El adúltero, después de calcular lo que se gastaba al mes en hoteles, decidió alquilar un apartamento amueblado dos calles más arriba de la vivienda familiar para tenerlo todo cerca. Tras cambiar los clásicos cuadros de payasos que había en las paredes por carteles de turismo e instalar un modesto equipo de música en el salón, una tarde quedó en el apartamento con la adúltera, que no se presentó a la cita. El adúltero la esperó ansioso durante algún tiempo, pero cuando alcanzó la evidencia de que la mujer no acudiría, sintió una paz incomprensible y una curiosidad inédita por sí mismo. Luego, al preguntarse de qué manera llenaría el tiempo que de todos modos había decidido permanecer en el apartamento, acostumbrado como estaba a tener programado cada minuto de su vida, sintió una excitación desconocida frente a aquel reto completamente nuevo para él.
Una vez rechazada la posibilidad de utilizar el teléfono, vagabundeó con gesto reflexivo del dormitorio al salón y de éste al cuarto de baño, donde se detuvo frente al espejo sin llegar a conclusión alguna. Enseguida se dio cuenta de que jugar con el espejo para llenar las horas era tan poco original como descolgar el teléfono. Por otra parte, no quería que nada le distrajese del asunto principal: aquella extrañeza íntima que venía a señalarle que no estaba tan familiarizado consigo mismo como había creído. Alguien abrió un grifo en el cuarto de baño vecino y el adúltero contuvo la respiración ante aquella sorprendente muestra de cotidianidad que sucedía al otro lado. ¿Estaría lavándose las manos él, o ella? Todo lo que el adúltero solía hacer guardaba alguna relación con el dinero o con el sexo, pero de repente se abría en la realidad una grieta: había gente que quizá no se lavaba las manos para nada en concreto, sino para hacer correr el agua junto al tiempo.
Aturdido por una intuición sin forma, se sentó sobre la taza del retrete, y mientras dejaba que los ruidos del baño vecino penetraran en él como una medicina, o quizá como un veneno que le asomaba a algo extraordinario, fue abriendo los cajones de un pequeño mueble que había a su lado. Todos, como era de esperar, estaban vacíos, pero en el último descubrió una bola de papel que una vez desplegada resultó ser un prospecto médico. Lo leyó con la pasión con la que un secuestrado habría leído un periódico del mes anterior, incluso si estuviera en un idioma desconocido, y vio con sorpresa que hablaba de una saliva artificial indicada para personas que tuvieran disminuido, bien por enfermedad, bien a causa de un tratamiento farmacológico, el proceso biológico de la salivación. Según el prospecto, eran diversas las causas que producían la ausencia de saliva en la cavidad bucal, desde los malos hábitos alimentarios hasta el miedo, sin olvidar el consumo de alcohol o los estados de ansiedad. Aquella saliva artificial tenía la virtud también de quitar el mal aliento y no producía efectos secundarios.
El adúltero sintió que se le secaba la garganta. Nunca había pensado que hubiera gente sin saliva. Había imaginado gente sin dinero, sin brazos, sin manos, gente sin dedos, sin lengua, incluso sin testículos, pero gente sin saliva... En esto oyó un ruido seco en el cuarto de baño contiguo, y luego otro y otro, como si alguien se estuviera dando golpes contra la pared. Se quedó paralizado por el espanto y al poco le pareció oír también, entre golpe y golpe, un llanto contenido, del que era imposible saber si pertenecía a una mujer o a un hombre. En cualquier caso, sí a un ser humano. El adúltero comprendió que había gente también sin esperanza, sin sosiego, y al tiempo de alcanzar esa comprensión notó dentro de sí una especie de aleteo turbador e intuyó que una forma invisible de locura se había establecido en su cabeza para siempre.
Cuando salió a la calle pasó por una farmacia y compró la saliva artificial, pues la suya no había regresado. Luego, en la cama, le contó a su mujer el raro descubrimiento:
—Por lo visto —dijo— hay gente que no produce saliva y tiene que tomarse una artificial.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella.
—Le pasa a una secretaria nueva del despacho —mintió.
—¿Es que la has besado ya?
El adúltero imaginó su propia lengua penetrando en una boca seca y decidió que al día siguiente rescindiría el contrato del apartamento. Luego esperó a que su mujer se quedara dormida y fue al baño para darse una dosis de la saliva artificial.