea, él la protegerá; no huya de él, están predestinados. Usted le dará caza al lobo para salvarlo. —Me soltó clavando sus pupilas todavía dilatadas en mí—. Una maligna sombra os acecha; hay alguien que no la quiere bien, es un peligro para los dos, pues solo responde a su ambición. Debe cuidarse de él y cuidar al lobo, no permita que le dé caza antes que usted. No una su vida a ese otro, solo le reportará sufrimiento. —Suspiró, soltando el aire de sus pulmones. De pronto, se levantó y me instó a marcharme—. Venga, es tarde, su abuela estará preocupada.

—¿Cómo lo sabes? —Agarré al vuelo mi cesta vacía.

—Puedo ver y percibir aquello que otros no pueden. —Me empujó hasta la puerta que abrió a toda prisa—. Y recuerde: no se deje engañar por las apariencias, la belleza reside en el interior.

Antes de que pudiera interrogarla, cerró la puerta en mi nariz.

***

El miedo y el susto se habían apoderado de mí, de mi alma y me empujaron a cruzar el pueblo a la carrera, lo que me permitía mi falda. La opresión del corsé era la fusta con la que se azuzaba al caballo a galopar más rápido. Eso me pasaba a mí. De repente, me faltaba el aire, la vida. Las lágrimas me picaban en los ojos. Me sentía superada por todo y aquella mujer con sus inescrutables vaticinios lo había complicado más. ¡No entendía nada!

Más problemas me esperaban en casa, al ver a mi abuela esperándome fuera, con los brazos en jarras y los labios tan fruncidos que habían perdido el color. Su expresión airada era traslúcida.

—¿Qué aire te ha dado? ¡¿Puede saberse dónde has estado?! —Me acerqué a ella, fatigada—. Hueles a milenrama y en este maldito pueblo solo hay una persona que la tiene: Isobel Hughes. ¿Por qué has estado con ella? ¿Es que solo sabes meterte en problemas? —Abrí la boca para defenderme, pero no me dejó—. ¡No, Josephine! Esta vez cállate. Si a partir de ahora debo ir yo al pueblo, lo haré, ¿estamos?

—Abuela, tuvo un accidente...

Se estiró sobre su mediana estatura.

—¡Me da igual! —profirió, censurándome—. Prométeme que no verás a esa mujer. —Me zarandeó por los hombros—. ¡Prométemelo!

—Se lo prometo, abuela.

—Ahora, métete den...

—Señora Swan, señorita Morgan, tengan buenos días —saludó Thomas desde el camino.

—Pastor Craven, ¿qué le trae por aquí?

Bajé la mirada al suelo sin pronunciar palabra, si lo hacía rompería a llorar.

—Vengo a avisarlas de que a partir de hoy queda terminantemente prohibido ir al bosque al caer el ocaso. Los hombres lo tomaremos para abatir a los lobos.