Ella estaba instalando un programa en el ordenador cuando él entró en la habitación y confesó que se había convertido.
—¿Convertido en qué? ¿O a qué? —preguntó la mujer, sacando un disquete e introduciendo otro con la lengua fuera de la boca, como cuando hacemos un trabajo manual que requiere mucha concentración.
—Al catolicismo.
Sin dejar de hablar con su marido, ella mantenía un diálogo excitante con el ordenador, cuyo ratón movía de un lado a otro, al tiempo que escuchaba con ansiedad el ruido de tripas procedente del disco duro. Cada paso llevado a cabo sin tropiezos le parecía un milagro de la naturaleza más que de la técnica.
—¿Y a partir de ahora me lo harás sin concupiscencia? —bromeó.
Él abandonó piadosamente la habitación y no se volvieron a encontrar hasta la hora de la cena. La mujer estaba fastidiada porque finalmente no había sido capaz de cargar el programa debido a un problema de la memoria operativa.
—Es más fácil —dijo— meterle a un hombre el catolicismo en el cerebro que un procesador de textos en el disco duro de un portátil. Los ordenadores son más delicados que vosotros. De hecho, tú has sido comunista, socialdemócrata, budista, gimnasta, cineasta y ahora católico. Si intento cargarle yo todos esos programas al IBM, se bloquea por culpa de la memoria operativa. Seguramente, tú sólo tienes memoria RAM. Ve al médico a ver qué te dice.
Él se comió el gallo frito y las acelgas rehogadas con humildad, sin responder a ninguna de las provocaciones de ella, y tras la cena se retiró al dormitorio mientras su mujer encendía la televisión, seleccionando un programa basura en el que la locutora llevaba colgada del cuello una cruz. No sabía si estaba más irritada con el ordenador o con su marido. Al poco se quedó dormida, pero la despertó a los cinco o diez minutos el claxon de un automóvil. Se asomó al balcón y vio a un hombre, cuyo coche estaba atrapado por otro puesto en doble fila, fuera de sí. Su mujer había roto aguas y no había forma de conseguir un taxi por teléfono porque retransmitían un partido trascendental de fútbol por la tele. Ella fue al dormitorio y encontró al católico durmiendo a pierna suelta, como si no tuviera ya problemas de conciencia. Tras desnudarse, se dejó caer violentamente junto a él, que se despertó sobresaltado.
—¿Entonces ahora estarás en contra del aborto? —preguntó ella.
—Ya te puedes imaginar que sí —dijo él, frotándose los ojos.
—Y a favor de la pena de muerte.
—No intentes confundirme. Que me haya convertido no quiere decir que no tenga contradicciones, sino que he preferido el misterio al absurdo.
—Dios, qué frase. ¿De quién es?
—De un obispo, creo.
—Ya. ¿Quieres decir que yo ahora mismo te parezco absurda? Porque si es eso, nos divorciamos la semana que viene.
—Yo no te he dicho que nos tengamos que divorciar.
—Pero me has dicho que soy absurda, y no querrás vivir con una mujer absurda pudiendo tener al lado a una misteriosa. Jamás se me habría ocurrido pensar que las católicas tuvieran misterio, ya ves tú. Como si no les bastara con el morbo de la pureza.
Como él no respondiera, se levantó violentamente de la cama y gritó:
—¿Sabes lo que te digo? Que si tú vuelves a la religión, yo vuelvo al hachís.
Salió del dormitorio y al poco regresó con un canuto encendido que le pasó a él después de dar dos o tres caladas. El hombre lo tomó con cierta ansiedad y una vez que le hizo efecto dijo:
—Y todavía no he sido musulmán, ni mormón, ni cuáquero. La vida es un portento. Me lo decía mi padre antes de que abandonáramos la provincia: en Madrid, un hombre puede ser lo que quiera, lo que quiera. Ahora quiero ser católico.
—Tienes que sacar un rato para hacerte adicto a los videojuegos. Los ordenadores son tan apasionantes como las religiones.
—A ver cómo vienen las cosas —dijo él, y se dio la vuelta para entregarse al sueño. Ella encendió la radio y sintonizó un programa dedicado al satanismo que escuchó boca arriba, pensando en el problema que tenía con el ordenador. El despertador no sonaría hasta las siete.