Cuando Vicente Holgado llegó a Madrid, alquiló un apartamento céntrico y estuvo varios días viendo la televisión y tomando yogures de fresa que compraba en la tienda de la esquina. Le tentaba recorrer las calles al azar, pero tenía miedo de no saber volver o de equivocarse de edificio o de piso y que le detuvieran metiendo la llave en una vivienda que no fuera la suya. Había oído decir que en Madrid, como en todas las grandes ciudades, le atracaban a uno con cierta frecuencia, pero eso no le preocupaba, pues confiaba mucho en sus dotes de persuasión. Tenía, de hecho, preparados varios discursos para el caso de sufrir un percance de este tipo, y estaba seguro de que con cualquiera de ellos convencería al atracador de que buscara otra víctima.
Finalmente, después de haber soportado quince días de encierro en los que se aprendió de memoria el nombre de todas las calles que se trenzaban con la suya, decidió aventurarse más allá de la tienda donde compraba los yogures. Al principio tuvo la impresión de que la gente le miraba, pero después de haber andado media hora se olvidó de las personas y consiguió disfrutar de los edificios. Entró en dos bancos y pidió información para abrir una cuenta corriente reproduciendo las frases y los gestos que había visto en las películas. La cosa fue bien; le entendieron perfectamente y le dieron folletos donde se explicaban las ventajas de las diversas modalidades existentes. También entró en una cafetería, donde pidió un plato combinado, tal como había visto hacer a un personaje en un documental de televisión. La combinación del plato resultó decepcionante, pero Vicente Holgado quedó satisfecho del grado de comunicación alcanzado con el camarero, que le trató con la naturalidad con la que seguramente trataba a sus clientes habituales.
Vicente Holgado se fue creciendo con estas experiencias y continuó andando al azar haciendo consideraciones sobre el alcantarillado y los semáforos. Se le ocurrió que si las calles tuvieran techo resultarían más íntimas, más familiares y no sería preciso el uso del paraguas cada vez que lloviera. Cuando conociera el nombre del alcalde, le escribiría para poner a su disposición esta idea que habría de convertir a la ciudad en una casa grande, donde las calles, en lugar de calles, serían pasillos y las casas, en lugar de casas, habitaciones de una gran mansión llamada Madrid.
Se detuvo para leer un cartel en el que se anunciaba una conferencia con entrada libre. Vicente consultó su mapa y comprobó que el lugar donde se iba a pronunciar estaba allí al lado, de manera que decidió acercarse con la idea de ir haciendo algunos contactos. Cuando llegó, la conferencia principal había terminado, pero ahora subían a la tarima algunos espectadores que contaban al público lo que parecían ser algunas experiencias personales de signo muy variado. Un hombre contó que su relación con el alcohol le había llevado a destruir todo cuanto en él había de bueno: su familia, su trabajo, sus relaciones personales, su hígado y una cantidad, que no especificó, de neuronas que ahora echaba en falta debido a que era contable, actividad en la que, por lo visto, todas las neuronas son pocas. Afortunadamente, afirmó, cuando ya se encontraba al borde del precipicio había entrado en contacto con el Grupo y a partir de entonces su vida —ya que no su hígado ni sus neuronas— se iba recomponiendo poco a poco. Luego salió una mujer muy delgada y con el pelo rubio que contó una experiencia curiosa. Dijo que un día estaba viendo una película de cárceles por la televisión, cuando en un momento dado las rejas de una celda se cerraron ocupando toda la pantalla. Entonces tuvo la impresión de que quien se había quedado encerrada era ella. Eso le produjo un ataque de angustia tremendo. Al parecer, según contaba, empezó a decirse a sí misma que podía moverse por toda la casa y que podía incluso salir a la calle, lo que demostraba que en realidad no estaba encerrada. Sin embargo, sus sentimientos no conectaban con sus ideas, como si entre ambas cosas se hubiera abierto una brecha, de manera que no podía dejar de sentir que la libertad estaba al otro lado de la pantalla. Entonces se bebió dos whiskys para relajarse un poco, pero el alcohol acentuó la angustia y al final salió corriendo a la calle gritando a todo el mundo que estaban encerrados, que la libertad estaba al otro lado de las pantallas de los televisores. Afortunadamente, añadió, en este deambular enloquecido por las calles se encontró con un miembro del Grupo que con enorme paciencia le explicó que detrás del televisor no había nada, que en uno de esos aparatos, por grande que fuera, ni siquiera cabía un ser humano. En definitiva, que el Grupo la había salvado de caer en las garras de la locura y que ahora estaba llena de buenos sentimientos hacia sí misma y hacia los otros. A continuación intervino el que parecía ejercer las funciones de moderador y explicó que lo que le había pasado a esa mujer es que había perdido las nociones de dentro y fuera, de manera que creía que estar fuera consistía en estar dentro y viceversa. De ahí que padeciera claustrofobia cuando en realidad debía haber padecido agorafobia. Por lo visto, según afirmó el moderador, quienes padecían de una cosa cuando en realidad debían padecer de otra estaban expuestos a grandes peligros, pues al no distinguir entre interior y exterior podían convertir una úlcera de colon en un infarto ocular y quedarse ciegos. A continuación explicó las diferencias entre el esqueleto interno y el esqueleto externo alcanzando algunas conclusiones que Vicente Holgado no llegó a entender.
Seguidamente, el moderador invitó a que subiera a la tarima otro de los asistentes para contar su historia. Esta vez no se movió nadie y durante unos segundos se palpó en el ambiente un clima de incomodidad, de desasosiego, que Vicente no pudo soportar. De manera que se levantó y subió al estrado. Cuando miró de frente al público y vio todos aquellos ojos pendientes de él, sintió que su destino se estaba cumpliendo. Entonces habló y dijo que se había visto varias veces a sí mismo deambulando por una ciudad grande y desconocida. Explicó que estas visiones solían producirse cuando estaba solo en casa y con los ojos entornados, preferentemente recostado sobre una butaca. Se veía caminar por calles sin tejado con un abrigo azul de anchas solapas y unos días con bigote y otros días sin él. Lo que le llamaba la atención, explicó, es que aunque sabía que el sujeto de la visión era él, ignoraba a qué se dedicaba. No sabía si era ingeniero, orador o perito agrícola, por citar sólo tres profesiones; lo único que sabía es que era él, que tenía un abrigo azul y que se dirigía a algún sitio con los movimientos firmes de una máquina. A veces hacía viento y se despeinaba, pero él continuaba andando con la mirada puesta en algún sitio que no llegaba a salir en la visión; otras veces llovía y se mojaba, pero tampoco la lluvia parecía afectar a su mirada; había ocasiones en las que no hacía viento ni llovía, pero entonces nevaba y sobre sus hombros se iban depositando los copos con la naturalidad con la que se deposita la nieve sobre las irregularidades de una estatua. Pero tampoco eso afectaba a la maquinaria que regulaba su poderoso caminar. Vicente Holgado dudó si seguir añadiendo inclemencias atmosféricas a la visión, pues observó que el público estaba encandilado. Decidió que no, que lo bueno, si breve, etcétera. Además, introducir ciclones y huracanes habría afectado seguramente a la verosimilitud del relato. Prefirió insistir en el problema de la identidad. La cuestión, dijo, es que aun sabiendo que ese hombre soy yo, no sé quién soy a ciencia cierta. Dios mío, no sé quién soy ni adónde me dirijo. Es verdad que a lo mejor voy a trabajar o a poner un telegrama, pero también puedo ir a cometer un crimen o a perpetrar un adulterio. He intentado seguir a ese sujeto que soy yo por el interior de la visión, pero cuando llega a una esquina se detiene, mira en torno y la visión se esfuma para dar paso a otra visión que es el anuncio de un detergente.
El dramatismo de las últimas frases parecía haber sobrecogido al público, de manera que Vicente Holgado se sintió dueño de la situación. Recordó que los participantes anteriores habían hecho alusión al alcohol y al Grupo, por lo que decidió cerrar su intervención del mismo modo. Entonces, añadió, me levanto de la butaca y sin dejar de ver el anuncio superpuesto sobre los muebles de mi casa, me dirijo a la cocina y me tomo una copita de Anís del Mono; en ese momento finaliza el anuncio y lo que veo a continuación es un grupo de personas como este que tiene la amabilidad de escucharme.
Intervino a continuación el moderador, que parecía algo desconcertado, y explicó que el sentimiento de robotización solía darse en bebedores de anís y en consumidores de marihuana. El percibirse a sí mismo como un robot, añadió, es característico de sujetos cuya capacidad de sufrimiento había sido desbordada por algún hecho atroz. Por eso en la visión de Holgado no había ninguna inclemencia atmosférica capaz de alterar los movimientos del sujeto visionado, porque era un robot y no un ser humano. A Vicente le pareció muy interesante la interpretación del moderador, aunque él no era bebedor de anís, ni consumidor de marihuana, ni recordaba haber padecido un hecho atroz a lo largo de su existencia.
La sesión terminó y los participantes fueron saliendo en grupos a la calle. Una mujer de mediana edad se acercó a Vicente y le cogió del brazo caminando en su misma dirección.
—¿Es la primera vez que vienes? —preguntó.
—Sí, pero me ha gustado mucho y voy a venir más veces. ¿Estas cosas las organiza el alcalde?
—No, no, esto es una sociedad privada, una secta llamada Grupo. Yo no creo en ella, pero ellos creen que sí y así tengo donde ir algunas tardes. Soy miembro asociado; o sea, que estoy dentro y fuera al mismo tiempo, porque lo que no soporto es que me manden a vender pañuelos de papel a un semáforo, que es lo que hacen con los integrados. Tampoco soy alcohólica, pero hago como que sí, porque lo que más les gusta es rehabilitar.
—¿Rehabilitar edificios? —preguntó Holgado, que había leído antes de llegar a Madrid unos folletos del ayuntamiento donde se hablaba de la recuperación del casco antiguo.
—No, hombre, rehabilitación quiere decir que si tú, por ejemplo, eres borracho, entras en el Grupo y dejas de serlo.
—¿Para qué?
—Pues eso, para hacer otras cosas, no vamos a estar todo el día viendo la tele o cuidando niños. Cuando ya eres una cosa, lo normal es que quieras convertirte en otra. Por cierto, que me ha gustado mucho tu visión porque yo, a veces, cuando me meto en la cama y cierro los ojos, veo a un hombre como el que has descrito. Y es verdad que no sé ni quién es, ni en qué ciudad está, ni adónde se dirige.
—Pero si ese hombre soy yo.
—Ya, pero tú mismo has dicho que aun sabiendo que eres tú no sabes quién eres.
—Es verdad, lo que pasa es que en conversaciones rápidas como ésta me dan ataques de identidad y me creo que soy alguien, como el alcalde, por ejemplo.
—Pues a mí me pasa también que no sé quién soy y tampoco estoy segura de que esta ciudad sea Madrid. A ver, ¿por qué no podemos estar en Copenhague o en París, por ejemplo? ¿Quién nos garantiza que esta ciudad es Madrid?
—No digas eso, que me da miedo, porque yo tengo alquilado un apartamento en Madrid; como estemos en Copenhague, ya me dirás dónde duermo esta noche.
En esto, Vicente Holgado vio a un sujeto consultando un mapa. Se acercó a él y le preguntó:
—Perdón, usted que parece informado, ¿podría decirme si esta ciudad es Madrid?
—Ai don úndestan —contestó el sujeto.
—La jodimos —dijo Vicente Holgado a la mujer—, me parece que estamos en el extranjero.
—Bueno, no te apures. Acompáñame a recoger al niño y luego te llevo a un acto de otra secta que empieza a las ocho.
Vicente acompañó a la mujer hasta un colegio, donde recogieron a un niño de ocho años con gafas.
—Seguro que tiene fiebre —dijo la mujer.
—He tosido mucho —afirmó el niño— y he vomitado la comida.
—Lo hace por fastidiarme —insistió ella—; como no le gusta que vaya a las sectas, se pone enfermo un día sí y otro también.
La mujer sacó una aspirina del bolso y se la hizo tragar al niño sin agua.
—Le puede producir una úlcera —señaló Holgado.
—No importa, como este imbécil no sabe lo que es dentro ni lo que es fuera, a lo mejor en lugar de la úlcera le da un infarto ocular y se queda ciego. Así no gastamos en gafas, que cada semana rompe un par.
—Estar ciego tiene sus ventajas —apuntó Vicente.
—Ahora, en España, los que mandan son los ciegos —dijo la mujer.
—Sí, pero me parece que estamos en América —añadió Vicente señalando un edificio en el que ponía Burger King.
—Pues yo habría jurado que estábamos en Copenhague.
—¿En Copenhague también hay Telecinco? —preguntó el niño.
Cuando llegaron al lugar donde se desarrollaba el acto de la otra secta, la mujer le dijo a Vicente si no le importaba quedarse fuera con su hijo, pues ese día no dejaban pasar niños porque iban a hablar de la muerte y del más allá.
Vicente y el niño se quedaron en la calle, cogidos de la mano. Hacía frío y un viento como el de la visión de Vicente cuando no sabía quién era, ni en qué ciudad estaba, ni adónde se dirigía. Entonces comenzó a andar con el niño cogido de la mano y atravesaron calles y avenidas sin saber quiénes eran ni en qué ciudad estaban ni adónde se dirigían. La noche se iba cerrando como una cremallera sobre los edificios y la niebla parecía agruparse en torno a la luz de las farolas. Entraron en una calle solitaria y continuaron caminando como dos máquinas de acero. Empezó a nevar y la nieve se depositaba sobre los hombros de Vicente y del niño como se deposita sobre las estatuas de los parques, sin que afectara a su manera de estar en el mundo. El niño se cogía con fuerza a Vicente, que se sentía traspasado por una corriente de calor que era ternura, aunque él no lo sabía. Entonces se detuvo, entornó los ojos y se vio a sí mismo recorriendo una calle con un niño que era su hijo. Y aunque no sabía en qué ciudad estaba ni quién era ni adónde se dirigía, tenía la certeza de que ese niño era su hijo y que, mientras fueran de la mano los dos, los atracadores no se atreverían a atracarlos, la lluvia no los mojaría, la nieve no los traspasaría. Los dos eran un grupo indestructible, poderoso, único. Podrían estar andando toda la eternidad sin cansarse hasta llegar al lugar que les estaba destinado; entonces, cuando alcanzaran ese sitio, sabrían quiénes eran y habría valido la pena caminar por calles sin tejados, por ciudades desconocidas. Se detuvo y tocó la frente del niño con la mano.
—¿Tienes fiebre, hijo? —preguntó.
—Sí, pero me da gusto porque siento las ingles.
—¿Caminamos, pues, un poco más?
—Sí.
A la derecha se abrió una avenida con árboles. Vicente Holgado sintió que sus dedos, trenzados a los del niño, eran las raíces de un árbol que había empezado a crecer en el interior de su pecho y que se alimentaba de la fiebre del pequeño. Emprendieron el camino sin horizonte de aquella avenida y Vicente supo que ya nunca volvería a tener miedo de no saber regresar.