El otro día soñé en ruso. Jamás he estado en Rusia, pero me movía por Moscú con una agilidad envidiable y hablaba en ruso. No sólo eso: leía periódicos y escuchaba la radio sin problemas. Tenía un hijo también, muy pequeño, que se perdía en un laberinto de calles del casco antiguo de la ciudad. En el momento de separarse de mi mano había comenzado a oscurecer y caían unos copos de nieve que iluminaban brevemente la atmósfera. Yo vagaba en ruso por los callejones, preguntando a la gente si había visto a un niño de las características del mío. Al poco, me despertaba lleno de angustia. Enseguida me daba cuenta de que no era ruso, desde luego, y de que tampoco era el padre de aquel niño que se acababa de perder. Parecía evidente que había soñado un sueño ajeno.
Al día siguiente, mientras desayunaba, iba poco a poco recuperando mi nacionalidad española, pero cuanto más español me sentía, más lástima me daban ese padre y ese hijo con quienes había pasado la noche. Pensaba que si hubiera tardado en despertarme un poco más, quizá habría encontrado al niño y no tendría ese peso en la conciencia. En todo caso, me habría gustado devolverle el sueño a su propietario, para que hiciera con él lo que le viniera en gana. No me gusta tener en los cajones ni en la cabeza cosas que no me pertenecen. Una vez encontré una cartera en la calle y como ya era tarde me la llevé a casa, pensando en entregarla a la policía al día siguiente. Luego, en la cama, no lograba quedarme dormido por culpa de la dichosa cartera, así que me vestí y fui a entregarla a la comisaría más próxima.
—Haber esperado usted a mañana —dijo el inspector.
El problema de soñar un sueño que no es tuyo es que no sabes dónde entregarlo. No puedes presentarte en la oficina de objetos perdidos diciendo que te has encontrado un sueño perdido. Te tomarían por loco. Así que te lo tienes que quedar, te guste o no. Yo me lo quedé, pero puse un anuncio en el periódico, al que no respondió nadie, diciendo que tenía un sueño que no me pertenecía. He intentado desprenderme de él de mil maneras, pero no encuentro forma de sacarlo de mi cabeza. Hace poco, en un guateque que hubo en la oficina para celebrar que han aumentado las ventas, se lo comenté a un compañero y se rio de mí.
—Si lo has soñado tú, es tuyo —dijo.
No supe cómo explicarle que no, que no era mío, y desistí de hacerlo. Luego, mientras mi jefe soltaba un discurso de felicitación, comprendí de repente que tampoco aquella vida que llevaba era la mía. Fue como una iluminación. «Estoy viviendo la vida de otro», me dije. Pero tampoco habría sabido a quién devolvérsela. El caso es que ahora tengo dos cosas que no me pertenecen: una vida y un sueño. Con todo, lo más raro es que tengan distinta nacionalidad.