El adulterio como vocación

El adúltero se encontraba entre las sábanas, contemplando cómo se desnudaba la mujer. Le excitaba el instante en que ella se llevaba las manos a la espalda para liberar el sujetador: había en ese gesto un exceso retórico para el que el cuerpo no estaba debidamente articulado. La adúltera, por su parte, sentada en el borde de la cama, se mostró de perfil al adúltero antes de inclinarse sobre él buscándole la boca. En el apartamento vecino se oyeron unos pasos, y enseguida comenzó a sonar un disco de gregoriano. El adúltero se preguntó si viviría allí un párroco que ponía la música para no escuchar los gemidos de ellos, tan puntuales por lo general como la misa de doce de los domingos de su infancia.

—El adulterio es un sacerdocio —dijo.

La adúltera respondió con un murmullo sin significado, y continuó buscando las zonas sensibles de su amigo. Él se decidió a poner en marcha la mecánica, ya que la química parecía fuera de servicio, y logró para salir del paso una erección que no satisfizo a ninguno de los dos. La adúltera, disgustada, se refugió en el cuarto de baño, y el adúltero, con la mirada perdida en las irregularidades del techo, se preguntó qué diablos hacía él allí, a las cuatro de la tarde, escuchando junto a una compañera de la oficina un disco cuya música parecía provenir de otra dimensión. No es que se sintiera culpable, sino que era incapaz de comprender por qué hacía las cosas.

Aunque llevaba años practicando el adulterio con una entrega religiosa, no había dado hasta el momento con ninguna respuesta fundamental para su vida. Aquel apartamento, que alquilaba dos o tres veces por semana, le pareció de súbito una especie de burbuja fuera del tiempo y del espacio, fuera de la realidad. Estaba en Madrid, desde luego, pero podía pertenecer también a Barcelona. De hecho, los días que iba a Barcelona alquilaba uno idéntico para acostarse con otra compañera de aquella delegación. A veces jugaba a no saber si se encontraba en un sitio o en otro y al final tenía que buscar el billete del puente aéreo en la chaqueta para asegurarse.

El gregoriano le conectaba con zonas inaccesibles de sí mismo, aunque no sabía de qué manera dialogar con ellas. Al mismo tiempo le ponía un poco triste, como si tuviera la capacidad de descubrir en él alguna carencia existencial.

La adúltera salió del cuarto de baño y se sentó en el borde de la cama, de espaldas a él, con gesto de pesadumbre. El adúltero contempló fascinado cómo se colocaba el sujetador y se excitó brevemente. Ella percibió algo y volvió el rostro.

—Te quiero mucho —dijo el adúltero contemplando con alguna avaricia sus pechos atrapados ya en los encajes del sujetador—, pero eso no me ayuda a comprender el porqué de las cosas. Hace años estaba convencido de que la observación atenta de las nalgas de mis amantes acabaría por revelarme el secreto de los movimientos de la bóveda celeste y de este modo sería capaz de concebir el universo. Me he acostado con muchas mujeres, no por maldad, sino por ese afán de búsqueda, pero el universo, al cabo de los años, continúa resultando inconcebible para mi inteligencia. Creo que ya no tengo vocación de adúltero. Una vez leí la historia de un sacerdote que dejó de creer en Dios y continuó ejerciendo, como si no fuera necesaria una cosa para la otra. Pero cuando se pierde la fe en el adulterio es imposible continuar practicándolo. Perdóname.

El adúltero se echó a llorar y la adúltera compuso un gesto de desconfianza: quizá había sido abandonada ya alguna vez con una actuación de esta naturaleza.

Se marcharon del apartamento por separado, y él, antes de regresar a la oficina, compró un disco de gregoriano en El Corte Inglés. Esa noche lo puso en el tocadiscos para oírlo mientras hacía el amor con su mujer, y aunque no tuvo ninguna revelación definitiva, le pareció que entre sus pechos se entendía mejor que entre los de la amante la sucesión de las noches y los días, la llegada de la vejez y de la muerte. Cuando se acordó del apartamento, le pareció un lugar lejano: un asteroide flotando en medio del vacío universal. Aquélla no podía ser su patria, pensó cogiéndose a la cintura de ella, en la posición de dormir.