ME HABRÍA GUSTADO SER MÉDICO
He visto muchas veces en las películas esa escena en la que una azafata se dirige al pasaje y pregunta si hay algún médico a bordo. Generalmente, es para atender a una embarazada que está dando a luz; una estupidez: cualquiera puede hacer eso. En Madrid, el ocho por ciento de los niños nacen dentro de un taxi, o sea, que hasta un taxista, si se empeña, puede parir algo. Pero a veces se trata de cosas más serias, a las que hay que enfrentarse con unos nervios de acero como los míos, porque de ello depende que el paciente fallezca o sobreviva. Las paradas cardiorrespiratorias, por ejemplo, son muy difíciles de sacar adelante. Hay que masajear con fuerza la caja torácica para que el corazón se ponga en movimiento y comience enseguida a entrar aire en los pulmones. En una película que vi de pequeño, un médico, al dar un masaje de corazón a alguien que estaba a punto de morir, le rompía tres costillas. Pero lo hacía por su bien. Y en el cine, a las mujeres que pierden los nervios les dan una torta o dos. Y si vas a rescatar a alguien que se ahoga, lo mejor es que empieces pegándole un puñetazo en la nuca para que pierda el sentido y se deje conducir dócilmente. Muchas veces, para hacer una venda, si estás en un sitio con falta de medios, has de desgarrar una blusa. Todo esto son males menores en comparación con el bien que vas a proporcionar al agonizante.
Yo creo que éste es uno de los aspectos que más me gustan de la medicina: las costillas rotas, las bofetadas ansiolíticas, el puñetazo en la nuca y el ruido de la blusa al desgarrarse. A veces, en mis fantasías, imagino que logré estudiar Medicina y que soy un gran cirujano. Entonces me veo entrando en el quirófano con una bata verde y lo primero que hago para poner las cosas en su sitio es dar un par de bofetadas a las enfermeras que me van a asistir: tengo un equipo magnífico, pero un poco histérico. Luego me pongo a operar y cuando ya he abierto el tórax del paciente y tengo su corazón latiendo en mi mano, el anestesista, que está junto a mí controlando las constantes vitales, sufre un infarto de miocardio con parada cardiorrespiratoria y cae al suelo. Las enfermeras, como es natural, se ponen histéricas y tengo que abofetearlas otra vez. A continuación, abandono el corazón del paciente en cualquier sitio y me inclino sobre el anestesista. Me doy cuenta enseguida de que si no le rompo tres costillas, no podré masajear su corazón, así que le doy un golpe certero con el canto de la mano y se oye el crujido característico de la caja torácica cuando se cae al suelo desde una gran altura. El anestesista empieza a respirar, pero a una enfermera se le cae un apósito justo sobre su boca y el anestesista se lo traga. La cosa es que le entra por mal sitio y comienza a ahogarse. Entonces yo tomo un bisturí y le hago en la garganta una incisión por la que comienza a entrar aire a los pulmones. Para limpiar la sangre, porque entre unas cosas y otras se ha puesto todo perdido de sangre, le arranco la blusa a una de las enfermeras, la desgarro e improviso una gasa limpiadora. Es cierto que al ver a la enfermera sin blusa me excito sexualmente, porque además de cirujano soy sexólogo, pero me aguanto las ganas porque he hecho el juramento hipocrático y sé que no está bien hacer esas cosas dentro de un quirófano, en medio de una operación a corazón abierto y con un anestesista infartado en el suelo. Entonces, la enfermera, al ver que no le hago caso, se pone histérica como es natural y tengo que abofetearla...
Se trata de una fantasía con infinidad de variantes; de hecho llevo con ella seis o siete años y aún no he llegado al final, porque luego, cuando el director de la clínica viene a felicitarme, le da un ataque de epilepsia de pura envidia que me tiene y he de meterle un bolígrafo atravesado en la boca para que no se muerda la lengua. Así que el otro día estaba en una cafetería de Aluche con aire acondicionado, tomándome unas tortitas con nata, cuando preguntaron si había algún médico entre el público. Por fin, dije, ésta es mi oportunidad. De manera que iba a ponerme ya a dar tortas y a desgarrar blusas cuando me dijeron que era para ayudar a un parto. ¡Qué tontería, dije, avisen a un taxista! Y volví a mi fantasía favorita mientras mojaba la tortita en un poco de sangre.