MUERTE EN PRECIADOS
Tengo un sexto sentido para identificar a los detectives, así que supe enseguida a qué se dedicaba aquella mujer. Estaba dentro de un coche bien aparcado, en la calle Preciados, y vigilaba un portal del que salía gente con aspecto de trabajar en el edificio. Yo estaba comiéndome unas gambas al ajillo en la barra del restaurante Tres Encinas, mientras contemplaba a través del escaparate, con la curiosidad de un entomólogo, los movimientos de los transeúntes. Al otro lado de la acera había un establecimiento llamado Bocata World, donde muchos trabajadores de la zona tomaban un tentempié a esa hora.
La detective no fumaba ni leía revistas. Si te acostumbras a esperar, ya no necesitas de esas distracciones para quedarte quieto. Cuando yo terminaba mis gambas, la detective sacó de la guantera un bocadillo y le dio tres mordiscos sin pasión antes de volver a guardarlo. Luego destapó un termo de café y tomó un par de sorbos. A continuación, sorprendentemente, se quedó dormida. Era muy joven y me conmovió este descuido, así que pedí un té con limón, encendí un cigarrillo y decidí relevarla en la vigilancia del portal. Al poco, salió un sujeto de unos cuarenta años, con el nudo de la corbata a media asta. Supe que se trataba del vigilado porque tengo un sexto sentido también para identificar a los perseguidos. Miró a un lado y otro de la calle, sin reparar en la detective dormida, aunque su coche estaba frente a él, y comenzó a andar hacia Callao: pagué corriendo y le seguí. Entró en la FNAC, donde compró Las Confesiones de san Agustín y una guía turística de Roma. Luego bajó a la sección de ordenadores y estuvo mirando precios. Creo que se había dado cuenta de que le seguía porque me echó un par de miradas de reojo. Yo, en principio, ya digo, había decidido solidarizarme con la mujer, pero al sentirme descubierto decidí traspasar mi apoyo al perseguido. Así que me puse junto a él y se lo dije:
—Lleve cuidado, creo que le están siguiendo.
—Lo sé —respondió con resignación—. El obispado no confía en mí. ¿Es usted el diablo?
—No, soy un particular. Es que reconozco a los detectives enseguida y he visto a uno aguardando a que saliera usted del portal de Preciados. Se trata de una mujer.
—¿Y por qué me previene si no es usted el diablo? Cuando mis superiores han decidido seguirme, será porque lo consideran bueno para mí.
De manera que me enteré de que era cura, aunque quizá tendría que haberlo deducido antes, por sus compras.
—Creo que van a enviarme a Roma —añadió—, ése es el sueño de mi vida, pero antes quieren cerciorarse de que mi conducta es intachable. En otra época fui un poco mujeriego.
Me ofrecí a despertar a la detective para informarle de que lo único que había hecho durante su sueño era comprar un libro de san Agustín y una guía de la Ciudad Santa. Pareció agradecérmelo, de manera que volvimos juntos a Preciados, donde vimos un gran tumulto en torno al coche. Unos guardias municipales habían sacado el cuerpo de la detective y lo habían colocado en la acera, sobre una manta. Llevaba minifalda, pero estaba muerta. El cura, tras un momento de duda, se agachó y le dio la extremaunción por si su alma permaneciera aún unida a los pulmones. Luego se incorporó y desapareció de mi vista entre el grupo de curiosos. Un policía sacó el termo de la guantera y al destaparlo para olfatear su contenido, percibí un fuerte olor a azufre: el aroma del diablo cuando se volatiliza. Comprendí que el supuesto cura era, en realidad, Satán, de manera que escribí enseguida al obispo, para que no lo envíe a Roma. Pero aún no me ha contestado.