Mi mundo era ordenado,
calmado y controlado, y de repente tú
llegaste a mi vida con tus comentarios.
Jane Austen, Orgullo y prejuicio
—¿Señorita Josephine, es usted?
En el susurro manado de la inmensidad de la noche, reconocí a Killian y mis nervios se aflojaron en mi interior.
—Sí.
Killian salió de detrás del viejo árbol. Parecía cansado, agitado; su aspecto desaliñado se realzaba por la camisa —los primeros botones desabrochados y le sobresalía de la cintura del pantalón—, además, se había dejado crecer un poco la barba, que no restaba la elegancia de su rostro. Estaba encantador. Tuve que carraspear para poner freno a las emociones.
—No debería estar aquí.
—Lo sé, me he enterado de que hubo una víctima de los lobos y quieren darles caza. —Cierta tristeza acarició sus ojos y se reverberó en sus voz—: Se le acabaron las escapadas nocturnas.
—Y a usted —no pude reprimir mi lengua.
—No se crea. —Se encogió de hombros—. Las mías están más motivadas por usted que las suyas por mí.
Si su intención era impresionarme lo había conseguido. Pudorosa, bajé la cabeza, y gracias a la noche no se percataba del sofoco que tenía. Mi pretensión de contarle lo que no había podido se quedó en nada.
—Siempre nos podemos ver en el pueblo.
Subí la cabeza de inmediato.
—Usted no es de Pluckley —puntualicé.
—Claro que soy de aquí, ¿qué se cree que vengo a pie desde Ashford? —argumentó a modo de protesta.
—No puede ser de aquí, nunca lo he visto.
Se tapó el rostro con las manos por mi reiterada negativa.
—Pues yo a usted sí.
—¿Qué?
—La he visto en la plaza, caminando entre los puestos y, alguna vez, en la iglesia.
«¡¿Qué?!», abrí la boca de par en par. ¡Aquellos eran los lugares que más frecuentaba!
—¿Cómo es que yo a usted no? —inquirí al recuperarme de la conmoción.
—Muy sencillo: solo ve lo que quiere ver y mira en la dirección contraria...
Dos disparos irrumpieron la placidez mortecina de la noche, seguidos del vuelo atemorizado de los pájaros y del graznido de los grajos. Una voces se acercaban adonde estábamos.
—Rápido al hueco. —Me agarró del brazo y, en ese instante, el contacto frío de su piel traspasó la tela de la manga y prendió cada terminación nerviosa de mi cuerpo.
Me arrastró al hueco del viejo árbol.
—No entraremos.
—Debemos o estaremos en un buen embrollo.
Nos metimos encorvados y nuestros ropajes amortiguaron la luz de mi quinqué. Si la suerte nos sonreía, no nos encontrarían. Me pegó a su cuerpo. Sentir su pecho fuerte y amplio en mi espalda no me violentó, me excitó y una sensación de hormigueo surgió en mi bajo vientre. Nos acoplábamos a la perfección. Al ser más alta de lo normal, mi cabeza quedaba justo por debajo de su barbilla. Cerré los ojos para retener aquel momento en un rincón secreto de mi mente con la extraña convicción de que a su lado nada malo me sucedería, lo que me sosegó y le transferí mi integridad. Los hombres comenzaron a moverse en torno al árbol, el temor que me asaltó fue tal que casi pegué un grito, si no fuera porque Killian me tapó la boca.
—No se mueva —ronroneó en mi oído. Su cálido aliento recorrió mi piel, quemándola a su paso y aumentando la excitación.
Apretó su agarre: su mano izquierda me rodeó la cintura, pegando aún más nuestros cuerpos, si eso podía ser. Protegida por el tronco y dominada por el anhelo hacia él, apoyé mis manos sobre la suya. Percibir su fuerza casi animal aplacó la ansiedad que me producía el riesgo de la situación. Así, entre sus brazos, su peculiar olor a aire fresco, cuero y, esa noche, con un toque a musgo, me hechizó, perdí el mundo de vista y mi corazón saltó de placer en el pecho.
Los hombres no tardaron en irse. Killian me fue soltando y, a medida que lo hacía, yo iba despertando a la realidad. ¿Qué estaba haciendo? Había perdido el decoro. Intenté separarme rápido de él, no me lo permitió.
—No me diga que no quiere que la acompañe. Hoy no hay excusa.
Fue implacable en ello y, para que no nos tropezásemos con los hombres, vagabundeamos entre los árboles. Él se mantenía alerta a cualquier ruido que pudiera acarrear un peligro para nosotros, por ello, más de una vez, permanecimos quietos, hasta que el silencio típico del bosque lo sumió todo en una renovada quietud. En las lindes que yo atravesaba en cada incursión, nos despedimos. La congoja se apoderó de mí, no quería pronunciar un adiós porque sabía que me arrepentiría de ello. A él le sucedía lo mismo. ¿Podía ser? No nos conocíamos lo suficiente como para estar en esas tesituras. Killian me arrebató el quinqué de mis manos y lo alzó, iluminándonos. La languidez de la tristeza se proyectaba en las facciones de su bello rostro, en la severidad impostada de sus labios. Compartir aquellas emociones mudas, que parecían fluir entre nosotros, cual brisa fresca del verano, me sedujo el corazón.
—¿Cómo volveré a verla? —me consultó con la voz algo rota.
—Regrese al claro, donde nos conocimos, allí coincidiremos en cuanto pueda. —Mis sentimientos y no mi razón hablaron por mí. Deseaba volver a verlo.
De esa conversación habían pasado unas tres semanas. Se produjo la misma noche en la que todo Pluckley veló el maltrecho cuerpo de Jack Grey. Todos se habían volcado en ello como si se tratase de un miembro más de cada familia. En parte lo era. Los hombres que lo toparon tuvieron la deferencia de cubrir sus restos, así, nos evitaban la imagen grotesca de su carne arrancada o sus miembros amputados.
Yo había acompañado a mi abuela hasta la iglesia, donde todas las mujeres lamentaban su pérdida a la vez que adornaban cada rincón con algunos ramos de flores. Pronto me hizo saber que no estaba cómoda:
—Vete, este no es lugar para ti. No me agrada tenerte aquí. Ve a casa a descansar, mañana va a ser un día muy largo.
Le tomé la palabra y me fui abriendo paso entre los allí congregados. Thomas ni se fijó, estaba demasiado ocupado en dar consuelo a cada uno de ellos. A pesar de ser un momento de sobrecogimiento, había quien no se callaba: cerca de la capilla Blackstone dos mujeres no dejaban indiferente a quien las escuchase con su macabra conversación:
—No me sorprende este final, todos sabíamos que fallecería —dijo una ellas.
—La culpa es de la madre, le transmitió al muchacho su locura por el cordón umbilical.
—¡Muy bien dicho! —exclamó en voz baja.
—He oído que estando borracho se refería a los hombres lobo...
Pasado tanto tiempo, todavía era incapaz de comprender cómo la gente podía hablar de esa manera en una iglesia y a los pies de un muerto.
Sentada en la cama con las piernas pegadas al pecho, contemplaba la negrura de una noche cualquiera de finales de mayo, en la que mi espíritu estaba demasiado convulso. Quería abandonarme para irse al bosque, donde, a lo mejor, Killian me estaba esperando. Me arrepentía de haberme despedido con aquellas palabras. Había sido egoísta de mi parte. Solo había pensado en mí, no en él.
Una nube viajera de los cielos destapó la faz de la luna llena. Sus rayos plateados iluminaron con su sedosa luz los campos que se extendían ante mí, convirtiéndola en una escena sacada del mejor poema de Lord Byron.
Esas semanas estaban siendo las más largas de mi existencia. Pocas veces me había acercado al pueblo, ya que las batidas continuaban de día y de noche. Los ánimos desde el entierro de Jack se habían exaltado. En ninguna de ellas vi a Killian. Mi tiempo lo invertía leyendo o dejaba vagar la mente y se me ocurrieron un par de ideas buenas. Una debía exponérsela a Thomas, pues con su ayuda se podría llevar a cabo, pero había que esperar el momento, ya que estaba más pendiente de los lobos, incluso, que de las misas. También le di vueltas, una y otra vez, a las misteriosas palabras de la señora Hughes. Pasados tantos días, aún me asustaban.
Un movimiento cerca del vallado captó mi atención. Me arrodillé en la cama y apoyé las manos y la frente en la ventana. Mi aliento empeñaba el cristal. Gracias a la luz de la luna podía otear un poco, mas fuera no había nada. Podría haber sido cualquiera de los hombres que recorrían cada palmo del pueblo o simplemente una ilusión de los reflejos de la claridad. Iba a apartar los ojos y lo vi. Apostado frente a la casa estaba el lobo blanco.
—¡Anda por ahí, apuesto mi gaznate! —gritó un hombre que no alcanzaba a ver.
«Debes cuidarte de él y cuidar al lobo, no permitas que le dé caza antes que tú». Aquellas palabras que tan bien recordaba me hicieron reaccionar. Vestida solo con un camisón de algodón, descalza, salí de mi alcoba a la carrera, pasé la de mi abuela, que dormía a pierna suelta, y llegué a la cocina. Abrí la puerta trasera, nerviosa, con el corazón desbocado y sin apenas resuello.
—Entra —le ordené a la bestia. No me hacía caso y los hombres estaban cada vez más cerca—. Entra o te matarán —repetí.
El animal reaccionó a mi súplica. Colándose por debajo de la valla, vino hacia mí. Ese animal era más similar a un perro, aunque no debía equivocarme ni confiarme, y sabía que estaba siendo una inconsciente, sin embargo, las palabras de la señora Hughes fueron la motivación, ya que, si eran ciertas, no me haría daño. Unos pasos me alertaron de que teníamos encima a la batida. Me agaché y gateé hasta la fresquera. Allí nos ocultamos.
—Aquí no hay nada, pazguato. —Varias personas se rieron.
—Estaba seguro de que una mancha blanca se movía —confesó.
El lobo comenzó a gruñir a las voces que nos llegaban amortiguadas del exterior.
—Chsss —le pedí silencio, acariciando su testuz—. Aquí no pueden hacerte nada.
En un arrebato, pasé mi brazo derecho por encima de su lomo. Mis dedos surcaban los suaves mechones de su melena, y el gruñido, poco a poco, se desvaneció en su garganta. Aquellas simples caricias, por desatinado que pueda sonar, nos relajaban; aumentaban la conexión que había entre ambos y percibía, a su lado, que procedía de antiguo, de un pasado muy lejano en el que no existíamos todavía. La bestia colocó su testuz en mi hombro. Yo era su refugio. Toda mi vida, por las enseñanzas que me había inculcado mi padre, jamás creí en supercherías ni magia ni brujería. No obstante, una fuerza oculta me unía a aquel animal. Como si sintiera lo mismo, se tumbó y apoyó su cabeza en mi regazo.
«No temas cuando lo veas, él te protegerá; tampoco huyas, estáis predestinados», oí la voz de la señora Hughes.