¿Quién no ha visto agonizar en medio de espantosos sufrimientos a novelas que tenían toda la vida por delante? Nunca se sabe de qué depende su supervivencia; lo cierto es que a veces se les corrompe la sangre y no hay transfusión de tinta que las reanime. Lo más sensato, aunque no lo más fácil, en situaciones así es avisar al crítico forense para que levante el cadáver y firme el certificado de defunción. Muchos no se resignan y hacen con el cuerpo del relato auténticas barbaridades con las que sólo consiguen prolongar su agonía. Un escritor amigo mío, al que se le estaba muriendo una novela corta entre las manos, la llenó de tubos y le metió dos dosis diarias de monólogo interior durante dos semanas. El monólogo interior, en dosis altas, produce en el cerebro de la trama lesiones irreversibles, así que sobrevivió, pero en unas condiciones espantosas. Él, de todos modos, la quería.
Con las frases, aunque tienen menos células, pasa lo mismo. Delante de mí han muerto oraciones enteras que un momento antes tenían un aspecto excelente. De súbito, les falla el adverbio, que es el encargado de filtrar los humores glandulares, y se quedan en el sitio, con un color horrible, por cierto, aunque les inyectes enseguida un plural mayestático. El adverbio es más delicado que el hígado; se obstruye con nada. Un amigo le escribió a otro: «Te quise como buenamente pude», y la frase falleció antes de que le llegara por culpa del «buenamente», que no filtraba bien el afecto. Se la podía haber mandado desadverbiada: «Te quise como pude», pero habría quedado raquítica. El adverbio, si es bueno, matiza mucho la amistad, la hace más digerible y llevadera. Pero hay pocos y el trasplante te cuesta un riñón.
De todos modos, algunas novelas muertas pueden venderse como vivas con la ayuda de un forense poco escrupuloso y el amor del novelista. Pero hay que sacarles las vísceras, que se descomponen enseguida, y rellenarlas de serrín.