La echadora de cartas vio entrar a Vicente Holgado y, quizá en busca de un golpe de efecto, aventuró su signo: «Es usted tauro, ¿verdad?». Vicente recordó que su padre era tauro y pensó que posiblemente en el mundo de la videncia podían producirse estos desplazamientos que también se daban en otros órdenes de la vida. De todos modos, dijo que no y percibió un gesto de fastidio en la echadora.
—¿De qué signo es entonces? —preguntó.
—Inténtelo otra vez, por favor —suplicó Vicente. Le había costado mucho tiempo vencer las resistencias que le impedían acudir a que le leyeran el futuro y no quería perder la fe en la vidente antes de empezar.
Ella le contempló con la agudeza de quien calcula el precio de una falsificación y probó de nuevo.
—¿Aries?
Tampoco era aries, pero le dio miedo contradecir a la vidente y exponerse a que su ira influyera en la lectura de su destino, de manera que asintió y se relajó al ver en el rostro de la bruja un gesto de satisfacción. Por otra parte, su mujer sí era aries, por lo que si la teoría de los desplazamientos era cierta, el pronóstico sólo estaba equivocado a medias.
A continuación la vidente desplegó las cartas sobre la mesa y compuso el gesto de interpretar aquel conjunto de símbolos terribles. Vicente reparó enseguida en el ahorcado y se arrepintió de haber acudido a la consulta. El silencio de la vidente le producía sudores fríos y su imaginación no dejaba de anticipar desgracias.
—Tiene un problema en la rodilla —dijo ella al fin en un tono que no dejaba el mínimo resquicio para la duda.
Vicente no tenía ningún problema en la rodilla, pero su mujer sí. De pequeña se había caído de una bicicleta clavándose la palanca del freno en la articulación. La operaron seis veces y le quedó una cojera perceptible y un dolor sordo que despertaba con los cambios de tiempo.
—Veo que tuvo un accidente cuando era pequeño. ¿Con una bicicleta quizá?
—Con una bicicleta, sí —respondió Vicente resignado—; me clavé el freno aquí.
—Y le duele cuando cambia el tiempo, ¿verdad?
—Cuando va a llover sobre todo.
—Bien —añadió la bruja satisfecha—. Veo cambios, muchos cambios.
—¿Cambios de tiempo? —preguntó Vicente horrorizado: su mujer se ponía imposible cuando le dolía la rodilla.
—Cambios en su vida, cambios que no ha tenido valor para afrontar hasta el momento. Presiento que va a tomar usted decisiones muy pronto. ¿Ve el ahorcado?
—Sí —balbuceó Vicente.
—Quiere decir eso: cambio, renovación, muerte de lo viejo y vida nueva.
—¿Y la rodilla? ¿Dejará de dolerme la rodilla?
La mujer le miró compasivamente, como si no entendiera nada. Le estaba anunciando un cataclismo y él se preocupaba por la rodilla.
—La rodilla es lo de menos —dijo al fin—; quizá el dolor se vaya o quizá no. No importa mucho, las cicatrices nos recuerdan que somos mortales poniéndonos a salvo de ciertos delirios. Lo importante no es eso. Lo importante es que dentro de usted se abre paso una decisión que cambiará su existencia. La está cambiando ya. Pocas veces he tenido una videncia tan clara.
Vicente miró dentro de sí y no vio ninguna decisión abriéndose paso entre la rutina. Es más, su sueño era vivir en un mundo en el que no hubiera que tomar ninguna decisión. Aborrecía elegir, alcanzar determinaciones, llegar a acuerdos que implicaran algún gasto de energías. Por eso había tardado tanto en acudir a la vidente, porque no se decidía. No debía referirse a él, sino a su mujer, que era muy dada al hasta aquí hemos llegado y al a partir de hoy esto se acabó. Precisamente, llevaba un par de meses dándole vueltas a la idea de cambiar las cortinas del dormitorio. Quizá cuando llegara a casa ya las hubiera cambiado.
—¿Ve cambios en la decoración de la casa? —preguntó.
—Veo otra casa. Veo maletas y paquetes. Esta carta significa un viaje, pero puede ser un viaje simbólico, un viaje interior.
Vicente sabía que no era eso: su mujer llevaba dos años con la idea de cambiar de casa y él había opuesto a ese capricho toda la resistencia pasiva que era capaz de poner en marcha. Le aterraba la idea de mudarse, de pedir créditos, de firmar letras. Cuando llegara a casa, pensó, la animaría a cambiar las cortinas de todas las ventanas, incluso se mostraría dispuesto a hacer una pequeña obra en la cocina: cualquier cosa menos una mudanza.
Tras despedirse, salió cojeando de la consulta para no decepcionar a la vidente, y al alcanzar la calle se dio cuenta de que ya no podía dejar de cojear, lo que le hizo cierta gracia. Llegó a casa dispuesto a pactar con su mujer algunos cambios, pero su mujer no estaba. El armario de la habitación se encontraba abierto y faltaba la ropa de ella. Vicente recorrió perplejo la casa contabilizando todas las ausencias mientras intentaba encajar el golpe. Finalmente, entró en el baño y, mientras descargaba la vejiga, sonó en el interior de su cabeza una frase que él no había conseguido articular: me ha abandonado. Luego, sobre la nevera, encontró una carta en la que se certificaba el abandono y en la que se le deseaba lo mejor para el futuro.
Vicente, cojeando todavía, fue hasta el balcón y observó las luces mortales de la tarde. El horizonte venía cargado de nubes de tormenta. Llovería: el dolor de la rodilla se había despertado.