Vicente Holgado se casaba sucesivamente porque tenía miedo a las diversas muertes que acechan a los solteros, pero se divorciaba sucesivamente también porque lo que más le gustaba del mundo era la libertad. Hace poco, encontrándose en uno de sus periodos de divorcio, un tirón muscular le atravesó el pecho mientras se duchaba y se quedó seco, inmovilizado: cada vez que intentaba elevar una pierna para abandonar la bañera, se le desgarraba el cuerpo. Finalmente, aullando de dolor, se dejó caer sobre el suelo esmaltado, desde donde intentó cerrar el grifo inútilmente: sólo el pensamiento de levantar el brazo le dolía.
Entonces se puso a llorar; al principio no lo notó, porque las gotas de agua se confundían con las lágrimas y resultaba fácil hacer pasar una cosa por otra. Pero cuando transcurrió el tiempo y el nudo muscular del pecho, lejos de deshacerse, se endureció, sintió un ataque de pánico. De todas las muertes de soltero que había sido capaz de imaginar, la de la bañera era, con mucho, la peor. El agua, de súbito, comenzó a salir más caliente, de manera que intentó acercarse a los grifos para manipularlos con la boca, pero todos sus esfuerzos resultaron fallidos. Parecía un náufrago al revés, o quizá un reptil en el fondo de un desierto esmaltado. Quiso llorar con desesperación, pero la desesperación le obligaba a mover demasiado los músculos del pecho, lo que le producía terribles dolores. Finalmente, su llanto se transformó en un gemido prolongado y monótono. En esto, oyó sonar el teléfono en el salón, pero el timbre le pareció una carcajada diabólica; de todos modos, por si se producía un milagro, musitó varias veces en voz baja: «Diga, diga...». Precisamente, un amigo obsesivo que ahora estaba en Nueva York había prometido traerle un inalámbrico para hacer frente a situaciones como ésta. No cabía imaginar peor suerte.
Por otra parte, había cambiado la bombona de butano la semana anterior, de manera que quedaba agua caliente para rato. Y lo peor es que su temor a morir por inhalación de anhídrido carbónico, que es el gas que producen los calentadores cuando queman mal, le había llevado a colocarlo en el tendedero: no había, pues, ninguna posibilidad de fallecer dulcemente asfixiado.
Cuando más negros eran sus pensamientos, oyó ruidos en la puerta de entrada y luego unos pasos recorriendo el salón. Con un hilo de voz, porque si gritaba mucho sentía un puñal en la mitad del pecho, empezó a pedir socorro. Al fin se abrió la puerta del cuarto de baño y apareció su última exmujer, que aún tenía una copia de la llave porque había quedado en volver a por sus cosas cuando él no estuviera. Permaneció un rato en la puerta, como si estuviera sumida en una ardua reflexión, pero después hizo como que no había visto nada y salió. «¿Seré un sueño?», pensó, y continuó llorando mientras oía los tacones de la mujer y su voz, que entonaba un bolero.
De súbito pensó que Madrid era muy grande y que sucedía de todo; es decir, que en ese mismo instante habría alguien más agonizando como él en el suelo de una bañera. Poco antes, había leído en el periódico que una anciana permaneció tres días en la de su casa antes de ser rescatada. Cerró los ojos e intentó establecer una comunión espiritual con los desgraciados que se encontraban en su situación. Entró en contacto con cuatro, todos muchos más viejos que él, y los ayudó a morir mientras su exmujer recogía sus últimas cosas y remataba el último bolero. Cuando se fue, cerró la puerta sin violencia: era la primera vez que una mujer se iba de su casa sin dar un portazo y eso le pareció una conquista moral por la que merecía la pena morir.