La masa líquida

Una adolescente le dijo a su amiga en el autobús:

—Tengo la impresión de ser de humo. Puedo tomar la forma que me dé la gana. Me agrupo y me desvanezco como una fumarada. Ayer mismo me colé por debajo de la puerta del dormitorio de mi vecino y lo vi desnudo. Él ni siquiera advirtió que me movía a su alrededor, porque estaba fumando y me confundía con el producto de sus exhalaciones.

—Yo también me convierto en humo —dijo la otra—. Puedo expandirme hasta volverme invisible y reconstruirme a mi antojo. Fíjate en mis dedos: se estiran como el humo de un cigarrillo y se cuelan por las narices de quien yo quiera. Ayer, en clase de matemáticas, entré por las fosas nasales del profesor y recorrí todo su aparato pulmonar. Tiene unos alvéolos fantásticos, fantásticos. Es más guapo por dentro que por fuera.

No sé qué porquería se habrían tomado aquellas chicas para tener aquellas sensaciones. Lo cierto es que yo, sin haber tomado más que un cubalibre, empecé a sugestionarme con sus palabras y al poco sentí que todo mi cuerpo era de humo. Bajé del autobús en la calle de Francisco Silvela con unas dificultades enormes para apoyar los pies en el suelo, pues cualquier corriente de aire, por pequeña que fuera, me obligaba a flotar. Otras veces, además de flotar, me deformaba. Mi cuello comenzaba a estirarse y estirarse hasta convertirse en un hilo y cuando inclinaba la cabeza veía mis pies allá abajo, a cantidad de metros de distancia. Pero por mucho que me estirase o que me deformase no perdía la conciencia de ser un cuerpo con todos sus órganos.

La ventaja de estar hecho de humo es que además de expandirte, te puedes concentrar. Delante de mí caminaba una señora de mediana edad, muy atractiva, con un abrigo a cuadros de grandes bolsillos. Me metí en uno de esos bolsillos y me hice una bola, una bola de humo que ella deshacía sin darse cuenta entre sus dedos. Luego subí por su espalda, como una lámina de niebla, y me introduje entre sus cabellos, saliendo por la parte de arriba, como si se le hubieran incendiado las ideas. Eran unas sensaciones fantásticas.

«Que no se me pase, que no se me pase», rezaba a Dios o a quienquiera que me hubiera facilitado aquella percepción de la realidad sin necesidad de tomar ninguna pastilla ni fumar ningún canuto, porque soy alérgico a casi todo. Abandoné el cuerpo de la señora de mediana edad en la plaza de Manuel Becerra y entré en el primer portal que me salió al paso. Era un portal de una casa antigua, con los techos muy altos, un poco oscuro. Floté hasta el primer piso y me colé por el agujero de la cerradura de una puerta en la que había una plaquita de latón que decía: OTORRINOLARINGÓLOGO. El otorrinolaringólogo estaba en ese momento mirando la garganta de una señora muy parecida a la que yo acababa de abandonar en Manuel Becerra. Podría haber sido su hermana gemela. Me enamoré enseguida.

—Tienes la garganta estupendamente —dijo el otorrino—, sonrosada y húmeda, como debe ser.

—Parece que estás hablando de otra cosa —respondió ella con tono de provocación.

—Estoy hablando de otra cosa —añadió él—, pero ya sabes que el mejor modo de hablar de una cosa es hablar de otra.

—Es verdad —dijo la mujer—, tú y yo nunca hemos hablado de lo que en realidad hablamos.

Pensé que todo ese juego verbal era el preámbulo de una relación venérea. Pero no. Al cabo de un rato de mantener una conversación muy complicada, en los términos que ya he señalado, ella se levantó, se puso la bata de médico que llevaba él e intercambiaron sus lugares.

—Tú también tienes la garganta sonrosada y húmeda —dijo la mujer asomándose a su boca.

No había más pacientes. Pensé que en el interior de las casas suceden cosas asombrosas. La mujer encendió un cigarrillo y cada vez que expulsaba el humo yo me trenzaba con él, jugando a penetrarme y a despenetrarme, si se puede decir así, que creo que no, pero no encuentro otra palabra mejor para expresar lo que sentía. Finalmente, salí afuera por una ranura de la ventana y floté sobre la calle llena de automóviles. El atasco, contemplado desde arriba, tiene una calidad moral que no se percibe desde abajo.

Esa noche, cuando estaba en la cama, después de escuchar las noticias de la radio, me convertí en un hilo de humo muy alargado y recorrí las casas de toda la vecindad como una serpiente inmaterial. En esto, al entrar en la vivienda del 3.º C, tropecé con una de las chicas del autobús, que por lo visto vivía allí. Al ser los dos de humo nos reconocimos enseguida.

—¿Qué haces en mi casa? —preguntó.

—No sé —dije—, me he deshilachado y he venido flotando hasta aquí.

—Pues ya te estás largando, no sea que te corporeíces de repente y te vean mis padres. No quiero líos.

Salí de la casa llorando por el trato que me había dado la adolescente y me corporeicé, en efecto, en el descansillo. Al día siguiente, volví a coincidir con ella y con su amiga en el autobús. No sé qué porquería habría tomado, el caso es que dijo:

—Hoy tengo la impresión de ser una masa líquida.