Su cuerpo iba siempre retrasado en relación con su cabeza. Por ejemplo, si se estaba afeitando, pensaba en el café, pero, cuando se estaba tomando el café, se imaginaba ya dentro del coche, en el atasco, escuchando las primeras noticias del día por la radio. Lo que pasa es que entonces tampoco oía las noticias, porque se ponía a pensar en los problemas que le aguardaban en la oficina. Iba detrás de los acontecimientos como el burro detrás de la zanahoria, sin alcanzarlos nunca.
Su pensamiento y su cuerpo, pues, ocupaban lugares geográficos distintos, y esta separación producía en su ánimo un constante estado de ansiedad, como si se persiguiera a sí mismo todo el rato. Por la noche tomaba somníferos para aliviar esa tensión permanente, y entonces los músculos de su cuerpo se encogían como una goma elástica abandonada sobre la mesa. Se dormía imaginando que viajaba por el espacio sin nave ni traje espacial ni escafandra, pero podía respirar y soportar la falta de presión gracias a unas cápsulas de su invención que se tomaban con agua, y que lo mismo servían para viajar por el espacio que para descender a las profundidades marinas, donde a veces se perdía también imaginariamente antes de dormirse. Después soñaba que le daban el Premio Nobel de Medicina por la invención de estas cápsulas y se despertaba con la garganta seca y el cuerpo pesado. Por la mañana se tomaba una o dos pastillas estimulantes que combatían los efectos de los sedantes nocturnos.
Un día que estaba con su amante y se puso a pensar en su mujer, comprendió que su problema consistía en estar siempre en un lugar distinto al que en realidad se encontraba, con lo que no disfrutaba de ninguno de los dos lugares. Dedujo, pues, que si su pensamiento y su cabeza consiguieran estar al mismo tiempo en el mismo lugar, todos sus problemas desaparecerían. Y lo intentó, pero no le salía. Por ejemplo, mientras se afeitaba se decía a sí mismo: «Qué bien, me estoy afeitando, estoy haciendo esto y no otra cosa; cuando llegue la otra cosa, disfrutaré de la otra cosa, pero ahora me encuentro muy a gusto haciendo esto, observando en el espejo las irregularidades de mi rostro, percibiendo el tacto de mi piel en un momento irrepetible, porque habrá otros días y otros afeitados, pero ninguno será como el de hoy...». Lo que sucede es que por detrás de estas palabras empezaban a circular imágenes que nada tenían que ver con lo que hacía en ese momento, sino con lo que tenía que hacer a lo largo del día. Con lo cual, el motor de la ansiedad se ponía en marcha y en el espejo dejaba de reflejarse su cara y comenzaba a verse su despacho con gente entrando y saliendo y él en medio resolviendo cosas, tomando decisiones. Entonces dejaba de afeitarse y se vestía corriendo y se tomaba un café a toda pastilla y conducía como un loco hasta llegar a la oficina y cuando llegaba allí, mientras firmaba papeles o hablaba por teléfono, comenzaba a pensar en la comida de negocios o en la cena de placer, a donde llegaba siempre hecho polvo para imaginar el momento en el que se metería en la cama.
No lograba, en fin, alcanzarse a sí mismo por más que corriera, pero decidió que había mucha gente que vivía de ese modo y que se trataba, por tanto, de una forma como cualquier otra de afrontar la existencia. Lo malo es cuando comenzó a tener anticipaciones negativas. Ya no se imaginaba —mientras consumía apresuradamente el café— en el coche oyendo las primeras noticias del día por la radio, sino atropellando a un niño o chocando de frente con un camión de cien toneladas. La cuestión es que, cuando se metía en el coche, desaparecía ese terror, que era sustituido por imágenes de la oficina igualmente catastróficas: entraba su jefe y le decía que habían decidido prescindir de sus servicios, o bien le llamaban por teléfono para comunicarle que acababa de caer un avión sobre su casa. Las visiones alcanzaban tal grado de realidad que su rostro se descomponía provocando el espanto de quienes se encontraban cerca de él. Un día regresaba a su domicilio después de una jornada agotadora y empezó a imaginar que al entrar en casa se encontraba a su mujer ensangrentada y muerta en el recibidor, a la criada ahorcada en la cocina y a los niños asfixiados con bolsas de plástico en el dormitorio. Comenzó a sudar de miedo mientras intentaba explicarse este desastre que no podía ser obra más que de un perturbado. Después se vio a sí mismo llamando a la policía y a la policía interrogándole. Advirtió que, si le acusaban a él de haber perpetrado aquellos horribles crímenes, carecería de coartada, pues ese día había estado mucho tiempo fuera del despacho y había comido solo en un restaurante en el que no le conocían. Llegó a su casa demacrado por el terror y permaneció varios minutos frente a la puerta sin atreverse a abrir o llamar al timbre hasta que escuchó ruidos en el interior. Al principio pensó que podría tratarse del asesino, que aún no había terminado la faena, pero enseguida oyó la voz de uno de sus hijos y entonces entró corriendo y los abrazó a todos como si acabaran de sobrevivir a una catástrofe. Después, preso de un ataque de fiebre, se metió en la cama y estuvo en ella una semana imaginando que su mejor amigo le quitaba el puesto en la oficina.
Antes se agotaba en una persecución de sí mismo, pero el objetivo de esa persecución era la felicidad, aun cuando no llegara a alcanzarla nunca, mientras que ahora, sin haber dejado de perseguirse, sabía que el momento de alcanzarse coincidiría con alguna desgracia. Nunca había tenido un carácter jovial, pero, como siempre estaba corriendo tras de sí, los demás le veían como un tipo nervioso, lleno de vida y energía. Ahora, sin embargo, empezó a mostrarse como un sujeto abatido, pues el estar esperando permanentemente una desgracia le volvió hosco, triste y poco comunicativo. Acabó enfermando, aunque no se sabía de qué, pues no le dolía nada en concreto. Los médicos lo miraron por arriba y por abajo, y cuando al fin lograron descubrirle algo, resultó ser una cosa grave. Cuando se lo comunicaron con toda clase de precauciones, se puso a dar saltos de alegría para sorpresa de todos. La desgracia había sucedido al fin y, por grande que fuera, significaba un descanso. Por primera vez en su existencia, logró alcanzarse y el poco tiempo que vivió fue muy feliz.