Si fijas la atención en una parte de tu cuerpo, la conciencia se desplaza hasta allí y esa zona se hace más habitable. Me lo enseñó una bruja que se anunciaba en el periódico. Fui a verla para escribir un reportaje sobre el más allá, pero ella se empeñó en hacerme pensar en el dedo gordo de mi pie derecho y ahí empezó todo. Yo, la verdad, ignoraba que tengo dedo gordo en esa zona, o si lo sabía, se trataba de un conocimiento inconsciente, del mismo modo que sé que tengo un píloro. Pero no iba con el píloro a todas partes; quiero decir que vivía como si careciera de él. Con el dedo gordo del pie me pasaba lo mismo hasta que la bruja me invitó a cerrar los ojos, susurrando:
—Procura no pensar en el dedo. Limítate a sentirlo.
Lo sentí, y al poco mi cuerpo no era más que un apéndice de esa formación digital. La conciencia se desplazó hasta el zapato, y comencé a ver las cosas de otro modo. Luego anduve muchos días con la personalidad instalada en aquella región remota, como si se me hubiera caído el alma a los pies, y metí seis goles en el partido del miércoles contra los de contabilidad. Recuerdo que un día iba en el metro con la conciencia envuelta en el dedo gordo, como si se tratara de una venda, y de repente sentí una pena enorme por mis contemporáneos que corrían de un lado a otro sin saber que estaban llenos de posesiones corporales. En entrevistas sucesivas, la bruja me enseñó a ver la realidad desde la tetilla izquierda, y desde ambas clavículas. Recorrimos también las regiones devastadas de la espalda, y luego comenzamos la exploración de las vísceras, donde tuve el placer de entrar en contacto con el píloro. Me pareció mentira haber vivido tantos años sin él: es muy importante. El caso es que ahora voy con el cuerpo entero a todas partes, aunque no estoy seguro de que la gente lo perciba. Pero lo más notable es que aprendí a proyectar la conciencia donde me daba la gana. O sea, que a lo mejor estaba en un cóctel y mientras fingía prestar atención al cónsul, mi conciencia saltaba sobre el canapé que se introducía en la boca la mujer del embajador, de manera que pegado al bolo alimenticio recorría a la dama por dentro y me volvía loco por sus entrañas.
Lo malo es que todo era mentira: pura sugestión, porque la mujer del embajador no notó nunca la presencia de mi conciencia en su intestino grueso, no sé si porque la conciencia es una fantasía del cuerpo o el cuerpo una creación de la conciencia, lo cierto es que una de estas dos cosas no existe sino como alucinación. ¿Pero en cuál dejo de creer si las dos parecen tan reales como la vida misma? El asunto se complica si pensamos que la bruja me enseñó también a recorrer Madrid sin necesidad de moverme de casa.
—Piensa en Cuatro Caminos —me susurraba al oído.
Y yo me ponía a pensar en Cuatro Caminos con una intensidad enorme hasta que veía la glorieta dentro de mí. Recuerdo que un día vi pasar a mi cuñado y luego le llamé por teléfono para comprobar.
—¿Has pasado por Cuatro Caminos esta mañana?
Me dijo que sí, y a mí aquello me pareció un éxito, pero tuvo que ser una casualidad, porque luego me puse a pensar en López de Hoyos y de repente vi salir de La Ostrería a la mujer del embajador; me di cuenta de que era una sugestión porque ese mismo día se había ido a África con su marido. Y esta mañana intenté seguir los pasos de Álvaro Baigorri, el empresario que ha desaparecido después de firmar la separación de bienes, y acabé en Viena. Yo no conozco Viena, por eso sé que no estuve allí, porque uno no puede ir con la conciencia a lugares que no conoce. Total que con todo esto he empezado a preguntarme también si existe Madrid o es una creación de los sentidos. ¿Pero de qué sentidos, si ya hemos dicho que quizá el cuerpo no sea más que una alucinación de la conciencia? ¿O era al revés? Todo se ha vuelto muy confuso. ¿Y los cócteles? ¿Existen los cócteles? Espero que sí, porque sin ellos tampoco habría cuerpo diplomático, y mi vida sólo tiene sentido cuando la mujer del embajador se toma un canapé conmigo dentro.
—Piensa en tu dedo gordo —me dice la bruja.
Y a mí se me cae el alma a los pies, pero ya ni me molesto en recogerla, porque el alma es mentira. Y si no es mentira el alma, lo es el cuerpo, o sea, que una de las dos cosas no existe, así que lo mejor es quedarse quieto en cualquier rincón de esta ciudad imaginaria hasta que seamos capaces de distinguir lo fantástico de lo real. Buenos días.