La mujer del cuadro

Vi desde el autobús a una mujer que llevaba un cuadro de dimensiones incómodas. Durante el último año no había llovido, pero aquella tarde de primavera el cielo había empezado a ponerse negro a mediodía y, aunque a media tarde aún no había caído una gota, la gente se movía por las calles con un raro gesto de extravío, como si olfateara la tormenta que habría de suceder. Cuando vi desde el autobús a la mujer del cuadro, comenzaron a caer también las primeras gotas; no eran muchas, pero tenían un tamaño desmesurado y golpeaban a los transeúntes con fuerza, impulsadas por un viento caliente que al parecer venía de África.

Aunque aquélla no era mi parada, bajé del autobús y fui a refugiarme bajo la marquesina de una tienda que también había dado cobijo a la mujer del cuadro. Un relámpago dividió el firmamento y, como si ésa hubiera sido la señal, la lluvia arreció en cuestión de segundos. Ya he dicho que era primavera, sin embargo el olor de la atmósfera era el del otoño, como si la tormenta viniera impregnada de una melancolía o de unos presagios más propios de esa estación. La mujer del cuadro y yo nos quedamos aislados gracias a una cortina de agua que caía de la marquesina. Entonces me dediqué a contemplarla confirmando lo que me había parecido desde el autobús: que era una mujer rara, muy bella si uno conseguía situarse en un punto de vista algo aquejado de irrealidad, o de ensueño, pero desagradable si se la observaba desde un lugar más convencional. Intenté situarme en ese espacio convencional para evitar complicaciones, pero cada vez que me encontraba con sus ojos me parecía que tenían un mensaje para mí. El cuadro no estaba protegido, como es usual, en las esquinas, pese a que el marco parecía algo delicado, muy vulnerable a cualquier golpe. Mi impertinencia fue premiada con un par de ráfagas de sus ojos que dirigieron su atención a un punto situado entre el corazón y la boca, y entonces comprendí que no es que aquellos ojos tuvieran un mensaje para mí, sino que de ese mensaje dependía mi vida. Afortunadamente, la cortina de agua se había hecho más espesa, lo que me garantizaba aún unos momentos de intimidad. Hice en voz alta un comentario sobre el tiempo al que ella respondió con una sonrisa enloquecedora. Entonces le pedí que me mostrara el cuadro que había colocado contra la pared: se trataba de un óleo hiperrealista en el que se veía un pasillo al que se abrían dos habitaciones de las que surgía una luz lechosa, como de luna. En una de las paredes visibles del pasillo había una pintura y el resto estaba lleno de una amenaza inconcreta, que provenía de los detalles obsesivos del suelo o quizá del marco de las puertas, aunque algo influía también la perspectiva lineal que otorgaba al pasillo cierta calidad de pozo.

Cuando cesó la tormenta, nos despedimos cordialmente y salimos cada uno en una dirección. El aire tenía buen olor y producía al ser respirado un optimismo que en mi caso se tradujo en la seguridad de que volvería a encontrarme de nuevo con esa mujer de cuya mirada dependía mi destino.

Esa noche me desperté de madrugada con la garganta seca, como si hubiera bebido o fumado más de lo habitual. Me incorporé y miré instintivamente hacia la ventana por donde penetraba una luz blanca muy parecida a la del cuadro. Había luna llena. Me levanté sin encender la luz y alcancé el pasillo lleno de perplejidad: el caso es que mi percepción del espacio era muy rara, como si me encontrara sobre una superficie plana a la que unas líneas convergentes dotaran de cierta sensación de profundidad. Llegué a pensar si estaría muerto, pues he leído que una de las cosas en las que uno puede advertir que ha fallecido es precisamente en la percepción de los espacios. Las puertas de las dos habitaciones que daban al pasillo estaban abiertas y a través de ellas se colaba la luz lunar, que daba al ambiente un aspecto más irreal si cabe. Avancé en dirección a la cocina para beber agua sin que me abandonara esa impresión de estar moviéndome sobre una superficie plana; es más, también yo me sentía plano, como si hubiera perdido las dimensiones propias de un volumen. Cuando llegué a la cocina, comprobé con cierto asombro que ya no tenía sed, de manera que inicié el camino de regreso. Entonces fue cuando me di cuenta de lo que pasaba: me encontraba dentro de un cuadro o, más exactamente, dentro del cuadro que había visto esa tarde.

Con miedo a caer al exterior y aplastarme, descendí hasta el marco y desde allí comprobé que el cuadro estaba puesto en la pared de un dormitorio de dimensiones colosales para mí. Cuando mis ojos se fueron acostumbrando a aquellas dimensiones y a aquella perspectiva empecé a distinguir algunos detalles. Así, por ejemplo, vi que aunque en el cuadro era de noche, en aquella habitación había empezado a amanecer. Entonces la enorme cama que había a los pies del cuadro se movió y de entre sus sábanas surgió el rostro de la mujer que había conocido bajo la tormenta. Le hice señas para que me rescatara de aquella condición, pero ni siquiera llegó a reparar en mí. Era tan grande que cuando empezó a moverse de un lado a otro por el dormitorio sólo percibía de ella fragmentos geométricos; curiosamente, yo, que estaba atrapado en el interior de un cuadro hiperrealista, veía la realidad como un cuadro cubista. No me vio, y creo que no me verá nunca, pero he encontrado dentro del cuadro en el que vivo una habitación con cuartillas y máquina de escribir. Todos los días escribo varios folios que luego dejo caer al exterior del cuadro, lo que pasa es que allí adquieren un tamaño insignificante y ella los barre con el polvo. No importa, porque por las noches, cuando se acuesta, hay un momento en el que la veo casi entera y con eso me basta para soportar una vida tan plana.