El tío Emilio

Necesitaba renovar el carné de conducir y me acerqué a un fotomatón que hay en Velázquez, al que he acudido otras veces en situaciones de emergencia. Todo fue bien hasta que apareció la tira fotográfica y vi que la persona retratada era mi tío Emilio, un hermano de mi padre muy odiado en la familia porque mató a disgustos a los abuelos. Si no hubiera creído en tonterías paranormales, me habría ido a casa con las fotos, le habría dicho a mi mujer fíjate cómo me parezco en esta foto al sinvergüenza del tío Emilio, y santas pascuas. Pero estoy lleno de sugestiones, y la verdad es que había salido clavado a él, con esa caída del párpado izquierdo que le delata cuando está borracho o planeando una maldad.

Al día siguiente, cambié de fotomatón, fui a uno que hay en la calle de Serrano y me hice dos series de fotografías con idéntico resultado. «Dios mío —me dije—, soy el tío Emilio, cómo he podido caer tan bajo.» Esa tarde tenía que visitar a mis padres, pues habían estado en el médico para hacerse unos análisis. Quería saber qué tal andaban de transaminasas y todo lo demás, pero me daba terror que papá se diera cuenta de que yo era el sinvergüenza de su hermano y cayera fulminado por el dolor o me echara de su casa a patadas. Y a papá todavía se le puede engañar, pero mamá es muy perspicaz. Parece una bruja. Ha sabido todas las cosas importantes que me han sucedido en la vida antes que yo. Recuerdo que dos meses antes de que me quitaran la vesícula, estábamos un día sentados a la mesa, comiendo una paella que había preparado en la olla exprés, y de repente dijo:

—Es inútil que lo ocultes, sabemos que te vas a operar de la vesícula.

A los dos meses, en efecto, sucedió. En general procuro no pensar nada delante de ella porque tiene la capacidad de escuchar los pensamientos de los otros con unas orejas invisibles que, como es natural, a simple vista no se ven. De todos modos, me puse en la peor de las situaciones y decidí que negaría ser el tío Emilio hasta el final en el caso de que me acusaran de no ser yo. Muchas veces he conseguido con obstinación lo que no podía lograr a base de razonamientos.

Tardaron mucho en abrir la puerta, aunque los oí ir y venir por el pasillo discutiendo entre sí. En un par de ocasiones me pareció que se asomaban por la mirilla, pues noté cambios en el brillo de la lente. Insistí un poco y al fin apareció mamá, que me franqueó el paso sin decir nada. La seguí a lo largo del pasillo y cuando llegamos al salón me senté en la butaca de siempre. Papá estaba leyendo un periódico deportivo y apenas emitió un gruñido para saludarme. Desde que son viejos tienen peor humor que antes. La edad no mejora nada. Le pregunté por los análisis y señaló con la barbilla un sobre que había encima de la mesa. Lo cogí y me pareció que no estaban mal, al menos en lo que yo podía entender. Quizá el azúcar un poco alto y las transaminasas en el límite, pero el colesterol era perfecto, igual que los glóbulos y las plaquetas.

—Esto tiene muy buena pinta —dije, dándome cuenta de que era una de las frases preferidas de mi tío Emilio. Se pasaba la vida diciendo «esto tiene muy buena pinta» sin referirse a nada en concreto.

—Es inútil que finjas —respondió mi padre—, nos hemos dado cuenta de que eras Emilio por el modo de tocar el timbre: dos cortas y una larga.

Tengo la mala suerte de llamarme Emilio también, pues cuando nací mi tío no se había convertido aún en un malvado y me dieron su nombre.

—Claro que soy Emilio. ¿Quién iba a ser si no?

—Tú sabes el Emilio que digo.

Mamá asintió y tomando la labor se puso a tejer con un odio desmedido en su butaca. Yo me colmé de paciencia y decidí esperar a que pasara la tormenta. En los bolsillos me ardían las fotos del fotomatón, que lamenté no haber destruido antes de entrar, así que me levanté y fui al cuarto de baño. Las rompí en mil trozos y las arrojé por el retrete. Cuando ya iba a salir, recordé que mis padres solían esconder el dinero en un hueco que hay en la pared, detrás del botiquín, y decidí robarlo, junto a un frasco de ansiolíticos que encontré al lado de los billetes. Luego dije que tenía que hacer algo urgente y salí corriendo.

—Adiós, Emilio —dijo mi padre con sarcasmo, y en ese momento comprendí que uno no es en la vida lo que quiere, sino lo que le piden los otros. Y lo que decide el fotomatón.