Ése fue el legado de madame Chifflet. La revelación de aquellas charlas de alcoba en las que Damián Ceniceros le había confiado su traición. ¿Así que un traidor? No. ¿Impostor? No precisamente. ¿Farsante? ¡Eso! Mi padre, Damián Ceniceros, un farsante de toda la vida.
En la guerra coexisten dos obligaciones elementales: aniquilar al enemigo, desde luego, pero también salvar la vida. La propia vida. Era algo que compartíamos mi padre y yo, aunque en circunstancias distintas. Así que debía retornar al punto de inicio, al menos anímicamente, cuando en Auvers sur Oise decidí que El Camino (con mayúsculas) me permitiría escabullir de mis persecutores. Era lo que había ordenado el licenciado Ezequiel Tavares a través del cable interoceánico.
Adiós.
Llevaba pedaleando varias horas cuando me asaltó una carcajada. Tuve que detenerme. Había imaginado la cara del ladrón al destapar la caja de galletas, «surtido danés», y enfrentar las cenizas de mi madre. ¿Qué clase de broma encerraba aquello? ¿Y si probaba las reliquias imaginando un delicioso pinole? Mi madre comida por un peregrino santiaguero. Comulgándola. Lo más probable (me consolé) era que el ladrón ya hubiese arrojado aquella escoria a un lado del Camino. De seguro que alguna partícula, llevada por el viento, acabaría por aterrizar en la añorada Astorga de sus abuelos. Polvo al polvo, lo estipula el Antiguo Testamento.
La campiña leonesa es menos árida que el territorio castellano. Será que la humedad oceánica llega con los alisios y mima el terruño diseminando huertos y dehesas donde medran los corderos. En las llanuras más altas, por cierto, crecen los viñedos «castigados de sol» y que escurren hacia el Duero. Algunos de ellos producen el famoso vino verde gallego.
Dos días después del cisma, a punto de llegar a Portomarín, me pareció ver el Citroën referido por madame Chifflet. Destartalado, la carrocería en verde y el techo rojo, modelo DS (aquel con forma de pato). Iba pedaleando distraídamente por la carretera antigua cuando lo vi pasar a doscientos metros, por la autopista que corre paralela.
Posiblemente ahí viajaban los verdugos de la secta Chicome Técpatl de la que escapé —un año atrás—en las inmediaciones de la Cabeza de Juárez. ¿Cómo se llamaban sus atávicos miembros? El carpintero Simónides; Pedro Tilmiztli, que es... o era radiotécnico; el sepulturero Cuauhtli y El Cuatro, mi estrábico ejecutor. Un súbito repelús me recorrió el cuerpo. ¿O se trataría de una pandilla de sicarios perteneciente a la temible Cofradía Nacionalista del Tepeyac? La verdad, ya no me importaba.
Me sentía disminuido, igual que si me hubiese pasado encima el bulldozer que trajinaba en el embalse del río Minho, no lejos de ahí. Experimenté de nueva cuenta un largo escalofrío y en algún punto debí detenerme para vomitar. Algo me ocurría. ¿No me habrían envenenado en la tasca de Sarría, donde pernocté? Aquel queso de cabrales que sabía a pasta de dientes.
El caso era que me encontraba enfermo. Muy enfermo. En el siguiente albergue se lo advertí al patrón del alojamiento. Me aislaron en una habitación para mí solo pagando 500 pesetas la noche.
Una sed imposible. Beber, compensar el sudor que empapaba la almohada, un paño humedecido en la punta de tu lanza —oh, gentil centurión—porque mi garganta es un páramo en abandono. Un cazo de barro saliendo del horno. Un terrón de tepetate. ¡Ah, la sed! Qué diera por una caña de cerveza, un gin & tonic, un sorbo de agua en el bebedero de mi infancia. Agua.
En algún momento escuché la voz del posadero quejándose al retirar la bandeja, por cierto intacta. «Joder, con que no haya cogido una de esas enfermedades exuberantes... malaria, ébola, que me contamina la casa.» Y le faltó, porque debo padecer filariasis, mal de Chagas, dengue hemorrágico, tifoidea, una esquistosomiasis, o fiebre quebrantahuesos.
Morir en Galicia. Morir en París. Morir en Tlatelolco. Morir en Nagasaki. Morir en Stalingrado. Morir en Trafalgar. Morir en Jerusalén. En algún sitio habremos de diñarla. Un metro cuadrado, una trinchera, el rinconcito donde terminaremos por caer para exhalar, como dicen los bardos, «el último aliento». Después nada. Y lo peor, que fuimos vencidos por un microbio. Una bacteria, un virus, el miasma. «Aquí yace el réprobo.»
Madre del Consuelo, Madre de Piedad, Madre del Alivio, dame de beber. ¿No ves que ardo en las llamas del Hades? Mi boca es incendio. Me queman las palabras. El ascua permanente de mi garganta. Dame de beber. Un té de tila para estarme ya en paz. Un agua de chía y me callo. Un tepache para dormir por siempre. Dame de beber. Madre, Virgen de los Desesperados, Abuela Nodriza. Beber, dame de mamar tu leche santa. Calostro de los inocentes, ¡oh, Bendita!, iníciame. Tu leche que apaga el mal, Xóchitl María, permite que me sacie en tus pechos, Virgen María de Guadalupe, bienaventurada sea tu leche. Hártame, cólmame, derrámame. No su sangre crucificada; sí tu leche en secreto. «Mama, mama», suplica la madre en el arrullo, «mama, criatura mía, mama de mis senos.»
Entreabrí los ojos y ahí estaba ella. Doña Cloranfenicol, «una grajea cada seis horas, hasta que cesen las evacuaciones». Ella mi madre, Xóchitl de María, como siempre cuando los temblores y la fiebre. ¿A qué edad me destetaste? Ingrata. ¿Te mordía el pezón? Dame de beber, Clo.
—Elle est enfin descendue à trente-sept degrés, mon cher.
Había dejado de tiritar. Ella retiraba de mi boca el termómetro y me ofrecía un vaso de agua. Por fin, con sus doce letras, un vaso de agua.
El quid radicaba en que ella había reconocido mi Pinarello fuera del albergue. La bicicleta que fue de Hélène, la hermosa prófuga. Estábamos en Palas de Rei, a una jornada de Santiago, donde reposa el apóstol Jacobo de Zebedeo. Ella me había salvado y el premio fue dormir entre sus brazos.
Más que mi salvación, lo que en realidad ocurría era que simplemente la había perdonado. Convaleciente como estaba, mi desempeño en la cama apenas fue suficiente. «Cuando la fuerza mengua...», afirman los sátiros. Cloranfenicol, testosterona, aspirina. Somos un matraz de laboratorio que suelta pedos, suspiros y eyaculaciones.
La segunda noche las cosas fueron mejor aunque con una lamentable sorpresa. Arzúa es la antesala de Santiago y por allí pasan cientos de miles de peregrinos cada año. En la Casa Brandariz, donde nos hospedamos, hay un «muro de postillas» en el que los viajeros apuntan con plumón sus comentarios piadosos. La mitad de las opiniones pertenecen a españoles y es interesante seguir el registro de todo tipo de forasteros. Janusz Kolarska, por ejemplo, que llegó en 1971 de Varsovia. Nelson Teixeira en 1984 de Recife. Viviana Trotti en 1977 de Nápoles. Marcus McLinell en 1969 de Montreal. Magdalena Santacruz en 1959 de Santa Fe de Bogotá... «Que el cielo te bendiga esta noche, viajero, y sus estrellas te acompañen como si fuese la última.»
Es lo que se llama fe cristiana.
La verdad era otra. Estábamos haciéndonos los tontos, simplemente eso. Haraganeábamos alrededor de la hostería pues reemprender el viaje significaría concluir el idilio. De sobra sabíamos que veintisiete kilómetros después, al llegar a Santiago, iba a acabar todo y Claudine retornaría a su local de costura. Yo, al demonio. Así pernoctamos (bueno, es un verbo) durante dos días. La noche del martes —que fue 13 de mayo—ocurrió la redención de madame Chifflet.
Estábamos borrachos y desnudos. El cuerpo de Clo (ya lo he dicho) sufría el asedio de la celulitis; venas verdes surcaban sus pechos y las estrías de los ojos asomaban apenas sonreír. En algún momento, cuando ya caía la noche, llevé a la cama a Pancho. Me puse a jugar con el payaso que ella carga como amuleto: lo paseaba por su cuello para besarla, por su vientre, por su pubis como si estuviera fornicándola. «Oh, qué mujer tan hermosa», fingí la voz del muñeco mientras se estremecía sobre su pubis.
Entonces Claudine comenzó a llorar en silencio.
Eso terminaba. No hay final feliz. El adiós de los amantes duele como alfanje en las entrañas.
—¿Quieres que te acompañe a Marsella? —dije por decir.
Clo sonrió y llevó los ojos al cielo.
—Ay, Matías, si tú supieras...
—Si yo supiera qué.
—Ese muñeco, Pancho, me conoce mejor que tú.
—No lo dudo. Tiene la nariz grande —lo alcé juguetonamente.
—«Pancho» es Francisco, ¿verdad?
—Sí, claro. ¿Por qué la duda?
—Así bautizaron a mi hijo.
—¿Perdón?
Entonces Claudine comenzó a llorar sobre mi pecho. Parecía entrar en un frenesí descontrolado. Sollozaba.
—¿Qué hijo? ¿De qué estás hablando?
—«Francisco Ceniceros», se debería llamar. Pero nació muerto; es decir...
¿Qué es hoy? ¿Viernes o sábado? Un día más, simplemente, y quisiera detener la mañana que ya se anuncia. El carro municipal de la basura con sus pitidos de pájaro, tuit, tuit, tuit, y los gritos retozones de los niños corriendo al colegio.
En otras circunstancias la situación sería por cierto grave. Despertarla. «Nos ha ganado el sueño —le diría alarmado—. Tienes que ir donde tu marido.» Toda una noche de amor y todo el amor en una noche.
Antes no había reparado en ello. Estoy hablando de sus pecas apenas insinuadas. ¿Le habrán salido con la edad? ¿Las llevará desde niña cuando correteaba junto al Garona hasta arrojarse en su caudal? Me lo contó anoche al revivir a esa niña feliz que ya no existe.
¡Ah... la duermevela! Me he quedado dormido mirando su espalda. Unos minutos que nos arrojan, sin más, el primer rayo solar que se incrusta como clavo a través del postigo. El ardor del nuevo día fundiéndose al cesio 137 que gravita en la atmósfera. Pero óiganlo bien: bajo el techo de esta posada, la Casa Brandariz, nada nos ocurrirá. Permaneceremos guarecidos hasta el último de nuestros días comiendo pimientos de Padrón y bebiendo vino verde.
El resplandor es incontenible. Escurre por el aposento y resalta el trazo de los arabescos en la pesada cortina doble. Semejan una voluta que es una planta que es un rizo inacabable... resabios del arte mudéjar en la repulsa a toda imagen. Díganmelo a mí, el gran iconoclasta. Además la refulgencia permite reconocer los pantalones aventados sobre el sofá, el televisor estropeado y la mochila de ella que pesa rigurosos nueve kilogramos (incluido el sleeping bag que casi no usa). A ello habría que añadir las sábanas penetradas de humedad, el dosel que anoche nos hizo comportar como achispados marqueses, el goteo fastidioso del lavabo y el payasito sobre la cómoda. Pancho, que ha sobrevivido con ella trashumancias y desamores. Una vez más estuvo ahí como testigo inoportuno de nuestros afanes sicalípticos.
El día surge, me niego a desplazarme al baño, he despertado con una moderada tumefacción que me sugiere reintentar el juego de juegos. ¿Por qué no? Excederse es apenas comenzar, ¿o debo proceder a cubrirla paternalmente con la sábana?
El animal que habita dentro de mí terminará por vencer. Me azuza todo el tiempo. Desnudos al fin, todo será como en el Edén mientras no irrumpa el tañido de las campanas llamando a tercia. Un cuerpo buscando a otro cuerpo. ¿No ha sido la propensión que nos ha permitido sobrevivir al infortunio?
No quisiera despertarla, no al menos de esta manera. Entonces llega una mosca a posarse sobre su cadera. ¡Fua!, bicho, vete. Extiendo mi mano hasta ella:
—¿Clo? —la llamo.
Pero mejor vayamos al principio, cuando me percaté del secreto. Llamémoslo «el secreto de secretos».
Era de no creerse. La vida es milagrosa y un útero lesionado no la detiene. El escarmiento al que fue sometida en Foix, cuando la rabiosa liberación, le ocasionó el desgarre de un ovario. El otro funcionaba esporádicamente y por ello madame Chifflet menstruaba muy de vez en vez. Un jueves por la mañana, remando en el lago de Chapultepec, Claudine sufrió un desmayo. Acudió al médico y éste le dio la noticia: «Está preñada, señora; felicidades». Los gametos de Damián Ceniceros resultaron por demás vigorosos. A poco de eso, sin embargo, ocurrió una leve hemorragia que cambió el diagnóstico. El embarazo era extrauterino y tenía muy pocas posibilidades de evolucionar. «La gestación ectópica es del todo desaconsejada, señora. Lo que la ciencia marca, por el bien de usted, es interrumpirlo. Una inyección de metotrexato y a la semana todo será un mal recuerdo.» Pero Claudine se negó a la diagnosis del galeno. Exigió que le aplicaran un estudio de ultrasonido y ahí asomó una esperanza: el embrión se había instalado no precisamente en la matriz sino en la boca de una trompa. Un caso de pronóstico embrollado. Y Claudine, feliz por la noticia, celebró la derrota de su endometriosis y comenzó a buscar un nido para establecerse con Damián, quien tampoco salía de la sorpresa. Era julio de 1963 y el asesinato de John Kennedy no tardaría en asolar al mundo. La francesa no tuvo empacho en anunciárselo a su marido y abandonó la casa para iniciar los trámites del divorcio. La esperanza se extendió todo ese año. Clo se mudó provisionalmente al apartamento de la viuda Bouffard, por entonces directora de la Alianza Francesa, y comenzó a impartir el primer curso de francés. Iban a ser unas cuantas semanas mientras hallaban la casa apropiada, pero el asunto se fue prolongando por la desidia de su amante.
Damián dormía una noche con ella y otra en el hotel San Cosme, adonde se había mudado, además que de vez en cuando visitaba secretamente la casa familiar donde la entristecida Xóchitl María lo recibía con pesarosos monosílabos. Dormía la siesta en su cama antigua y la abandonaba para dirigirse a la redacción de El Día. A la semana treinta y seis del embarazo, un miércoles por la tarde, a Claudine se le reventó la fuente. Experimentó un «tris» dentro de ella —fue lo que refirió a los enfermeros—y la tibieza amniótica empezó a escurrirle por las piernas. «Queridos alumnos, creo que debo interrumpir la lección», anunció. De la Alianza Francesa a la ambulancia y luego al Sanatorio Castell. La clínica era administrada por un oscuro amigo de Ceniceros que prometió reducir los costos del internamiento. Ahí la recibió el doctor Merino, quien de inmediato la introdujo en el quirófano. Aquello se complicaba, el producto no había cumplido los ocho meses, fue necesario anestesiarla y proceder a la cesárea. Horas después despertó presa de la fiebre y el doctor Merino se encargó de comunicar prudentemente las dos noticias: la madre sufría una fiebre puerperal (por lo que le estaban administrando fuertes dosis de antibióticos) y «el producto» había muerto a causa de una asfixia perinatal.
—Apenas alcanzaron a bautizarlo en sus minutos de agonía.
Damián se había encargado de todo. Lo llamaron Francisco y ya estaba incinerado. Lo que seguía era aumentar las dosis de ampicilina pues la fiebre no menguaba. Una bondadosa enfermera, Brígida Cipactli, fue quien se encargó de cuidarla día y noche como si fuera su ángel de la guarda:
«Ay, señora, ¿ya nos aliviamos?» «Ay, señora, Dios nos puso en este camino.»
Y Damián, que se apareció hasta el segundo día con el ramo de nardos y una caja de chocolates, se disculpó con toda frescura. Gustavo Díaz Ordaz, que se perfilaba como el candidato presidencial de las inminentes elecciones, le había solicitado integrarse como asesor de Prensa y Medios. Los chocolates, por cierto, fueron proscritos por el doctor Merino hasta que superara el cuadro febril. Phillipe también la visitó un par de veces, con rostro cariacontecido, acompañado por el silencioso Gian Carlo. «Lo que necesites, cariño; házmelo saber.» Luego de muchos días Claudine pudo abandonar el sanatorio para reincorporarse a sus clases en la Alianza Francesa, toda vez que por fin localizó la casa idónea en la colonia Narvarte. Semanas después, para superar el trauma, Damián y ella hicieron aquel viaje a Guanajuato donde se les unió el payasito Pancho, con su cara de imbécil feliz.
—De no creerse —debí comentarle.
Claudine hizo a un lado el muñeco de sombrero a lo Chaplin. Le costó concluir la historia:
—Aquello no resistió. Tu padre se entregó al brandy y me repudió; nunca habitó en esa casa...
—Me acuerdo, sí. Fueron los días en que abandonó también a mi madre. 1964, el año en que dejé de hablarle.
—Luego de aquello me reconcilié con Phillipe. Él me necesitaba, y yo a él también.
—Me lo estoy imaginando.
—Pero en 1967, cuando estábamos a punto de mudarnos a Ottawa, ocurrió lo peor. Habían nombrado a Phillipe cónsul general en el Canadá.
—¿Eso fue lo peor?
Clo se mordió una uña. Lanzó una mirada al payaso inerme sobre la almohada.
—La mañana de ese día, muy temprano, se presentó Brígida Cipactli. Que le urgía hablar conmigo. El vuelo era a las tres de la tarde y aquello era una locura. Once maletas que pagarían sobrepeso.
—Qué quería la señora esa.
—Brígida, la amable enfermera, se presentó para decirme que el niño... mi hijo, no había muerto al nacer.
—Cómo. ¿No dijeron...?
—Damián se lo llevó. «Ay, señora, Dios habrá de perdonarme. El señor Ceniceros se lo llevó no sabemos adónde; seguramente para adopción porque el doctor Merino estuvo de acuerdo en ese enredo. Ay, señora... a mí me dieron mil pesos por quedarme callada y guardar el secreto, pero ahora que supe que usted ya se va, no pude aguantar más. Es lo que vine a decirle.»
—¿Tu hijo, vivo?
Claudine se estremeció. Buscó la blusa para cubrirse. No lograba contener las lágrimas.
—En ese momento decidí que así debía dejar las cosas. El niño tendría seguramente una familia; estaría cumpliendo ya cuatro años...
—¿Damián hizo todo lo que cuentas?
—Mi hijo mexicano que...
Y madame Chifflet se arrojó en llanto sobre mi hombro desnudo.
Pero la mala noticia no fue ésa. A la mañana siguiente, cuando abandonábamos la Casa Brandariz para proseguir la ruta, descubrimos que nos habían robado las bicicletas. Con todo y cadena de seguridad. Los errabundos somos los del mundo.
Llovía sobre Santiago. Era la última luz de aquel viernes y escurríamos como sopa a pesar de las mangas ahuladas.
—Ah, Compostela enfin —dijo ella al señalar las torres de la milenaria catedral. Luego estornudó.
Habíamos cubierto a pie el último trecho del Camino y ciertamente nos flaqueaban las piernas.
—¿Te había dicho, Matías, que el domingo es mi cumpleaños?
—Sí, claro. ¿Pastel o piñata?
—La edad prohibida.
—Supongo.
—Después de ti, ya no tendré a otro hombre.
—No exageres.
Conseguimos alojamiento en el hotel Casas Reais, a dos cuadras de la Praza do Obradoiro. Luego de hospedarnos decidimos hacer una siesta así, tal como llegábamos, apenas descalzarnos.
Despertamos poco antes de la medianoche, con jaqueca y desgano.
—Anda, Clo, acompáñame. Debe de haber algún bar abierto. Necesitamos comer algo. Y beber.
—Preferiría quedarme, querido. No me siento muy bien —y volvió a estornudar.
—Debes estar resfriada. Anda, acompáñame; tres copas y el bicho muere borracho.
Pareció dudarlo. Me dispensó una mirada condescendiente. Como la madre que cede ante el muchacho caprichoso.
—Dame un minuto —y se encerró en el baño para arreglarse.
Ocupamos una mesa en el Sant Yago, cuya especialidad eran los pimientos de Padrón. Compartimos una tortilla de patatas y dos botellas de vino verde Alvarinho. Fuimos los últimos clientes en abandonar el lugar. Debía pasar de las dos de la madrugada.
—¿Mañana abrazamos al apóstol? —me propuso.
—Pero hoy a ti —le respondí y en el estrujón la columpié en el aire.
—Ayyy, deja, eres un tosco.
—¿Tú crees? —y la besé (o la mordí) en el cuello.
—Igualito a Damián —susurró.
Esta vez no sentí celos ni ultraje. Yo era mi padre y mi padre era yo.
Esa noche me permití un escarceo impropio entre sus muslos. Pareció sufrir un espasmo. Después, ella sobre mí, se animó a confesar algo que nunca me había dicho. ¿Es tan difícil conjugar ese verbo de cuatro letras?
Estábamos beodos (seguramente fue eso) además de extenuados. Veintisiete kilómetros a pie y todas las copas de Alvarinho aúnan, ciertamente, una cuota excesiva. Soltó un gemido de placidez y rodó a un lado para quedar de espaldas. De esa manera evitaría el resplandor de la ventana al amanecer. Pensé abrazarla, compartir la tibieza del momento, pero Morfeo venció.
Desperté con la pesadilla. Las primeras luces ya se anunciaban y en el colegio yo era el único en mitad del patio. Esperaba angustiado a que el profesor Bermúdez pasase lista. «Ceniceros, Matías.» «¡Presente!»
Sábado 14 de mayo, 1986, el año de Chernóbil.
Clo seguía acostada de espaldas y podríamos intentar un segundo encuentro de madrugada; sólo que me pareció excesivo. Debía cubrirla con la sábana. Aquella placidez era envidiable. Miré la curva de su talle y experimenté la tentación de posar mi mano en ese pliegue de serenidad. Con el deseo volví a quedar dormido.
Me espabilé una hora después, ¿o dos?, con el pene erecto. Y encima la vejiga cargada. Claudine permanecía inmutable a dos palmos de mi rostro. Dejé la cama con sosiego para no despertarla. Oriné sin batir el agua para evitar el ruido. De pronto perdí el equilibrio. El mareo persistía recordándome las dos botellas, excesivas, de Alvarinho.
Ésa es la vida, pensé. Beber, mear y conversar. Evitar el olor de los orines.
Retorné a la cama cuando el primer rayo de sol se colaba entre las cortinas y tocaba una calceta de Claudine. Parecía contagiarle vida. Un ser extraño echado sobre el parquet arrullándose con esa tibieza repentina. Un zorro blanco, un armiño. Volví a recostarme y deduje que era la hora de reiniciar la marcha. La noche anterior, con la última copa, habíamos pactado continuar hasta el océano. La Coruña, Vigo, Pontevedra. No terminar nunca la ruta jacobea y retornar a los Pirineos. Tal vez adquirir otro par de bicicletas y prolongar el Camino hasta que concluyera el verano.
Eso.
Una mosca se posó de pronto sobre la cadera de madame Chifflet. ¿Por dónde había entrado? Le soplé una y dos veces; tres, pero no se iba. Extendí el brazo y el insecto voló. Entonces posé la mano en su cintura (adivinando que el desayuno sería sobre las sábanas), cuando su algidez me alarmó.
—¿Clo? —la llamé.
No me escuchó. Claudine estaba muerta.
El local del Café Bicoca es reducido y queda a la vuelta del hotel. Era una mañana soleada, tibia, y en la terraza permanecían varios parroquianos. Leían el periódico, fumaban, consumían el café cortado con una ensaimada.
«Perdonen ustedes... pero aquí arriba, en la habitación 202, yace el cadáver de la amante de mi padre. Es decir, de mi padre y mía. Es una mujer que... era una mujer demasiado castigada por la vida; bueno, ¿y quién no?», pero permanecí callado.
Respiraba con dificultad. No me había rasurado. Me temblaban las manos.
Era inexplicable. ¿Un síncope cardiaco? ¿Una asfixia por reflujo? ¿Apnea del sueño? (De eso murió el padre de Gina.) ¿Síndrome de Brugada? ¿Muerte de cuna... a los sesenta? ¿Hiperventilación alveolar? El caso era que aquella muerte súbita parecía como un rejón asestado por el Arcángel Favorito.
Pedí otro cortado y una copa de brandy. Eran las once de la mañana y seguía allí víctima de la catatonia. Alcé un ejemplar abandonado de El País, que a tres semanas del accidente ofrecía un nuevo reportaje sobre Chernóbil. En las páginas interiores se informaba que Mijaíl Gorbachov había pernoctado en Polesia, a 28 kilómetros de la planta siniestrada, y había comentado que era el momento de «impulsar como nunca» las iniciativas de la Perestroika y la Glasnot. Apertura, democracia, transparencia, participación. «Ahora nuestra labor está en los ojos del mundo y no hay motivos para ocultar la verdad. Los días por venir serán la prueba de nuestro destino en la historia.» Además habían iniciado los trabajos para sepultar el complejo nuclear bajo un sarcófago de plomo y 500 mil toneladas de concreto.
Estupor, melancolía, desasosiego.
Llamé al mesero.
—La cuenta, por favor —solicité—. Y perdone, ¿tienen teléfono público?
El empleado señaló una cabinita junto a la caja del bar. Dejé la mesa y acudí al rincón. Había revisado la agenda de Claudine, y me parecía que la clave estaba en esa entrada: «Buttes-Chaumont». Llamé y esperé varios tonos. Al quinto respondieron:
—Allô!
—Estoy buscando al señor Magné —anuncié en francés—. Monsieur Phillipe Magné.
—No se encuentra ahora, ¿quién lo busca?
Creí identificar a mi interlocutor. Respiré dos veces.
—Tú debes ser Gian Carlo, ¿verdad?
—¿Quién llama?
—Tengo un mensaje para el señor Magné. Es urgente; ¿puede usted anotar?
—¿Quién llama?
—Soy Matías, el hijo de Damián Ceniceros. Apunte usted: hotel Casas Reais, en Santiago de Compostela, Galicia. En España. ¿Apuntó?
—Sí.
—Ahí está el cadáver de madame Claudine Chifflet. Es necesario que se trasladen hoy mismo para rescatarlo. Y no se preocupen, murió tranquilamente, sin sufrimiento, en absoluta placidez. Deben venir a reclamar el cuerpo, ¿me entiende?
—¿Quién habla?
—Ya le dije. Soy Matías Ceniceros Verduzco, el hijo de Damián. El mexicano Damián —debí precisar.
—¿Está usted seguro? —pronunció con voz entrecortada.
—Sí. Mañana iba a cumplir sesenta, pero cumplió con el Camino.
—¿El camino? ¿Qué camino?
—El camino del santo Jacobo. Apúrense. Comuníquese con Phillipe.
—¿Claudine...? —volvió a indagar—. Pobre Claudine.
—Sí, tiene usted razón. Pobre de ella —y colgué.
Retorné a la habitación, rehíce mi equipaje, coloqué sobre el picaporte el letrero que indicaba «DO NOT DISTURB / HACER EL SERVICIO MÁS TARDE». Antes de cerrar lancé una mirada al cuerpo cubierto por la sábana. Bajo la tela asomaba un rizo teñido de rubio. La vanidad de las maduras. Un rizo por el que mi padre hubiera dado la vida.
—Adiós, Clo —dije al aire.
«El sueño de los amantes pertenece a los dioses.» Con esa frase inicié este manuscrito imperdonable. No puedo olvidarla yaciendo ante mí. Sublime, letárgica, impasible. Desnuda y extenuada.
Desde la ventana de la habitación miro nuevamente los ferries que zarpan de Vigo hacia Cangas. Durante estos días no he hecho más que leer y más leer. Cumplí con la promesa de concluir el Camino en el océano, y aquí estoy, en el Finisterre.
En media hora llegará el crepúsculo y con él la hora en que es iluminado el espectacular que anuncia la exposición de Van Gogh en el Museo de la Caixa-Galicia. Algún día asistiré. Eso dije ayer, y antes de ayer.
«Querido Vincent: tu dormitorio en Arles me arrulla todas las noches a través de la ventana... el cubrecama rojo, la mesita con la jofaina, las dos sillas de paja. Nunca fuiste feliz...», escribí en la página cinco de este manuscrito que se perderá en la ría. Mañana abordaré un batel y lo soltaré en mitad del estuario.
Bajo la ventana del hotel Méjico se escucha un bullicio. ¿Noche de carnaval? No lo creo. Seguramente la juerga de algunos bachilleres celebrando el diploma del fin de cursos. Beben en la calle vino con Coca-Cola; algo que llaman «calimocho». Más tarde, cuando apaguen el anuncio de Vincent a punto de la medianoche, intentaré dormir de corrido. Conseguí un frasquito de Rivotril, así que no padeceré los sobresaltos de los últimos días.
En lo que llega ese momento reviso las fotos que mandé revelar ayer. Cuatro rollos que mi Yashica dejará para los hijos del gran Gabriel, es decir, mis nietos. Fotos de Burgos, de Rabanal del Camino, de Astorga y de Arzúa. Peregrinos en la ruta con sus mangas anaranjadas, amarillas, verde olivo. Refugios y paradores, hostales, bares sin fin donde se restaura la vida.
Quisiera no pensar más en ella, castigada por los dioses de la guerra y el amor. ¿A quién podría yo contarle sus días?
Han transcurrido diez meses (poco menos) desde que abandoné la Ciudad de México. El otro día hice la cuenta y la conclusión es que simplemente soy un forajido. «Matías, el hijo del farsante.» A eso se reduce todo.
Revisando el manuscrito me encuentro con una frase por demás severa: «Pero dejemos hablar a Luzbel, antes que me prescriban el exorcismo».
Dejé todo.
Busqué mi agenda y localicé la seña prohibida: «El Mismo Demonio». Marqué la clave lada internacional y esperé sentado en la cama. De pronto contestaron.
—¿Bueno? ¿Sí?
—Soy Matías.
—Ah... Tlacuache.
—La semana pasada murió Claudine.
—¿Murió?
—Sí, Papá. El sábado pasado.
—Pero de... ¿De qué murió?
—No sé. Un síncope, yo creo.
—Mmmh. ¿Qué hora es?
—Van a dar las ocho acá. Está oscureciendo.
—Acá apenas están abriendo las cantinas. ¿Estás en Francia?
—No, en Vigo.
—Ah, España. Yo había escuchado que estabas en París.
—Sí, un tiempo, pero luego debí... ¿Tú cómo estás?
—Jodidón. Con poco dinero. Ya debo tres rentas.
—¿Escribes algo?
—No. Ya no. Estoy cansado... ¿Dónde la conociste?
—En el Camino. El Camino de Santiago.
—¿Ella? ¿En eso?
—Iba con una amiga, cumpliendo una promesa.
—Una mujer formidable. Demasiado buena para mí.
—¿Es lo que piensas?
—Y tú, ¿sigues con la beca? ¿Te apoyan en el Libro de Texto?
—No, eso quedó atrás.
—¿Cuándo vienes...? A México, quiero decir.
—No lo sé. Supongo que pronto. ¿Sabes algo de Gina?
—Mmmh. Sí, vino con su hijo ese tan simpático. ¿Manuel?
—No, Gabriel. ¿Cómo están?
—Bueno, ella con su nueva pareja. Un tal Isidro Metaca, que creo que tú conoces.
—Sí, claro. También se quedó con mi escritorio en la Conaliteg.
—Ya ves... ¿Y cómo murió? ¿Te habló de mí?
—Sí, algo. Los buenos días que disfrutó en México. Murió dormida.
—¿Dormida?
—Lo que más le gustaba era remar en Chapultepec.
—Sí. Todos los jueves al mediodía. Era fuerte, a pesar de lo que vivió... ¿Hace cuánto que no nos vemos, hijo?
—No sé. ¿Diez años?
—Tal vez más.
—Ahora que regrese te busco.
—Ojalá sea pronto.
—¿Por qué lo dices?
—Tengo cáncer, Matías. Mal pronóstico.
—No me digas.
—Dicen que un año, tal vez un poco menos. Lo bueno son los analgésicos que me trae la Yoris, tu hermana. Tramadol dos veces al día. Y la metadona, que es un lío conseguir.
—No sabía.
—Renato está peor. Casi agonizando.
—¿Leduc?
—«Sabia virtud de conocer el tiempo...»
—«A tiempo amar y desatarse a tiempo».
—«...y hoy que de amores ya no tengo tiempo, amor de aquellos tiempos...»
—«Cómo añoro la dicha inicua de perder el tiempo.»
—El buen cabrón. No creen que alcance a llevar los peregrinos en Navidad.
—Cabrón él y cabrón tú, Papá. No te hagas.
—Sí, hijo; no me puedo quejar.
—Bueno, pa, ya voy a colgar. El minuto me cuesta cuatrocientas pesetas.
—Oquei, sí. Luego nos buscamos.
—Sí, claro.
—...oye, espera. Una pregunta.
—Sí, dime.
—Tú, que la viste. ¿De qué color eran sus ojos?
—Ay, Papá —y colgué porque la voz me traicionaba.
Había oscurecido y la habitación de Van Gogh refulgía frente a mi ventana. Busqué las fotos y di con el rollo aquel, cuando la visita a Auvers, donde está sepultado luego del pistoletazo.
Eran treinta y seis impresiones a color. Comencé a revisarlas y disfrutar eso que ya olía a nostalgia. Las barcazas en Pontoise, el andén de Éragny, el pequeño museo de sitio. De pronto tuve en las manos aquellas dos fotos de la iglesia del lugar... y al observar los detalles di con esas viajeras bajo las frondas del parque. Dos mujeres con falda color crema y los sombreritos amarillos. ¡Eran Hélène y Claudine antes de conocerlas...!
El corazón me dio un vuelco. Las lágrimas ya se agolpaban. So, maricón.
Dejé la habitación. Bajé a la calle por las escaleras a fin de evitar el ascensor. Busqué El Century, donde calo todas las noches. Bebí tres whiskys al hilo, con vehemencia de apóstata; tal vez cuatro. Apenas si toqué la empanada de bacalao.
Desde mi pequeña mesa junto a la acera veía transcurrir el río de autos y los chavales recién graduados. Borrachos y felices. La vida debe ser eso. «Felicidad y celebración», me dije mientras miraba pasar aquellos Seat y Peugeot y Volkswagen y Fiat y Citroën y Opel anónimos. Hubo un chirrido de llantas a lo lejos y todos en el bar alzaron la vista. Luego nada.
La vida es un tránsito y acaba en cualquier semáforo.
Cuando el camarero llegó con la cuenta le dije al entregar los billetes:
—Grises pero verdes, dependía de la hora.
—Perdone pero, ¿de qué me está hablando? —se quejó.
—De los ojos de Clo —debí aclararle.
Retorné a mi habitación; la 505, con vista a la ría de Cangas. Busqué el frasco del Rivotril y llenaba el gotero cuando escuché cinco toquidos en la puerta. Cinco, no cuatro.
Me acerqué para indagar:
—Quién es —con tono de fastidio.
—Abre, pagano...
—¿Perdón?
—¡Abre, demonio!