Unos días antes de que nos fuéramos de vacaciones, estaba desayunando de pie en la cocina cuando oí gritar a mi mujer desde el pasillo:
—¿Sabes dónde se ha metido el gato, Vicente?
No contesté, aunque sabía que se dirigía a mí, pero sentí una gran extrañeza al escuchar mi propio nombre; quiero decir que, aunque sabía que me llamaba Vicente, se trataba de un conocimiento más bien teórico, como si fuera una información que alguien me acabara de facilitar («Tu nombre es Vicente»), pero que no estuviera aún incorporada a mi memoria afectiva ni formara parte de mi identidad. La extrañeza, por entendernos, era del mismo tipo que la que podría haber sentido si al levantarme esa mañana no hubiera reconocido como mío el pie derecho, por poner un ejemplo. O como si, al mirarme en el espejo, comprobara que la dentadura con la que amanecía aquel día no fuera la misma que con la que me había acostado el día anterior. El sonido de la palabra Vicente me pareció una prótesis: formaba parte de mí y servía para que mi mujer me preguntara si sabía algo de Telesforo, que era el nombre de nuestro gato, pero yo lo percibía como una pieza ajena a mi naturaleza, y por eso, porque se trataba de una prótesis, producía roces en la zona de mi personalidad a la que se había aplicado.
En la oficina me pasó lo mismo. Cada vez que alguien me llamaba por mi nombre yo sentía el malestar que imagino debe de sentir el que estrena una pierna ortopédica o una dentadura postiza. Era muy doloroso responder al reclamo de Vicente porque entre ese nombre y yo no había ya ninguna relación. De todos modos, disimulé tanto en mi casa como en el trabajo y no creo que durante aquellos días nadie llegara a advertir que ya no me llamaba Vicente.
El gato no apareció. La cosa era muy rara, porque vivimos en un sexto piso, de manera que de haber escapado por una ventana habría muerto contra el suelo. Registramos todos los armarios y todos los cajones de la casa, además del maletero que recorre el pasillo; teníamos miedo de que el animal hubiera sufrido un infarto en alguno de esos escondrijos y que se descompusiera mientras estábamos de vacaciones. Pero no apareció por ningún lado. Mi mujer y mi hijo se llevaron un disgusto tremendo. A mí me dio un poco lo mismo porque, sin llegar a odiarle, mantenía con el animal una relación de distancia. Jamás le puse de comer ni lo llevé al veterinario. Lo único que hice por él fue rascarle la barriga en alguna que otra ocasión. Le daba mucho gusto.
El caso es que nos fuimos de vacaciones sin el gato, pero estábamos tan acostumbrados a él que a mí al menos me parecía oír de vez en cuando el sonido del cascabel que llevaba al cuello. Curiosamente, ese sonido me resultaba más familiar y tranquilizador que mi propio nombre.
A los pocos días de estar en la playa, mi mujer y mi hijo se olvidaron del gato y nuestra vida entró de nuevo en una etapa de aparente normalidad. Yo continué disimulando, como si me llamara Vicente, pero cada vez me costaba más soportar esa prótesis cuyo uso continuado empezaba a producir llagas en el muñón de mi identidad al que permanecía adherida. Por las mañanas, y en contra de lo que habían sido mis costumbres, me levantaba muy pronto y paseaba por el jardín de la casa que habíamos alquilado. No sabía lo que me estaba pasando, pero la extrañeza que sentía frente a mi nombre empezaba a extenderse a otras áreas de la existencia.
No le conté nada de esto a mi mujer, pues no quería añadir a la pérdida del gato, que empezaba a olvidarse, ninguna preocupación que contribuyera a enturbiar aquellos días en los que teníamos la oportunidad de estar juntos durante más tiempo del habitual. Para calmar la inquietud que me devoraba desde dentro hacia fuera, bajaba a la playa a primera hora de la mañana, antes de que mi familia se despertara, y corría por la orilla. Lo curioso es que encontraba placer en ello. Mi mujer se asombraba al verme tan activo, pues jamás había demostrado el menor interés por el deporte ni por el cuidado del cuerpo. Un día, después de comer, cuando iba a encender por costumbre un cigarrillo, sentí que el hábito de fumar era, como mi nombre, una especie de prótesis que no pertenecía a mi verdadera identidad, de manera que lo dejé sin ningún esfuerzo provocando el asombro de mi familia.
Lo único que me pasaba al correr es que me parecía escuchar el cascabel del gato desaparecido, de manera que llegué a pensar que quizá yo hubiera tenido algo que ver en esa desaparición y que la culpa se manifestaba de ese modo, con un tintineo del cascabel en las profundidades de mi conciencia.
Cuando se acabaron las vacaciones y regresamos a casa, comprobé que mi extrañeza frente a todo aquello que en otro tiempo me había resultado tan familiar como el nombre de Vicente había aumentado. Me asomaba a los armarios y a la nevera con una curiosidad que llamaba la atención de mi mujer y mi hijo y, cuando estaba solo en casa, me complacía en hurgar en el maletero como si hubiera allí algo que me concerniera, aunque no sabía qué. Por otra parte, el sonido del cascabel me acompañaba ya a todas partes, como si lo llevara yo mismo colgado del cuello. Un día, ordenando la despensa, encontré una lata de comida de gatos y, sin poderme reprimir, la abrí y me la comí entera. Lo más curioso es que no llegué a saber a fondo lo que estaba pasando hasta que un día mi mujer, al ver un gato igual que el que teníamos en la televisión, gritó:
—¡Telesforo!
Entonces, yo, con toda naturalidad, me volví y respondí:
—¿Qué quieres?